Un Cuento Apocalíptico

Mouguias

Madmaxista
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15 Mar 2007
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¿El Fin del Mundo? Lo recuerdo bien.
Era día de mercado y me acerqué al pueblo: necesitábamos un par de herramientas y café. Las herramientas las encontré enseguida, pero para el café tuve que preguntar en todos los puestos. Al final encontré un tipo que tenía, o eso dijo: yo miré a su burro y su carro lleno de cachivaches y desconfié. Era un hombre alto y nervudo, con la cara curtida y bronceada. Recuerdo que tenía un par de pirsins, uno en la nariz y otro en la ceja:
-Jefe, antes de molestarme en revolver toda esa montaña y sacar la mercancía, tiene que demostrarme que puede pagar.

Tenía frenillo en la lengua, pero no era el momento de hacer comentarios personales. Saqué la cartera y le mostré un par de billetes:

-¿Está de broma, jefe? ¿Cree que puede pagar un kilo de café con eso?

El tipo sonreía con la mitad de la boca, y yo empecé a sentirme un poco menso. Saqué dos billetes más y la sonrisa se acentuó:

-En serio, jefe, ¿Se está quedando conmigo? ¿Se cree que estamos en Alimerka? Lleva usted toda la mañana rebuscando por el mercado. Soy el único que tiene café, ¿Verdad? ¿Y se piensa que se lo voy a vender por esa miseria?

Debí de poner una cara ridícula y el buhonero estalló en una carcajada. Conté todo el dinero que me quedaba: en otros tiempos hubiera alimentado una familia entera durante un mes. Se lo ofrecí:

-Mire, jefe, voy a dejar de tomarle el pelo. Ni aunque me diese un saco lleno de esos papelajos le vendería mi café, ¿De acuerdo? ¿Qué quiere que haga con ellos? No valen ni para limpiarse el ojo ciego, son demasiado ásperos.

Entonces me vi allí, sosteniendo un fajo de billetes perfectamente inútil, y me dije: “Ya está, se acabó. Esto es el fin”. El vendedor me miró y se apiadó de mí.
-Venga, hombre, no se me ponga triste. Mire, ¿Sabe lo que le digo? Si me da ese cinturón suyo – y señaló mi cinturón – le doy dos kilos. Es el mejor cinturón que he visto en años.
Me estuve callado un momento y luego le pregunté:
-¿Qué es usted?
-Vendedor, ¿No lo ve?
-No, ya me entiende. Le pregunto qué estudios tiene.
-Ah, ya. Oiga, jefe, usted tiene un problema. Va por ahí sacudiendo billetes, se cree que los estudios cuentan algo…tiene usted que caerse del guindo, hombre.
El hombre me miró y se puso serio.
-Mire, yo era informático, pero ya no lo soy ni lo volveré a ser nunca. En casa todavía conservo el ordenador, para que los hijos no se piensen que me invento cosas cuando les hablo de mi juventud. Y usted, ¿Qué era? ¿Teleoperador? ¿Ingeniero? ¿Especulador inmobiliario?
-Yo era licenciado en historia. Nunca llegué a encontrar trabajo, la verdad.
-¡Historiador! – El tipo empezó a reírse a carcajadas - ¡Un historiador en mitad del Armagedón! ¡Pero si usted pasaba más hambre antes que ahora! ¡Usted ha salido ganando, hombre!
-No diga disparates, jorobar. Esas cosas no se dicen ni en broma.
-Perdone usted – el ataque de risa remitía -. ¿Y en qué anda ocupado actualmente nuestro Herodoto?
-En cavar y recoger, ¿Qué si no?
-Entonces, señor mío, es usted un labrador y yo un vendedor ambulante. Y se acabó el cuento.
Callamos. Los otros vendedores estaban recogiendo sus tenderetes pero el tipo no hacía ademán de imitarlos. Yo tampoco me quería marchar. Hacía mucho tiempo que quería mantener aquella conversación.
-Esto se acabó, ¿No?
Se encogió de hombros.
-Esto se acabó, esto acaba de empezar…depende. Dígamelo usted, que es historiador.
-La historia no sirve. La humanidad jamás ha atravesado una crisis como ésta, no tenemos elementos de comparación.
-Escúcheme una cosa: no creo que todo termine aquí. Está naciendo un mundo nuevo y tiene cosas buenas. ¿Es usted de los que se sientan en la oscuridad, a llorar por la televisión perdida? – me miró con astucia -. No lo creo. No me parece usted de ésos.
-No queda nadie así. Los débiles han tenido ya muchas ocasiones para morir.
Asintió.
-Si hemos tenido la fuerza de llegar hasta aquí, si hemos superado estos últimos años y hemos conservado la cordura, es que somos capaces de todo.
Hubo un corto silencio, un poco incómodo, y yo me fijé de nuevo en sus pirsins. Tenía también uno de esos tatuajes que estuvieron de moda un breve periodo en los viejos tiempos, uno de esos dibujos geométricos neցros que le rodeaba la nuca y asomaba en el cuello.
-Yo...yo fui de los que se echaron al monte, ¿Sabe?
No hizo ningún comentario.
-Tenía hambre y no me arrepiento, ¿Sabe?
Bajó la vista y asintió. Era la primera vez en mi vida que le hablaba a alguien de aquellos recuerdos.
-Los peores años me tocaron estando en Madrid. No se imagina cómo fue aquello.
-Yo vivía en Pola de Siero - dijo el vendedor, al fin - Yo tampoco me arrepiento. Teníamos hambre y teníamos miedo. Parecía que la fin iba a llegar en cualquier momento, y uno...uno enloquece, uno hace cosas que nunca creyó que haría.
-¿No ha leído usted a Tucídides? ¿La peste de Atenas? Cuando la fin ronda en cada esquina desaparece el miedo, y con él la vergüenza, y a partir de ahí todo es posible.
El tipo volvió a sonreir:
-¡Tucídides, dice! Leí El Código Da Vinci, porque quería amarme a una tía. ¡Y gracias! ¿Tiene usted hijos?
- Dos.
-Yo cuatro. Y, ¿Sabe una cosa? Son mejores que nosotros. Son mejores que sus abuelos, incluso.
-Ya sé a lo que se refiere. Yo también lo creo.
-Son chavales fuertes y nobles. Cuando hablo me escuchan con respeto. Se ayudan entre ellos. Se ríen con más ganas, trabajan más duro, saben divertirse mejor que nosotros, cuando llega el momento. Y son fuertes, maldita sea. Son más fuertes que un caballo. Tienen más vida en un meñique de la que teníamos todos nosotros juntos a su edad.
Asentí a medias.
-También tienen cosas malas.
-Es como “El Señor de las Moscas”, ¿No? He visto chavales que les tiran piedras a las nubes para provocar lluvia. A este paso, pronto ofrecerán las entrañas de los cerdos para apaciguar algún dios recién inventado.
- Son unos perfectos ignorantes, pero nosotros tampoco éramos muy cultos a su edad. Prefiero esto: al menos, los chavales de ahora están creando sus propias mentiras. Nosotros nos tragábamos las de la tele.
-¿Lo ve, hombre? ¡Todo tiene un lado bueno! Escuche una cosa: yo digo que lo peor ya ha pasado, ¿Me oye? Que a partir de ahora las cosas irán mejorando y que mis nietos vivirán mejor que mis hijos.
-Tal vez – me encogí de hombros – pero me pregunto si alguna vez lograremos reconstruir todo lo que perdimos.
-¿Todo? – Se burló el vendedor- ¿Los coches, las urbanizaciones, la tele, el sábado noche, las películas americanas, las drojas?
-Todo. Comida abundante, la banderilla de la polio, el ocio, la cultura barata, la oportunidad de buscar la verdad por cualquier camino que uno eligiese: la libertad.
Mi amigo bajó la cabeza:
-Es verdad, era así y no lo apreciábamos. Creíamos que iba a durar para siempre. Creíamos que era natural.
-Éramos humanos.
-Pues me acuerdo de los humanos.

