Juan Manuel de Prada, "El legado de Lutero"

Discutir de religión es una de las cosas más estúpidas que pueden hacerse.

Bueno, si lo dice por que es motivo de enfrentamientos más que de acercamientos, tiene razón. Es así con todos los temas que le importan a la gente. Hay un componente pasional en todos los modos de compartir -o guerrear- con puntos de vista. También parece inútil tratar de convencer a otro que sigue directrices distintas, desde las profesionales que incurren en terrenos no estrictamente profesionales a las políticas, ideológicas, sanitarias... e incluso deportivas.

Si a lo que se refiere es que es menso el hecho mismo de discutir sobre algo que a su parecer es intranscendente porque no cree que exista nada que justifique el hecho religioso, solo decirle que en el pensamiento religioso se conjugan todas las perspectivas sobre el hombre, sobre su vida, misión, fin y transcendencia. Estas cuestiones, que empezaron siendo centrales a la religión, han transpasado sus fronteras y ahora se encuentran bien asentadas en las distintas corrientes de filosofía, antropología, sociología y política. Si usted fuera capaz de demostrar que en esos campos en los que se mueven ahora -al margen de la religión- algunas de las grandes inquietudes del hombre la discusión es más eficiente o menos estulta, tendría que darle la razón, pero me temo que no podrá demostrarlo. La razón es simple: la pasión al servicio de la identificación personal con los distintos modos de entender la realidad desborda la presunta razón bajo la cual las discusiones dejarían de ser estúpidas.

Si existe o no la Verdad, o una verdad última para todos los fenómenos que observamos y experimentamos, sigue siendo una gran pregunta que arroja distintas respuestas en un caso o en el otro. Si no existe la Verdad solo existiría la voluntad humana y eso tiene consecuencias: dado que la verdad es una acomodación a los intereses creados y cambiantes, el resultado final ya no sería el de discutir estúpidamente, sino el de imponer por la fuerza el pensamiento único. Si alguien tiene el poder de imponer su verdad, tiene también la potestad de acallar todas las voces disonantes y como la verdad no importa sino la voluntad del que ostenta el poder, se acabaría por decreto con las discusiones estúpidas...

Si es cierto que no es fácil cambiar de opinión, no es menos cierto que si no existieran opiniones distintas muy pocos tendrían la capacidad para escapar del relato único. No me negará que el precio por evitar discusiones estúpidas es francamente impagable.
 

Una cosa es el progreso natural derivado de un buen hacer en el negocio de la vida y otra vincularlo a la voluntad expresa de Dios en ese sentido. Eso tiene consecuencias graves que asemejan al cristianismo con el induísmo y el budismo. Si es voluntad de Dios hacerme rico independientemente de cómo consiga la riqueza, sería voluntad de Dios la pobreza de la inmensa mayoría, y esa pobreza no es la que habla Cristo en el Evangelio porque no implica a la voluntad -libre albedrío- sino a una especie de fatalidad justificada en la decisión de Dios. Llámelo Karma si quiere pero estamos en las mismas.

Ser mansos y humildes de corazón es para Cristo el equivalente de ser pobres. Solo una visión materialista del Evangelio puede concluir que Cristo y la Iglesia católica predican la pobreza material sin advertir que esa pobreza obligada no convierte al pobre ni en manso ni en humilde. Además el rico que entiende su riqueza como una predestinación sin reparar en su mansedumbre ni humildad, está en un terrible engaño. "Peca mucho pero ten más Fe" -Lutero-, es para mí un misterio: ¿cómo es posible la Fe -un acto supremo de sinceridad- en medio de una vida pecadora que pretende justificarse en que Dios lo quiere?

Tenemos entonces dos clases de ricos, el rico que lo es a pesar de ser católico y por ello no puede justificar su riqueza en decisiones divinas, y el rico protestante que si encuentra esa justificación. Los primeros pueden ser tremendamente hipócritas pero los segundos son directamente "santos" conforme a la exitosa manipulación del mensaje de Cristo. Frente a un hipócrita existe alguna posibilidad de desnudarlo públicamente y de alguna manera hacerle ver su hipocresía, pero frente a los "iluminados" no hay nada que hacer porque hagan lo que hagan su conciencia está tranquila. Es para ellos la fatalidad benigna que para otros, con su fatalidad fatal, puede suponer el camino de perdición. Suscitar la envidia, el ánimo de venganza, llevar a la mayor desesperación, está escrito que recibirá su merecido castigo.
 
