El estado puede vomitar todas las normas que quiera. Pero la norma está compuesta de dos elementos: supuesto de hecho (descripción de un hecho) y consecuencia jurídica. Si falta uno, no hay norma: hay literatura jurídica vacía.
El estado dispone del BOE, de toneladas de papel o de capacidad digital y de servidores para emitir cuanta literatura jurídica se le antoje. Pero carece ya casi por completo de fuerza ejecutiva; es decir, no tiene capacidad para producir consecuencias jurídicas a gran escala. El estado lleva décadas recortando policía (medios materiales y recursos humanos), dejándose dominar por lobbies ideológicos, económicos o híbridos de ambos con diversos grados de mezcla, fragmentando su potestas y sus competencias en entes territoriales surrealistas o en divisiones funcionales abracadabrantes, de manera que cuando corresponde llevar a cabo algo particularmente difícil o impopular, como hacer frente a una esa época en el 2020 de la que yo le hablo, su actividad se reduce prácticamente a una lucha entre fracciones geográficas o niveles de competencia para intentar cargar al otro con la responsabilidad (retórica: en realidad han conseguido que la responsabilidad real de los que ocupan los cargos políticos, sea completamente ilusoria mediante indultos, secuestros del Poder Judicial, posesión de las fuentes de la ley y mil artimañas, añagazas, urdidumbres y artificios).
El estado, cuando actúa, ya no lo hace con el objetivo de solucionar un problema. Generalmente, eso ya está fuera de su alcance. Lo hace en función de un cálculo electoral, del cálculo de costes y beneficios a que ha quedado reducida esta “democracia que nos hemos dado”. El estado no puede proteger fronteras; no puede impedir que los grandes monopolios, como los terratenientes de la Roma decadente, evadan los impuestos que les tocaría pagar escabulléndose a través del laberinto de la fiscalidad internacional y que, con su dominio de los medios de comunicación, los mismos evasores consigan que la masa que va a soportar la carga fiscal de la que ellos se desprenden, les aplauda hasta hacer sangrar sus manos.
El estado no es capaz ya ni de cerrar los bares. Ni de impedir que cientos de nihilistas sin el córtex frontal aún desarrollado se reúnan a beber los venenos etílicos que compran en comercios patibularios y que no tienen la concentración suficiente para matarlos inmediatamente, ni a ellos, ni al bichito del cual son apóstoles devotos y llevan a todas partes como la buena nueva. Ni de impedir cientos de miles de cazadores furtivos por toda la España rural. Ni de que bestias de oscuras islas del norte vengan a desfogar su perversos vida cagando, meando y amando en nuestras calles. Ni de que los padres asuman de que sus hijos tienen que estudiar y que los títulos no son un regalo, como los marquesados que regalaba Isabel II a sus cortesanos mejor dotados para las artes amatorias, sino una certificación que acredita la adquisición de unos conocimientos. No es capaz ni tan siquiera de lograr que los camareros te sirvan un bocadillo de calamares sin que su nariz rezumante sobrevuele el plato por encima de la mascarilla de croché que llevan puesta para cumplir con la apariencia. Ni de evitar que los políticos, que se han abalanzado sobre todos los timones de su maquinaria para mejor saquear las bodegas, dejen sólo su esqueleto descarnado para alimentarse de él, ellos y sus deudos.
¿El estado va a conseguir que la gente vaya a 30 por hora por las ciudades? Ni en sus mejores sueños. El estado está, simplemente saludando el advenimiento de la anarquía, es decir, de una nueva edad feudal donde tu señor, cuando quiera castigarte, tendrá a su disposición un enorme número de normas vacías, que nadie hace cumplir y que, por supuesto, tú tampoco cumplirás.
Y cuando tu señor, que probablemente habrá comprado del Estado la administración de las consecuencias jurídicas desee castigarte por lo que quiera que se antoje a su arbitrario poder, dispondrá de una enorme batería de incumplimientos por tu parte registrados en el chip de tu automóvil, tu teléfono, el ordenador de tu casa, la conexión internet de tu nevera, la cámara de tu smart TV o cualquiera de los maravillosos inventos que vamos a conocer en los próximos años.
Y hasta donde se desarrolle esto, que eso ya escapa por completo a mi pobre imaginación.