Sólo apuntar algún tema de reflexión
1 «El suelo es caro porque es escaso»
Ahora el suelo supone entre el 30 y el 50% del precio de venta final de las viviendas libres, y hemos oído muchas veces culpar a la escasez de éste como causante de su carestía.
Sin embargo, en los lugares y momentos en los que ha habido abundante suelo calificado sus propietarios lo han seguido reteniendo, modulando sistemáticamente su salida al mercado para evitar su saturación. En los años 80 en Vitoria, igual que en el Madrid de los últimos diez años, o en la costa levantina, murciana o andaluza de hoy mismo,
la sobreabundancia de suelo por su puesta en el mercado no reduce su precio, y en algunos casos el efecto es hasta el contrario: el precio se fija, como veremos después, en función del producto final al que sirve de soporte, y las tensiones o rigideces de la oferta influyen, a veces, en sentidos contradictorios a los habituales, dada la especificidad del mercado inmobiliario.
En otros casos hemos de concluir que el suelo es caro porque sus propietarios hacen valer
su escasez natural o provocada para sobrevalorarlo. El suelo en Eibar (valle estrecho entre montañas, agotado para la colonización de nuevos suelos de pendiente inferior al 25%) es más barato que en Madrid (en el centro de una llanura cuasi-ilimitada), primero porque los tenedores de suelo madrileños hacen como si el suelo fuera escaso aunque no lo sea,
reteniéndolo y sacándolo al mercado en las cantidades limitadas y adecuadas para que mantenga la tensión la demanda, y además porque no se impone a esos suelos reservas de vivienda protegida y, por lo tanto, cuanto más pueda pagar el comprador por el producto final (la vivienda libre) en función de su renta disponible o los tipos de interés, más caro podrá pagarse el suelo, independientemente de su abundancia.
2 «Liberalizar el suelo lo abaratará»
Desde la promulgación de la Ley 6/98 de liberalización del suelo, que convertía todo el suelo, por decreto, en suelo urbanizable, excepto el sometido a especial protección, el suelo urbanizado apto para la construcción de vivienda libre se ha encarecido más de un 200%. El famoso mercado del suelo no es tal mercado, o al menos no funciona tan idealmente como se pretende.
En la producción de cualquier otro bien o servicio de consumo los elementos y materias primas que participan en su fabricación están sometidos a competencia, y el destino de los productos es integrarlos en un mercado competitivo y abierto.
En el caso del suelo no hay posible competencia porque es un recurso absolutamente limitado (hay el que hay, y no más, y además, constreñido a un ámbito; no se puede mover); cada suelo, cada sitio, tiene una posición relativa distinta que lo dota de valor en mayor o menor grado para cada uso, el planeamiento permite unos usos y otros no, en determinado grado o intensidad.
Supongo que aquí habrá quien diga que entonces que se elimine también el planeamiento.
En una sociedad que ha incorporado a su disco duro el discurso mercantil, todo precio es producto de un encuentro en el mercado. De esta forma, si los precios crecen es porque el encuentro entre oferta y demanda está desajustado. La demanda es muy superior a la oferta y entonces hay que invertir la ecuación para que el resultado se corrija y los precios bajen.
Esta sencilla proposición incrustada en el discurso político dominante y generalmente aceptada, no se corresponde con lo que ocurre en la realidad pero está teniendo consecuencias decisivas en muchos campos de la vida económica y cotidiana y, al paso que lleva, empieza a representar una seria amenaza ecológica.
Realmente son otras las cuestiones que influyen en la formación de precios, pero antes de seguir conviene liberarnos del secuestro mercantil en que se nos encontramos porque esa necedad es peligrosa.
Claro que las viviendas se compran y se venden con cierta libertad, pero su precio no depende de una coyuntura mercantil, es decir que hoy no suben y mañana bajan según las que estén en venta o según cuánta gente quiera comprarlas. Los precios de las viviendas (no tiene sentido hablar en singular porque precios hay muchos y viviendas también y los valores medios no significan nada) tienen dos dimensiones que son fundamentales y son dos dimensiones físicas: tiempo y espacio que referidos a una sociedad son historia y geografía. Ninguna de ellas tiene que ver con la cantidad.
Dicho de forma muy simplificada, el precio de una vivienda, y todo el mundo lo sabe porque de lo contrario todo sería de otra forma, depende del lugar en que se encuentra y del momento en que se vende. Pero no depende de la coyuntura que es un momento que ignora lo que ha ocurrido antes y no le interesa lo que va a ocurrir después, sino del momento histórico, es decir, de la memoria de la historia inmobiliaria de la ciudad de que se trate. Pero ¿qué significa eso?
Significa, en primer lugar y por lo que se refiere al espacio, que
el precio no viene dado por el número de viviendas en el mercado sino por su localización dentro de ámbitos que todos reconocemos porque de lo contrario no influirían en el precio. Es algo bastante lógico y tan preciso como lo requiere la cuestión. Está claro que la mayoría de los ciudadanos que viven en una ciudad comparten una especie de mapa social de la misma. Lo cierto es que las diferentes clases sociales tienden a distribuirse por los diferentes barrios o ámbitos de la ciudad según sus recursos, creando un mosaico social que se corresponde con un mosaico de precios de la vivienda. Los mecanismos con los que se modela este espacio que son realmente complejos no interesan ahora, pero no hay duda de que esta estructura se alimenta de rentas familiares y su carácter diferenciado surge de la diferencia de esas rentas. No es obligatorio que las diferentes clases se repartan de esta forma en el espacio de la ciudad pagando por ello el precio necesario para que el escalón inferior quede excluido, pero lo cierto es que lo hacen y que se trata de una práctica social que tiene ya una considerable tradición histórica, y que parece de momento imposible de desarraigar.