Juan Manuel de Prada: El legado de Lutero.

EL LEGADO DE LUTERO

I


En breve comenzarán los fastos del quinto centenario del llamado Día de la Reforma, en el que Lutero clavó sus célebres 95 tesis en la puerta de una iglesia de Wittemberg. Aquellas tesis, que romperían la unidad de la fe, cambiarían también traumáticamente las concepciones filosóficas, políticas, económicas y culturales vigentes, hasta el punto de convertir la protesta luterana en uno de los hechos más importantes de la Historia. La llamada Reforma, a diferencia del cisma de Oriente, no fue una mera controversia eclesiástica, sino que supuso un expreso rechazo del Dogma y la Tradición, así como una negación del valor de los sacramentos. Y los dogmas religiosos no son, como el ingenuo (creyente o incrédulo) piensa, meras entelequias sin consecuencias sobre la realidad, sino condensación de verdades sobrenaturales que ejercen un influjo muy hondo sobre nuestra vida. No se puede cortar el tallo de un rosal y pretender que los pétalos de la rosa no se marchiten.


Durante todo un año, vamos a recibir un bombardeo apabullante sobre las presuntas bondades del legado luterano. Nosotros, en la serie de cuatro artículos que hoy iniciamos, ofreceremos a las tres o cuatro lectoras que todavía nos soportan un modesto antídoto contra tal avalancha. Ciertamente, la Reforma de Lutero llegó cuando la decadencia de la Iglesia (minada por el concubinato del clero, la rapacidad y avaricia de muchos religiosos y la simonía institucionalizada) alcanzaba cotas lastimosas. Pero no se pone remedio a los errores cayendo en uno más grande; y la parábola evangélica del trigo y la cizaña ya nos advierte contra el peligro de arrancar la cizaña antes de tiempo (que fue, exactamente, lo que quiso hacer Lutero, logrando tan sólo desperdigarla).


Al fondo de aquel furor reformista de Lutero palpitaba el fracaso espiritual de un hombre que había hecho esfuerzos ímprobos por alcanzar la unión con Dios. Pero todas sus sacrificios, penitencias y abnegaciones habían sido en vano; y seguían abrasándolo las concupiscencias más torpes (en cuya descripción, por pudor, no entraremos), que le causaban enorme angustia y ansiedad. Lutero consideró entonces (haciendo una proyección teológica de sus propias debilidades) que el hombre pecador nada podía hacer por alcanzar la salvación. Así fue como concluyó que Cristo ya había sufrido por nuestros pecados; y que, por lo tanto, ya estábamos perdonados. De modo que, para salvarnos, bastaba con que se nos aplicasen los méritos de Jesús por medio de la fe.


Esta justificación a través exclusivamente de la fe se funda en una concepción pesimista de la naturaleza humana, que niega la libertad humana para vencer las tentaciones y también la gracia de los sacramentos. El hombre luterano, sin capacidad para sobreponerse al pecado y alumbrado por la sola fide, suprime la mediación de la Iglesia; y será su conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, la que ordene su propia vida religiosa e interprete libremente las Escrituras. Y, como escribió el gran Leonardo Castellani con su habitual gracejo, «desde que Lutero aseguró a cada lector de la Biblia la asistencia del Espíritu Santo, esta persona de la Santísima Trinidad empezó a decir unas macanas espantosas». El libre examen luterano desató la enfermedad de la inteligencia denominada diletantismo, que luego ha contagiado, por proceso virulento de metástasis, toda la cultura occidental, primeramente con los ropajes del fatuo endiosamiento intelectual, por último con los harapos lastimosos del deseo de saber sin estudiar y la soberbia de la ignorancia. Las consecuencias de la Reforma luterana en el plano filosófico y jovenlandesal no se harían esperar.


