Schrödinger, Planck, Einstein: los límites de la ciencia y la defensa del Espíritu

Alex Cosma

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Schrödinger, Planck, Einstein: los límites de la ciencia y la defensa del Espíritu

En 1932, Max Planck, desarrollador de la mecánica cuántica y obsequiado con el Nobel de Física en 1918, lanza una pregunta hoy día apenas recordada, ¿A dónde va la ciencia?, pregunta que funciona de título de un pequeño ensayo, prologado por su colega, Albert Einstein. Esta pregunta, junto con el contenido de la pequeña obra, han sido del todo sepultados por el propio trabajo profesional de ambos dos monstruos de la física. Los derivados prácticos de la mecánica cuántica, además de toda la contribución de Einstein, han hecho olvidar, por pura asfixia, las reflexiones que, en este caso Planck, publicó años después de la validación científica de su teoría. Es sintomático del lamentable estado de cosas alrededor de la ciencia que los padres de la ciencia moderna sean sólo reconocidos por sus creaciones utilitarias y no por las reflexiones sobre sus propias creaciones. Pero mayor asombro produce recorrer el ensayo de Planck para encontrar un texto de filosofía jovenlandesal, un rechazo de todo fundamentalismo científico, y la afirmación postrera de la existencia del Espíritu, cuya síntesis resume muy bien el propio Planck: “la ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza”.

Los límites de la ciencia han sido no sólo propugnados sino consignados por sus padres modernos. La resolución de Planck es clara: la ciencia no puede ni debe explicar la totalidad del mundo. El reduccionismo científico es atajado por él con vehemencia de manera sublime, en pos de una concepción integral de la vida: “la ley de causalidad es el principio orientador de la ciencia, pero el Imperativo Categórico -es decir, el dictado del deber- es el principio orientador de la vida. […] Aquí, la inteligencia debe ceder el puesto al carácter y el conocimiento científico a la fe religiosa”. Pudiera parecer que el envite de Planck sólo se dirige contra la miopía cientifista, el burdo materialismo científico, y acepta los excesos de la religión cuando ésta compite con la ciencia por ofrecer un mismo tipo de visión omniexplicativa de la realidad. Pero ambos dos reduccionismos son atajados por Planck: “somos libres para construirnos a nuestro gusto un trasfondo prodigioso en el misterioso reino del propio ser interior, aunque al mismo tiempo podamos ser los científicos más estrictos del mundo”. La enseñanza es lapidaria: cuando cualquier teología religiosa intenta explicar la realidad objetiva del mundo, o cuando cualquier propuesta científica intenta explicar la subjetividad del individuo, el conocimiento naufraga. La “fe religiosa” a la que se refiere Planck no alude, pues, a una teología concreta, absoluta, como la ortodoxia cristiana, contenedora de valores no materiales pero también de explicaciones causales (Dios creó el mundo en siete días). Esa libertad interior apunta directamente hacia lo que el propio Einstein denominó “el sentimiento cósmico religioso”.

