Uno de estos ejemplos, el de la venta de venenos, plantea una nueva cuestión: los límites propios de las que pueden ser llamadas funciones de policía; hasta qué punto la libertad puede ser legítimamente invadida para la prevención del crimen o del accidente. Constituye una de las funciones indiscutidas de gobierno, la de tomar precauciones contra el crimen antes de que se haya cometido, así como descubrirle y castigarle después.
La función preventiva del Gobierno es, sin embargo, mucho más expuesta a abuso, en perjuicio de la libertad, que la función punitiva; pues difícilmente podrá encontrarse una parte de la legítima libertad de acción de un ser humano, que no admita ser fundadamente considerada como favorable a una u otra forma de delincuencia. No obstante, si una autoridad pública, y hasta una persona privada, ven a uno que evidentemente se prepara para cometer un crimen, no están obligados a contemplarle inactivos hasta que el crimen se haya cometido, sino que pueden intervenir para evitarlo.
Si nunca se compraran ni usaran venenos más que para cometer asesinatos, sería justo prohibir su fabricación y venta. Sin embargo, pueden ser necesarios para fines no sólo inocentes, sino útiles, y las restricciones no pueden ser impuestas en un caso sin que se hagan sentir en el otro. Es, además, función propia de la autoridad pública la protección contra los accidentes. Si un funcionario público u otra persona cualquiera viera que alguien intentaba atravesar un puente declarado inseguro, y no tuviera tiempo de advertirle el peligro, podría cogerle y hacerle retroceder sin atentar por esto a su libertad, puesto que la libertad consiste en hacer lo que uno desee, y no desearía caer en el río.
Sin embargo, cuando se trata de un daño posible, pero no seguro, nadie más que la persona interesada puede juzgar de la suficiencia de los motivos que pueden impulsarle a correr el riesgo: en este caso, por tanto (a menos que se trate de un niño, o que se halle en un estado de delirio, de excitación o de distracción que le imposibilite el completo uso de sus facultades reflexivas), mi opinión es que debe tan sólo ser advertido del peligro; sin impedir por la fuerza que se exponga a él.
Semejantes consideraciones, aplicadas a una cuestión tal como la venta de venenos, pueden capacitarnos para decidir cuáles, entre los posibles modos de regulación, son o no contrarios al principio. Tal precaución como, por ejemplo, la de rotular la droja con alguna palabra que exprese su carácter peligroso, puede ser impuesta sin violación de la libertad; no es posible que el comprador desee ignorar las cualidades venenosas de la cosa que posee. Pero el exigir en todos los casos certificado de un médico, haría en ocasiones imposible, y siempre costosa, la adquisición de un artículo de uso legítimo.
JOHN STUART MILL en "Sobre la Libertad"
Que la legalicen de una vez. Fácilmente se recaudarían diez mil millones de euros.