II

Al afirmar el principio del libre examen, que atribuye al hombre una facultad omnímoda para ordenar su vida religiosa, Lutero anticipa el imperativo categórico de Kant, que proclamaría la suficiencia absoluta de la voluntad humana para emanar normas de conducta, erigiéndose así el hombre en único legislador y árbitro de su vida jovenlandesal. A la vez, con su tesis del servo arbitrio, que juzga al hombre incapaz de elegir el bien, Lutero se convierte involuntariamente en promotor del nihilismo filosófico y ético.


Lutero, discípulo de los nominalistas Wesel y Biel, injertó en el pensamiento de sus maestros un asfixiante pesimismo antropológico. Juzgaba que la inteligencia humana, tarada por el pecado original, estaba incapacitada para abstraer lo universal y pensar las cosas del espíritu; pero, al mismo tiempo, consideraba que era muy apta para desenvolverse con pragmatismo en el mundo. Inevitablemente, un hombre dispensado de discernir un orden jovenlandesal objetivo puede refugiarse en su conciencia subjetiva. El bien ya no será una categoría que el hombre discierne a través de la razón, sino lo que en cada momento determine que es bueno (o, dicho más descarnadamente, lo que le convenga), y el mal lo que entienda que es malo (o sea, lo que le perjudique). Danilo Castellano observa con perspicacia que esta consideración de la conciencia permitirá luego a Rousseau afirmar en el Emilio que «la conciencia es la voz del alma, como las pasiones lo son del cuerpo». Esta conciencia, reducida a mera pulsión subjetiva, acabará conformando al hombre de nuestra época, un amasijo instintivo sin guía ni freno, huérfano de razón y responsabilidad. Un hombre que guía sus decisiones (que, inevitablemente, ya no serán jovenlandesales) por la pura espontaneidad, que es la que le permite afirmarse y ser “auténtico”, y hasta creer (risum teneatis) que es libre como el viento, aunque sólo sea esclavo de sus pasiones. Y de la conciencia instintiva al subconsciente freudiano hay un solo paso.


Inevitablemente, esta concepción luterana del hombre, incapacitado para abstraer lo universal, impondrá el abandono de la metafísica, que posteriores corrientes filosóficas declararán inaccesible (y, con el tiempo, inútil). Como luego afirmaría Hegel, «la verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella». Es decir, cada escuela filosófica debe crear un sistema que se erija en la verdad (por supuesto, refutada por la siguiente escuela). Así, se concluye en la extravagancia de pensar que la razón humana es suficiente para dar fundamento a toda la vida del hombre, quedando excluido el orden sobrenatural. Y, con el tiempo (porque los sistemas filosóficos, al faltarles el sustento de una verdad universal, se tornan pendulares), se concluye en la extravagancia contraria, según la cual la razón humana carece de autoridad para fundamentar la vida, lo que desembocará en los sucesivos escepticismos, relativismos y nihilismos del pensamiento contemporáneo.


Como sostiene Belloc en Europa y la fe, «al negarse la realidad y hasta el ser, se crean sistemas que se mueven en un vacío atroz, para asentarse finalmente en una negación y desafío universales lanzados contra toda institución y todo postulado». La desaparición del saber metafísico acaba degenerando en la búsqueda de verdades “sociológicas”, siempre coyunturales y cambiantes, carentes de fundamentación real. Y, tarde o temprano, propicia malformaciones y excrecencias irracionales; pues, allá donde falta la metafísica, afloran como setas un sinfín de supersticiones enloquecidas, fanáticas e imprevisibles. Y surgen entonces, inevitablemente, conceptos políticos morbosos. Porque el legado de Lutero tiene también, por supuesto, consecuencias políticas.


III

Si la inteligencia humana, tarada por el pecado original, está incapacitada para abstraer lo universal, no pude aspirar a entender las leyes de la política. De este modo, la doctrina de Lutero se convierte en legitimadora del Estado moderno, concebido como instrumento para ordenar la vida social y reprimir la intrínseca maldad humana, convirtiendo sus leyes positivas en norma ética. Frederick D. Wilhemsen nos hace reparar en la paradoja de que Lutero, que empezó azuzando la rebelión de los campesinos alemanes contra sus príncipes (pensando que los campesinos lo apoyarían en su lucha contra Roma), acabase exhortando a los príncipes a aplastar del modo más inmisericorde las revueltas campesinas (después de que los príncipes abrazasen con su doctrina). «En último término –escribe Wilhemsen--, el luteranismo predica que el ciudadano tiene que obedecer al príncipe en todo, de una manera ciega, pues el cristiano sabe que la autoridad del príncipe viene de Dios, pero no sabe nada de la ley natural, debido a la corrupción de su razón, el único instrumento capaz de descubrir esa ley».