La conciencia mística
El propio Einstein había publicado en 1930 otro breve texto, compilado después en su libro Mis Creencias, relegado por las mismas razones al olvido, donde se desmarcaba también de las teologías que proponen un “dios antropomórfico” y “unos principios basados en el miedo”. Para él, la experiencia religiosa que trasciende los catecismos ortodoxos se expresa como “sentimiento cósmico religioso”. Desde ese lugar, “el individuo siente la futilidad de los deseos y aspiraciones humanas, y percibe al mismo tiempo el orden sublime y maravilloso que se pone de manifiesto tanto en la naturaleza como en el pensamiento”. Prosigue, de manera sobrecogedora: “una persona iluminada […] es alguien que se ha liberado de los grilletes de sus propios deseos egoístas y alienta pensamientos, sentimientos y deseos de carácter suprapersonal […] No tiene la menor duda de la significación y carácter elevadísimo de esos contenidos […] y que no pueden ni necesitan ser fundamentales de modo racional”. Einstein invoca la trascendencia, la superación del ego, como fuente de experiencia religiosa, y no el acatamiento de ésta u otra doctrina religiosa. Pero, volviendo a la ciencia, advierte de lo fundamental: la ciencia no puede penetrar en esa experiencia mística; la razón y la observación empírica no operan en el reino del Espíritu. El Nobel de Física valida la ciencia: el mejor apoyo que puede encontrar cualquier convicción proviene de la experiencia, fundamento del método científico. Pero cuando la ortodoxia científica reduce toda experiencia a “experiencia sensorial”, Einstein habla de “experiencia religiosa”; con plena consciencia utiliza la palabra experiencia, y así refiere no sólo a otro reino de la experiencia humana, “la experiencia cósmica”, sino que además supedita todo el quehacer científico a esta máxima del Espíritu, para así “hacer depender la ciencia de actitudes religiosas”. Einstein no quiere supeditar la ciencia a la teología religiosa, enfrentar el Big Bang a la Génesis cristiana: “los profesores de religión deberían ser capaces de renunciar a la doctrina de un Dios personal”. Einstein, considerado por muchos el físico más importante del mundo occidental, delimita la ciencia a la “conceptualización” del mundo sensorial pero eleva la experiencia espiritual como reino de conocimiento no sólo válido, sino superior.

Schrödinger y la reafirmación del Espíritu
En 1933 Schrödinger recibe el Nobel de Física y en 1935 publica Science and the Human Temperament, donde ya sentencia, junto con Einstein y Planck: el intento de la física por adentrarse en dominios que no le son propios es “siniestro”. En La Naturaleza y los griegos, Schrödinger hará extensivo ese anti-reduccionismo a la ciencia entera: “el campo religioso está mucho más allá de cuanto puede quedar al alcance de la explicación científica”. Por supuesto, Schrödinger abraza la misma concepción inclusiva, no dogmática, fundada en la experiencia y trascendental de “lo religioso” que hiciera Einstein: “cuando tenemos experiencia de Dios, sabemos que es algo tan real como una percepción sensible inmediata”. Además, machaca de manera aún más certera al materialismo científico y su obsesión moderna por negar el Espíritu: “la imagen científica del mundo que me rodea es muy deficiente. […] Reduce toda experiencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre todos y cada uno de los aspectos que tienen que ver con el corazón, sobre todo lo que realmente nos importa”. La ciencia “nos induce a pensar e imaginar que todo el dispositivo de la realidad es semejante a una maquinaria mecánica de relojería que, hasta donde la ciencia alcanza a saber, podría seguir funcionando indiferentemente de igual forma, sin que existan en ella conciencia, voluntad, esfuerzo, dolor y placer, ni la responsabilidad conectada con todo ello.”

La aseveración mística de Schrödinger contra la extra-limitación científica, auténtico cáncer de su mundo y del nuestro, le lleva a enfrentarse al propio Darwin con una altura de miras encomiable: “resulta ridículo pensar que la aparición de la mente consciente fue un hecho contingente, asociado con un extraño mecanismo biológico muy peculiar”. La biología darwinista rebasa sus propios límites cuando deduce de la evolución de las formas fisiológicas la evolución de todas las demás dimensiones de la existencia, o lo que es peor, cuando induce a pensar que la única evolución que acontece es la evolución del sustrato material, la evolución biológica, porque cree que no existe nada más. Werner Heisenberg, premio Nobel de física en 1932, también carga contra el reduccionismo darwinista en Across the frontiers: no acepta el determinismo físico-químico de Darwin basado en leyes mecánicas de azar. Schrödinger se queja del fatal olvido de las dimensiones interiores del sujeto: “el olvido del autor [el significado, lo subjetivo] es la razón por la cuál la visión científica del mundo no contiene por sí mismos valores éticos o estéticos”. En otras de sus obras, apunta lo mismo: el modelo científico está desprovisto de significado, de valores ético-estéticos. En el método científico, el significado “no sólo está ausente, sino que resulta imposible integrarlo en él de un modo orgánico”. Para Schrödinger, el darwinismo no es que no contenga “el elemento humano fundamental”, sino que jamás puede contenerlo. Y esta ausencia orgánica de toda consideración espiritual es la que conduce al reduccionismo científico a hacer extensivas sus proposiciones a la totalidad de la existencia y, por tanto, a la negación tácita de lo no-material. Para Schrödinger, ¡premio Nobel de física!, la física o la biología deben renunciar a todo pronunciamiento sobre la realidad del mundo; deben limitarse a exponer la relación conceptual que existe entre los fenómenos observables con microscopio y entregar toda interpretación de ello a instancias “más elevadas del saber, donde el significado pueda existir”. Se posiciona con Heinrich Hertz, otro físico alemán que en Principios de la Mecánica aduce, a modo de introducción, que la ciencia natural no tiene la finalidad ni la capacidad de desvelar la “esencia íntima” de los fenómenos naturales, sino que debe sólo mostrar que tales fenómenos existen y tejer sus redes de relación: señalarlos como andamiaje de la realidad objetiva, pero no interpretarlos como fundamentos de la existencia, pues con ello toda la realidad quedaría reducida a la tiranía determinista del azar de leyes mecánicas naturales, donde no hay cabida para la existencia del individuo como subjetividad volente (Schopenhauer), capaz, auto-consciente, con sagacidad, creatividad; con subjetividad, con autodeterminación, con intención, intereses; con alma.

