La cruda realidad de vivir en una Zona No Go

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sencillaco Premium Deluxe - Desde 2009 dando por ojo ciego
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Detrás tuyo platano en mano, ladrón


Me llamo Alfredo, soy un jubilado de 67 años y quiero compartir contigo la cruda realidad de vivir en una Zona No Go.

Antes, nuestra barriada era un hervidero de vida. Las casas, con sus fachadas descascarilladas, albergaban familias enteras.
Los niños jugaban en las plazas y las abuelas se sentaban en los bancos a charlar.
Había una tiendecita en cada esquina, y el olor a pan recién horneado se mezclaba con el humo de los bares. La gente se conocía, se saludaba, compartía penas y alegrías.
Aquí, la vida tenía sabor a café fuerte y a risas en voz alta.

Éramos clase obrera, sí, pero en una época donde la clase obrera, dentro de sus problemas cotidianos, al menos vivía en paz, tranquilos y, se puede decir, hasta felices a nuestro modo.
Pero llegaron los tiempos oscuros. Las sombras se alargaron y los jóvenes que llegaban nos hicieron perder el rumbo.
Las drojas, las bandas, la violencia. Los vecinos empezaron a cerrar sus puertas con doble vuelta. Las tiendas cerraron y los parques se llenaron de sarama y cristales rotos.

Los niños ya no jugaban en la calle; ahora solo miran las pantallas de sus móviles con ojos cansados. Las abuelas, pobres almas, se asoman a las ventanas y suspiran por los tiempos pasados.

Solo los más afortunados, aquellos que han podido, han abandonado el barrio, pero no se pueden ir a un barrio como era el nuestro antes, eso ya no existe; ya no hay barrios de clase media, o eres rico o solo optas a otros barrios que de momento están en transición a Zona No Go.
Barrios donde, aunque se vea el mismo camino que llevábamos nosotros, al menos, si violan a tu hija, roban dando una paliza a tu padre o te queman el coche, aún la policía se atreve a entrar, que ya es algo.

¿Qué esperanza tenemos? Pues la de que alguien, algún día, levante la voz y diga: “¡Basta!”.
Que limpiemos las calles, que recuperemos los espacios, que volvamos a ser vecinos, no extraños.

Así que, muchacho, si alguna vez te encuentras en una de estas Zonas No Go, no mires solo las paredes descascarilladas. Mira más allá. Busca las historias de los que vivieron aquí antes, como yo. Y si ves a un viejo con sombrero raído, pregúntale. Quizás te cuente cómo era esto antes, cuando las risas eran más fuertes que los disparos, y la esperanza aún no se había esfumado.

Y recuerda, el barrio es lo único que muchos tenemos. No te dejes engañar por aquellos que nos culpan por alzar la voz, que nos señalan con dedo acusador y convierten en verdugos a las mismas víctimas de esta tragedia. No hay mayor injusticia que esa, que nos encierren en nuestras propias casas, convertidas en cárceles sin barrotes pero con el mismo aislamiento, donde las visitas son un lujo porque el miedo ha cerrado las puertas de la esperanza.
Si sales a la calle y mencionas de dónde vienes, ya te miran con recelo, algunos con temor, como si ser de una Zona No Go fuera una mancha que no se borra.

Y si oyes a alguien que nos critica, que nos etiqueta sin conocernos, proponle un reto: que camine desde un extremo de nuestro barrio y, si es que consigue llegar al otro lado, que nos cuente qué vio realmente. Que nos diga si solo vio las fachadas desgastadas o si fue capaz de ver más allá, de entender que detrás de cada puerta cerrada hay una historia, un sueño, una lucha por sobrevivir.

Porque, al final, el barrio somos nosotros, los que resistimos, los que aún soñamos con un mañana mejor. Somos más que un conjunto de calles olvidadas, somos la suma de todas nuestras historias, de nuestra resistencia, de nuestra esperanza. Y aunque el barrio esté herido, sigue siendo nuestro, el único hogar que muchos conocemos. Y que estos se han cargado con el apoyo de la izquierda. Su querida y cómplice izquierda.
 
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