Por supuesto, la monarquía ya había tenido tentaciones de hacerse absoluta antes de Lutero. Pero los reyes estaban limitados por una ley humana, la costumbre, y por una ley divina que no podían conculcar. Ambas barreras serán anuladas por Lutero, que en su obsesión por combatir al papado convierte al rey en representante de Dios en la tierra, afirmando que todo auténtico cristiano está obligado a someterse incondicionalmente a él. La monarquía, antes de Lutero, se había acomodado a la sentencia de San Isidoro ("Rex eris si recte facias; si non facias, non eris"); y así había llegado a ser, en palabras de Donoso, «el más perfecto de todos los gobiernos posibles, por ser uno, perpetuo y limitado». Al apartar esos límites que constreñían al monarca, Lutero instaura la deificación del poder civil. El monarca se convierte en objeto de adoración ciega; su poder ya nunca más se asentará en la "auctoritas" ni en la "potestas", sino que será puro ejercicio de la fuerza sin restricciones (o sin más restricciones que los reglamentos que él mismo evacua, sometidos a su conveniencia y capricho).


Así se corrompe el principio de autoridad, hasta su confusión con la mera fuerza despótica. Este quebrantamiento del orden político –afirma Belloc-- iba a tener un efecto explosivo: el poder que mantenía las cosas unidas se convertirá a partir de ese momento en un poder que separa cada una de las partes componentes. En efecto, el poder absoluto mostrará pronto, bajo una falsa fachada unificadora, su íntima vocación disgregadora, haciendo de la disputa por el poder, la tensión social y la guerra constante el clima natural de una Europa dividida.


Por supuesto, la doctrina luterana sobre la soberanía absoluta de los reyes será la que luego, convenientemente desplazada de sujeto, fundamentará el principio de la soberanía popular. La omnipotencia del príncipe se convierte en voluntad popular soberana, cuya esencia sigue siendo la fuerza despótica, capaz de determinar mediante mayorías el bien y la verdad según su conveniencia y capricho.


Wilhemsen sostiene que «la pasividad del alemán frente a su gobierno, sea éste monárquico, imperial, republicano o nancy, refleja una teología y una religión cuya negación de la ley natural exige que el hombre obedezca pasivamente, sin preguntar el “por qué”». Sospecho que esta reflexión que Wilhemsen circunscribe al alemán podría extenderse en general al hombre contemporáneo, que creyéndose más soberano que nunca está en realidad sometido pasivamente a poderes ilimitados que ya no controla. Empezando por el poder del Dinero, que el protestantismo liberó.


IV

La rebelión de Lutero daría alas a otro clérigo levantisco, Calvino, que como él afirmó la depravación de la naturaleza humana y negó que el hombre tuviera libre albedrío. Calvino añadió, sin embargo, una dimensión nueva a la doctrina luterana, afirmando la monstruosa doctrina de la predestinación. Pero, aunque el hombre nada pueda hacer por salvarse, puede –según Calvino– saber anticipadamente cuál es su destino, pues la prosperidad material se erige en signo de afecto divino. Esta doctrina abominable desataría la avaricia de los pudientes, que empezaron a agitar a las masas contra el Papado; y, mientras las masas estaban entretenidas agitándose y disfrutando de la anarquía jovenlandesal generada por la ruptura con Roma, los ricos las despojaron de sus tierras. «Siempre resulta ventajoso para el rico –afirma Belloc– negar los conceptos del bien y del mal, objetar las conclusiones de la filosofía popular y debilitar el fuerte poder de la comunidad. Siempre está en la naturaleza de la gran riqueza (…) obtener una dominación cada vez mayor sobre el cuerpo de los hombres. Y una de las mejores tácticas para ello es atacar las restricciones sociales establecidas». A los hacendados y poseedores de grandes fortunas les había llegado, en efecto, una gran oportunidad con la Reforma. En todos los lugares donde la riqueza se había acumulado en unas pocas manos, la ruptura con las antiguas costumbres fue para los ricos un poderoso incentivo. Hicieron como si su objetivo fuese la renovación religiosa; pero su verdadero fin era el Dinero. Y así lograron que su desmesurado afán de lucro resultase menos insoportable a los ojos de los pobres, entretenidos con el caramelito de la renovación religiosa. La doctrina católica habría combatido el industrialismo y la acumulación de riqueza; pero el protestantismo hizo del afán de lucro un signo de salvación.