En la posmodernidad: relativismo y absolutismo
La cuestión fundamental radica en entender la validez del conocimiento científico dentro de sus propias limitaciones y la necesidad del científico de subrayar dichas limitaciones, tanto como la espiritualidad o la jovenlandesal (y toda experiencia subjetiva) precisan de reafirmar su dominio como experiencia, sin complejos, frente a la ciencia, cuando ésta niega la experiencia mística o todo lo intangible, pero también contra los catecismos religiosos que degradan dicha experiencia al acatamiento de distintas teologías. Cuando la espiritualidad se reduce a la aprehensión conceptual de ésta u otra doctrina religiosa, quedando suplantada así la experiencia propia del Espíritu, podemos hablar de fundamentalismo religioso, tanto como cuando este dogmatismo pretende, por ejemplo, explicar los fenómenos propiamente materiales sin atenerse al método científico. Pero en la ciencia, cuando no se basa en la experiencia sensorial (física, química) o en la experiencia conceptual (matemáticas, lógica; ser capaces de experimentar mentalmente, reproducir la lógica de los teoremas en nuestra mente); cuando se basa en elucubraciones infundadas, no verificables, o cuando de ella derive un conocimiento que pretenda explicar otras dimensiones de la existencia, podemos hablar de dogmatismo científico, de materialismo mutilador, de manera análoga a cuando la teología cristiana pretende sortear a la ciencia y explicar la creación del mundo en siete días.

Esta enseñanza, propia de una tradición tan extensa como la misma humanidad (el pensamiento clásico ya sentencia, con Cicerón en Sobre los deberes: “a las ocupaciones de la ciencia hay que anteponer los deberes de la justicia”), reformulada nada más y nada menos que por los renombres más importantes de la ciencia, debe ser recuperada en el presente. Su ausencia en la actualidad es evidente por todos los frentes. Por ejemplo, la constatación empírica de diferencias fisiológicas en los cerebros de hombres y mujeres no puede ser negada por la espiritualidad o por jovenlandesalidad alguna. Ahora bien, de ninguna de las maneras la biología o la neurociencia pueden deducir de dicha diferencia fisiológica una diferencia conductual, psicológica, jovenlandesal o espiritual, y éste es el grave problema del presente, pues ante la irredimible deriva relativizante posmoderna, donde todo se entiende como una construcción cultural, como pura ideología, la ciencia, en legítima defensa, se desborda también como totalizante, llegando a negar la mayor de la posmodernidad con otro fundamentalismo ilegítimo: hombres y mujeres somos diferentes, tenemos comportamientos diferentes según nuestra biología, según la apariencia de nuestro cerebro, según tal o cuál hormona, según nuestro material genético. Ésta afirmación, extendida desde lo fisiológico a la integridad humana (que comprende nuestro sistema químico y nervioso pero también nuestra dimensión emocional, nuestra conciencia, nuestra aptitud, nuestra voluntad, nuestra subjetividad, …) es aberrante, además de indemostrable por el propio método científico. Las diferencias orgánicas entre seres humanos no pueden ser reducidas a observaciones sensoriales, empíricas. Ante el relativismo anulador, que aduce que el empirismo es ideología, la ciencia debe reafirmarse como ámbito absoluto de conocimiento en lo relativo de su campo de estudio: ninguna ideología puede estudiar el cerebro con la capacidad de contraste y verificación que contiene el método científico, y si lo hace propondrá verdades dogmáticas, no verificables, sobre aquél. Pero lo que termina haciendo la ciencia es reafirmarse, sin más, como autoridad epistemológica omni-abarcante; intenta desplazar toda ideología y, con ellas, todo otro ámbito de conocimiento, hasta llegar a reducir al ser humano a una realidad cuantificable, medible, contrastable, a un autómata sin valores subjetivos: el Hombre uni-dimensional de Marcuse.

