Comí tan rematadamente mal que como castigo me llevé un dolor de muelas que todavía no se ha ido del todo. Aquello había sido tan menso que en verdad no merecía menos. ¿A quien sino a ti, alma de cántaro resquebrajado, máquina defectuosa, rodeador de columnas, se le ocurre comer en enero como si fuese julio? ¡Dios! ¡Si hubo bocados en los que pensé estar masticando hielo! Pero tenía tanta hambre y tan pocas ganas de más complicaciones que devoré como de costumbre, quizá un poco más rápido, como quien trata de pasar un mal trago lo antes posible y que sea lo que el Señor quiera. Muerto de frío, helado, fui a sentarme junto al brasero, uno demasiado grande para mi mesa, otro que no encaja ni encajará nunca pero ahí sigue un invierno más, hasta que reviente. Encendí las dos resistencias, me eché las sayas hasta los hombros y fumé el cigarrillo como un asesino petulante ante el poli bueno. Luego me tumbé en el sofá tal cual estaba vestido y sintiendo llegar la modorra apagué como pude una de las resistencias y dormí. Era la una del mediodía.
Si hoy es domingo y fue el miércoles el último día que nos permitieron abrir el bar, entonces fue a última hora del jueves cuando el primer rumano vino a mirar la caldera. Llegó, vio, tocó y una media hora más tarde marchó prometiéndome a su hermano para el día siguiente. No me cobró nada. La caldera seguía igual, a trancas y barrancas, como uno que mira por Internet, ve el panorama y no se decide a hacer también algo en algún sitio, pero su misma indecisión es la que le obliga a seguir funcionando.
El otro llegó al día siguiente, viernes, y al despedirnos me dio la impresión de que iba un poco mamao. Yo lo había dejado hacer mientras veía vídeos musicales en el salón. Esa tarde la caldera había dicho hasta aquí y casi todos sus leds estaban encendidos, el rojo incluido. En Internet había visto algunos vídeos relacionados y todos ellos eran casi tan patéticos como el chat privado de los hosteleros del pueblo. Viendo y formando parte de estas cosas es cuando uno se da cuenta del equipaje que arrastra su maleta.
- ¿Qué te debo? -le pregunté cuando acabó-
- Ná...-dijo él rascándose la cabeza mientras contemplaba el sucio entarimado del pasillo de entrada, desde hace años sólo iluminado por las luces de las habitaciones adyacentes, como la de la cocina- No sé...
Y es que la cosa se había quedado igual de atascada que el día antes: arranca, para, claxon; arranca, para, claxon. Y así hasta llegar a la central nucelar. O al vírico bar asesino para mayores de ochenta y ocho años.
- ¿Veinte? -dijo-
Y le di veinticinco. Después de todo habían echado un par de horas entre los dos ¿hermanos?, al menos me purgaron los radiadores...en fin. Dijo que estaba bien, los dos sabíamos que no estaba ni medio bien y pronto estaría peor y se largó.
- Es normal, es normal que haga eso...-decía yéndose-
- Ya-
Pasé buena parte del sábado haciendo pruebas con la caldera que todavía, mal que bien, aguantaba, sobretodo el agua caliente. Pude darme un baño absolutamente glorioso, memorable: hora y cuarto metido en la bañera bajo el runrún del Zaratustra de Artur Mas. Pero al salir vi que la calefacción había caído sin remisión. Cené una lata de sardinas, pillé el Kindle, leí otra novela de Maigret y me fui a la cama con la gata.
No es fácil dormir con la gata con la que convives cuando tienes la caldera averiada. Ella, pelona como es, también siente el frío y prefiere arañar la puerta del dormitorio, empujarla con sus pilinguis sobre los quicios para así, maullando y haciendo ruido, despertarme y hacerle sitio. Resignado miro el reloj, aprovecho para miccionar y la dejo entrar. Entonces se acurruca entre mis piernas, la dejo estar, dormimos y despertamos al mismo tiempo aunque de diferente manera: ella parece Faye Dunaway y yo...uno que tiene que hacer algo para arreglar la jodida caldera.
Recordé el calentador de agua del bar. Quizá en él se hallara la pieza, la clave de bóveda, la luz en los pasillos, la jugada correcta que conduce al más hermoso de los mates, el inhóspito camino que te lleva hasta encontrarte con el más feo de los hombres, el que mató a Dios, pues tenía la sensación de haber dado con la clave de la luz roja, pero pronto, casi al verla, me di cuenta de que allí no había nada que rascar.
Supongo que fue la luz del sol la que provocó que me acordara de que todavía sigue vivo el tío manitas de la familia. Lo llamé y no lo cogió. Poco después, mientras conducía buscando cosas imposibles en una mañana de domingo, fue él quien me llamó. Excitado le dije que iba hacia su casa con la pieza de la caldera. Llegué y miramos la pieza con los cubrebocas puestos y la sensación de siempre, aún cuando era chico y parecía ser bien recibido, la sensación de sobrar, de estar de más, de vete ya...Me fui.
Al chino. Era lo único abierto. Nada. No.
Así fue como regresé a casa. Así fue como comí.
Eran las tres de la tarde cuando salí a andar. Tiré hacia las afueras y anduve mal durante un buen rato, como uno que camina pensando en todo lo que le ha pasado, como uno que camina una válvula quemada, como uno que anda bajo el gélido sol de las cuatro de la tarde de mediados de enero...