Y, mientras crecía el afán de lucro, se consumó el “aislamiento del alma”, que Belloc considera con razón el más nefasto legado de la Reforma y define como una «pérdida del sustento colectivo, del sano equilibrio producido por la vida comunitaria». En efecto, el protestantismo introdujo un aislamiento de las almas que, además de gangrenar la teología, la filosofía, la política, la economía y la vida social, destruyó la unidad psíquica de la persona. Pues, al cuestionar toda institución humana y toda forma de conocimiento, abocó a los seres humanos a un desarraigo creciente y a una exaltación del individualismo cuya estación final es la desesperación, como comprobamos en las sociedades modernas, integradas por individuos enfermos de solipsismo y, a la vez, estandarizados y amorfos. Y la disolución de la religión colectiva facilitaría, en fin, el encumbramiento de sucesivas idolatrías sustitutivas, llamadas pomposamente ideologías, cuyo cáliz amargo seguimos hoy apurando hasta las heces.


Y, para terminar –last, but not least–, no podemos dejar de referirnos, entre las consecuencias del luteranismo, a su iconoclasia furibunda, que generaría un arte inane y acabaría desembocando en el feísmo más exasperado, puro vómito de una esterilidad engreída, que denominamos eufemísticamente “arte contemporáneo”. Si la tradición católica, en su esfuerzo por penetrar mejor el contenido de la Revelación, había fomentado un arte riquísimo que halla su paradigma en la belleza inmaculada de María, la reforma protestante, al declarar la ilicitud del culto a la Virgen y a los santos engendraría un arte fosilizado y deshumanizado, cuando no vesánicamente nihilista.

Todas estas delicias del legado luterano, y algunas más que se nos quedan en el tintero, vamos a celebrar en este centenario tan divino de la fin que se nos viene encima.
Grande Don Juan Manuel, todas las herejías modernas no habrían nacido sino fuera por esa religión.
 
Grande Don Juan Manuel, todas las herejías modernas no habrían nacido sino fuera por esa religión.

No estoy de acuerdo. Hay una fatalidad herética que no duerme nunca ni descansa. Si no hubiera sido Lutero, hubiera sido otro más tarde. La corrupción acecha y se hace más fuerte a medida que pasan las décadas de paz. Es necesario que salte antes de que todo el orbe se corrompa para que el orbe comprenda su fragilidad y reaccione.
 
Bueno, si lo dice por que es motivo de enfrentamientos más que de acercamientos, tiene razón. Es así con todos los temas que le importan a la gente. Hay un componente pasional en todos los modos de compartir -o guerrear- con puntos de vista. También parece inútil tratar de convencer a otro que sigue directrices distintas, desde las profesionales que incurren en terrenos no estrictamente profesionales a las políticas, ideológicas, sanitarias... e incluso deportivas.

Si a lo que se refiere es que es menso el hecho mismo de discutir sobre algo que a su parecer es intranscendente porque no cree que exista nada que justifique el hecho religioso, solo decirle que en el pensamiento religioso se conjugan todas las perspectivas sobre el hombre, sobre su vida, misión, fin y transcendencia. Estas cuestiones, que empezaron siendo centrales a la religión, han transpasado sus fronteras y ahora se encuentran bien asentadas en las distintas corrientes de filosofía, antropología, sociología y política. Si usted fuera capaz de demostrar que en esos campos en los que se mueven ahora -al margen de la religión- algunas de las grandes inquietudes del hombre la discusión es más eficiente o menos estulta, tendría que darle la razón, pero me temo que no podrá demostrarlo. La razón es simple: la pasión al servicio de la identificación personal con los distintos modos de entender la realidad desborda la presunta razón bajo la cual las discusiones dejarían de ser estúpidas.