Arthur Eddington, astrofísico también aupado a esta visión contemplativa, tiene un pasaje memorable acerca de la exploración empírica del cerebro: “el físico echa mano de sus instrumentos y comienza a hacer exploraciones de modo sistemático. Todo lo que descubre [en el cerebro] es una colección de átomos y electrones y campos de fuerza dispuestos en el espacio y en el tiempo, de un modo aparentemente semejante al que se encuentra en los objetos inorgánicos. Puede intentar rastrear otras características físicas, como la energía, la temperatura, la entropía. Ninguna de éstas es idéntica al pensamiento. Podría llegar a la conclusión […] de que el pensamiento es una ilusión. Ahora bien, si cae en la locura de llamar ilusión al aspecto más indudable de nuestra experiencia humana, tiene que enfrentarse inmediatamente a esta tremenda pregunta: ¿cómo puede convertirse esa colección de átomos ordinarios en una máquina pensante?”. El físico jamás encontrará el pensamiento en el cerebro. De la misma forma, la neurociencia puede identificar diferencias objetivas en las estructuras fisiológicas humanas, pero el salto realizado de esa pura constatación a cualquier interpretación no fisiológica y totalizante es lo que sacrifica el compromiso con el método científico y lo que convierte tal aseveración en un reduccionismo atroz. En todo caso, la neurociencia puede apuntar a la relación que existe entre el cerebro y el comportamiento, como un ingrediente más, y nunca como un determinismo decisivo y excluyente, ni siquiera más significativo, que expulse del estudio integral de la conducta, por ejemplo, al ethos cultural, al crecimiento espiritual de la persona, a su concepción jovenlandesal, a las estructuras sociales de su entorno, etc. De la misma forma, el físico encuentra los átomos del cerebro, sin los cuáles no podríamos reflexionar, pero de cuya mera existencia no se desprende la totalidad del pensamiento; no en vano, es incapaz de hallarlo empiricamente. La neurociencia jamás encontrará la conducta en el cerebro.

James Jeans, matemático, físico y astrónomo apunta, de manera visionaria y poética sobre esa manía explicativa de la ciencia, en El misterioso universo: “dificilmente podemos pretender que la ciencia actual tenga que pronunciarse en algún sentido, pues tal vez, más bien, tendría que renunciar absolutamente a hacer pronunciamientos de ningún tipo: el río del conocimiento se ha vuelto sobre sí mismo demasiadas veces”. No en vano, Planck había comenzado así su contribución en ¿A dónde va la ciencia?: “el hecho es que existe un punto, un único punto en el mundo inconmensurable de la mente y la materia, donde la ciencia y por tanto todos los métodos causalistas de investigación resultan inaplicables, por motivos no solamente prácticos, sino también lógicos, y seguirán resultándolo en lo sucesivo. Este punto es el yo individual. […] La ciencia nos acompaña, pues, hasta el umbral del ego, y ahí nos deja abandonados a nosotros mismos.”
 
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