Ahí está la razón del precio, pagar lo que uno sí puede, forzando la propia capacidad, para excluir a los que no pueden aunque se esfuercen. Los precios resultantes de este mecanismo de exclusión y segregación que agrupa a los iguales son superiores a los de construcción. Ese exceso se lo queda el que puede, que normalmente es el que posee el suelo o la vivienda cuando los precios suben. De esta forma el precio del suelo es una resultante y no condiciona el precio de las viviendas.
Ese alza no es más que la consecuencia de que, desde ese momento en que se inaugura la era del alojamiento moderno de Madrid,
la vivienda se ha convertido, también por primera vez en la historia, en un campo de acumulación de patrimonio doméstico, algo impensable una década antes. Un campo de acumulación de rentas familiares, generalizado (no sólo las viejas clases propietarias) y diferenciado. Si las rentas establecen diferencias sociales, su acumulación a lo largo del tiempo amplifica esas diferencias hasta llegar al campo de precios de la vivienda que actualmente caracteriza a nuestra ciudad.
Un espacio diferenciado y acumulativo convertido en patrimonio de las familias que componen nuestra formación social y un sistema promocional-financiero que ha ido labrando su hegemonía en estos años son las dos columnas del actual sistema de precios, frente al cual no vale de nada llenar de viviendas el mercado. Sin duda podríamos hacer un repaso histórico más minucioso y tratar de comprobar los efectos en la evolución de los precios de acontecimientos como la entrada en la Unión Europea, la sustitución de la peseta por el euro, los problemas de la inversión bursátil, el blanqueo de dinero oscuro, pero todos estos fenómenos burbujeantes se hubieran esfumado si
el fondo del escenario inmobiliario residencial no hubiera sido una formación social, estructurada en clases y con una gran capacidad de acumulación patrimonial en sus estratos medios y superiores, porque es esa firme estructura la que en última instancia mantiene y garantiza la inversión. Precisamente esa capacidad es la que ha dejado fuera a los estratos más débiles que ven cómo se aleja cada vez más el tren del alojamiento. Para los que se encuentran dentro, la velocidad de los precios no importa demasiado, porque con los precios crece su patrimonio. También aumentan las diferencias entre escalones para que la jerarquía se mantenga.
En Madrid, donde parece imperar últimamente la ley del silencio estadístico, se puede decir que
las viviendas infrautilizadas (vacías y secundarias) superan las 300.000 en el municipio central y las 600.000 en la región. Mientras tanto, el nuevo planeamiento dibuja un horizonte de otras 800.000 en la región y entre 300 y 400.000 en la capital. Dicen que eso bajará los precios, pero que nadie se alarme, eso no ocurrirá. Si se construyeran todas esas viviendas es posible que terminaran por hundirse los precios y también el país. Realmente esas cifras corresponden a una catástrofe. Y, además, nadie con poder real quiere de verdad que bajen los precios. Las familias alojadas (que son la mayoría), y aunque eso no afectase sus posibilidades de cambiar de vivienda, se sentirían desposeídas ante la pérdida de valor patrimonial, pero los promotores inmobiliarios que han calculado sus ganancias sobre precios al alza irían a la quiebra y con ellos uno de los pilares de la actividad económica de la región. Finalmente, el sector financiero se quedaría sin garantías para sus préstamos hipotecarios que constituyen una parte fundamental de su negocio. Vamos, una catástrofe.
De hecho cada vez que los precios se estancan o se presentan los primeros síntomas de descenso se disparan todas las alarmas y el sector reduce su actividad rápidamente. O sea, todos los pronunciamientos sobre la bajada de los precios son falsos. Y desde luego no existe ninguna posibilidad de que la promoción privada proporcione vivienda a los que han quedado apeados del tren inmobiliario. Las distancias ya son insalvables. La única forma de alojar a los que no tienen capacidad de subir al tren, ni por sí mismos ni con la ayuda de sus familias, es a través de una política pública adecuada. También existe la posibilidad de aceptar el destierro y buscar algún apeadero lejano desde el cual subirse al furgón de cola del tren, pero eso encierra el riesgo de quedarse en vía muerta a todos los efectos, porque esos lugares están fuera de los circuitos por los que fluyen el empleo, los servicios y la riqueza.
Basta con seguir las curvas de producción de viviendas y de precios en los últimos años en Madrid y se comprueba que crecen de la mano. A más viviendas producidas, más sube el precio. Justo lo contrario de lo que dicen los manuales de economía vulgar. Pero exactamente lo que puede esperarse cuando se conocen las verdaderas dinámicas que alimentan este fenómeno.
Realmente es al revés, es el crecimiento mantenido de los precios el que indica la buena salud del sector, como dicen los expertos, y que anima a seguir aumentando la producción. Bastará la más mínima inflexión a la baja de los precios para que reduzcan su producción. Si de ese comportamiento alguien espera una bajada de los precios puede esperar sentado.
Si alguien cree que clasificando todo el suelo del planeta y urbanizándolo, se va a arreglar el problema también puede esperar sentado. Todavía en Madrid estamos construyendo los suelos que se clasificaron hace 17 años, en aquel Plan de 1985 al que todo el mundo acusó de quedarse corto, de `apostar' (hay que ver lo que les gusta el juego) por un Madrid de segunda división.
Y es que el discurso mercantil ha alimentado esa necedad para legitimar su servil apoyo a la máquina inmobiliaria privada. El suelo y su escasez ha sido el argumento fundamental de esta falacia hasta convertirse en un signo distintivo de las inclinaciones ideológicas de las políticas de vivienda.
Perdón por el tocho. Extractado de los 3 primeros artículos de
http://habitat.aq.upm.es/boletin/n29/