Si existe o no la Verdad, o una verdad última para todos los fenómenos que observamos y experimentamos, sigue siendo una gran pregunta que arroja distintas respuestas en un caso o en el otro. Si no existe la Verdad solo existiría la voluntad humana y eso tiene consecuencias: dado que la verdad es una acomodación a los intereses creados y cambiantes, el resultado final ya no sería el de discutir estúpidamente, sino el de imponer por la fuerza el pensamiento único. Si alguien tiene el poder de imponer su verdad, tiene también la potestad de acallar todas las voces disonantes y como la verdad no importa sino la voluntad del que ostenta el poder, se acabaría por decreto con las discusiones estúpidas...

Si es cierto que no es fácil cambiar de opinión, no es menos cierto que si no existieran opiniones distintas muy pocos tendrían la capacidad para escapar del relato único. No me negará que el precio por evitar discusiones estúpidas es francamente impagable.
Considero la discusión estulta porque habitualmente se adoptan posiciones fanáticas. En el fondo la religión está en la base de todas las guerras y disputas que mantiene el ser humano. Si me apura usted más puedo afirmar que las disputas religiosas se reducen a un problema de calendarios, que no de dioses. Y después de tantos milenios estamos en las mismas.
 

Todo acorde con los patriarcas, profetas, los apóstoles y el mismo Cristo. Nada que ver con sitios donde se dice impartir un espíritu santo que reniega de los mandamientos.

Las manifestaciones sobrenaturales, los milagros.. no tienen porque venir de Dios. Muy amenudo es justo al contrario, vienen de los ángeles caídos.
 
Considero la discusión estulta porque habitualmente se adoptan posiciones fanáticas. En el fondo la religión está en la base de todas las guerras y disputas que mantiene el ser humano. Si me apura usted más puedo afirmar que las disputas religiosas se reducen a un problema de calendarios, que no de dioses. Y después de tantos milenios estamos en las mismas.

Ha habido muchas guerras y las peores por el nivel de fin y destrozo no fueron precisamente por causa de las religiones, si bien es cierto que buscaron en ellas su justificación jovenlandesal en algunas ocasiones. Cuando Carlos V acepta el culto protestante en el Sacro Imperio y sus condiciones no las quisieron cumplir los protestantes -el respecto al culto católico y a los bienes eclesiales- se inicia una guerra de "religión" pero es evidente que el principal motivo era otro bien distinto: político y económico. Más adelante, con el fervor religioso en repliegue, ya no necesitaron los líderes de las naciones apelar a la religión para continuar con las guerras, cada vez más sangrientas y más internacionales.

La religión ha sido también una cuestión de unidad y uniformidad muy querida por todos los gobernantes y no será necesario recordar que ese anhelo vuelve a ser político, de concentración, y que por ello, cualquier otro elemento que cumpla función parecida es susceptible de ser usado como transfundo en todas las guerras. No ha sido entonces el debate sobre qué dios es más verdadero el elemento central de las guerras sino su utilización política y económica. Instrumentalizar las religiones no las convierte en sujetos de guerra, como instrumentalizar conceptos como la libertad, la democracia o la justicia, no les convierte en sujetos de guerra sino en meros instrumentos.

Luego hay religiones y religiones entre las que su expansión es de carácter fundamentalmente evangélico por más que en la práctica esté contaminada por otros motivos, y las que asumen doctrinalmente la guerra total como medio de expansión.

Todo ello me hace pensar que tampoco es cierto que sea el fanatismo religioso el culpable porque es fácil de apreciar un patrón de voluntad que desborda al hecho religioso y hasta donde yo tengo entendió el fanatismo, al modo en que lo esgrimen algunos, es incontrolable y casi obliga a no pensar en las consecuencias de sus obras, que pueden ser contraproducentes totalmente a los intereses del fanático, cosa que no veo en casi ninguna de las guerras iniciadas por fanáticos religiosos.
 