Era la hora de la siesta y el carro del buhonero avanzaba por la autopista desierta. Las chicharras atronaban el aire pero no le despertaban. Recostado, con el sombrero sobre la cara, dejaba que el burro avanzase a su aire.
-Buenas tardes.
No me había oído encaramarme. Había temido despertarle o hacerle un corte sin querer, pero al final mi cuchillo estaba apoyado contra su cuello, sin haberle causado mayor daño. Estaba ileso y a mi merced. No se atrevió siquiera a volver la cabeza.
-¿Qué pasa? ¿Qué es esto?
-Pasa que yo no estaba en Madrid cuando tu estabas en Siero. Pasa que ese frenillo tuyo de cosa no es la primera vez que lo oigo.
Tragó saliva, y por un momento pareció que el cuchillo se le iba a clavar en la nuez por el movimiento reflejo. Me ardía el pecho y temí que se me cayese de la mano de puro nerviosismo.
-jorobar, jorobar, me confunde, jefe, se lo juro por lo que quiera.
-Ya.
La sangre salió a presión y manchó el asfalto. El buhonero me miró con ojos desorbitados mientras se llevaba las manos al cuello, intentando parar el chorro como quien intenta detener las olas. Boqueaba como un pez y yo recordé la matanza del invierno pasado.
-Se llamaba Yolanda, me gusta la fruta. Yolanda.

Cuando llegué a casa, la gente salió a recibirme aliviada.
-¿Qué te había pasado? Creímos que te habían asaltado, por lo menos - Mi mujer notó mi expresión - ¿Qué sucede?
-Nada – dije – Nada.
Pero era mentira. Había sucedido, precisamente, todo.
 
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Me ha gustado. Mucho. Sigue escribiendo.


Por cierto, te recomiendo que leas La Torre Oscura de Stephen King. Creo que te gustara. Son solo 7 libros de unas 800-1000 paginas. Caen rapido.


Un saludo y metele caña al teclado...
 
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