Ha habido muchas guerras y las peores por el nivel de fin y destrozo no fueron precisamente por causa de las religiones, si bien es cierto que buscaron en ellas su justificación jovenlandesal en algunas ocasiones. Cuando Carlos V acepta el culto protestante en el Sacro Imperio y sus condiciones no las quisieron cumplir los protestantes -el respecto al culto católico y a los bienes eclesiales- se inicia una guerra de "religión" pero es evidente que el principal motivo era otro bien distinto: político y económico. Más adelante, con el fervor religioso en repliegue, ya no necesitaron los líderes de las naciones apelar a la religión para continuar con las guerras, cada vez más sangrientas y más internacionales.

La religión ha sido también una cuestión de unidad y uniformidad muy querida por todos los gobernantes y no será necesario recordar que ese anhelo vuelve a ser político, de concentración, y que por ello, cualquier otro elemento que cumpla función parecida es susceptible de ser usado como transfundo en todas las guerras. No ha sido entonces el debate sobre qué dios es más verdadero el elemento central de las guerras sino su utilización política y económica. Instrumentalizar las religiones no las convierte en sujetos de guerra, como instrumentalizar conceptos como la libertad, la democracia o la justicia, no les convierte en sujetos de guerra sino en meros instrumentos.

Luego hay religiones y religiones entre las que su expansión es de carácter fundamentalmente evangélico por más que en la práctica esté contaminada por otros motivos, y las que asumen doctrinalmente la guerra total como medio de expansión.

Todo ello me hace pensar que tampoco es cierto que sea el fanatismo religioso el culpable porque es fácil de apreciar un patrón de voluntad que desborda al hecho religioso y hasta donde yo tengo entendió el fanatismo, al modo en que lo esgrimen algunos, es incontrolable y casi obliga a no pensar en las consecuencias de sus obras, que pueden ser contraproducentes totalmente a los intereses del fanático, cosa que no veo en casi ninguna de las guerras iniciadas por fanáticos religiosos.
Los mecanismos psicológicos que desencadenan el fanatismo son comunes al hincha de un equipo de futbol y a un terrorista islámico que decide inmolarse después de haber atropellado a decenas de personas con un camión. Los mecanismos psicológicos que motivan una fe religiosa son los mismos que desencadenan o motivan una psicosis o una neurosis o un toc.
 
Considero la discusión estulta porque habitualmente se adoptan posiciones fanáticas. En el fondo la religión está en la base de todas las guerras y disputas que mantiene el ser humano. Si me apura usted más puedo afirmar que las disputas religiosas se reducen a un problema de calendarios, que no de dioses. Y después de tantos milenios estamos en las mismas.

Y así será hasta el fin de todas las cosas. Todos los esfuerzos por unir el mundo ya sea por guerras o ahora por medio de todas las religiones en una federación encabezada por el Vaticano, donde se afirma que todos adoramos a un mismo Dios no conseguirán doblegar a los verdaderos cristianos. Ya que la salvación solo es a través de Cristo, no hay otro nombre.

Si Cristo es Dios, guarda sus mandamientos. Si no lo es, arrodíllate ante los Baales.

Compromiso es IMPOSIBLE.
 
Italia, Austria, Monaco, Francia o gran parte de Alemania y suiza son-eran católicas.

Lo que no tiene discusión es que todo el relativismo jovenlandesal pogre, LGTBI, transhumansimo, racialismo, cuotas es una locura anglosajone, como todas esas sectas-empresas estilo Amway Herbalife que no son más que telepredicadores protestantes vendiendtoe la felicdiad no a través de Dios sino de sus productos.

Siempre he discutido esa premisa.

La Alemania católica tiene de católica lo que yo de Batman.

La religión ya no le importa a nadie. Culturalmente, intelectualmente, socialmente, Bayern es tan protestante como Sachsen.
Os quedáis en lo superficial... en el nombre.
 
Genial artículo de De Prada. El protestantismo supone mucho más que la crítica a las bulas papales y conforma una teleología que está en la raiz del progresismo y mundialismo actuales.
 
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