El trabajo es la esclavitud 2.0

MacGuyver

Madmaxista
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Si el trabajo dignifica, que trabajen los indignos…

Al trabajo asalariado me referiero. Son tiempos raros en los que tienen un trabajo precario deben agradecerlo y quienes no lo tienen rezan cada día para encontrarlo. Y en esta locura, por muy raro que les parezca a las “gentes de bien” el trabajo asalariado y por añadidura las migajas de las prestaciones por desempleo son un gran engaño que hay que desenmascarar.

Os comparto un par de textos que revisan la idea que tenemos del trabajo, pues parece ser que los ideólogos enemigos de la humanidad y padres de la economía moderna y de la revolución industrial hicieron un sencillo cambio. Sustituyeron en un abrir y cerrar de ojos la palabra “esclavo” por la palabra “trabajador” suavizando las formas, y todo por el interés económico de los amos-empresarios, y por supuesto, por el interés orate de la élite.

El primer texto hace una crítica real y voraz del trabajo (“instrumento de tortura”) definiendo a los trabajadores asalariados como “esclavos que ni siquiera saben que lo son y que ansían trabajar más y más, incluso gratis, porque el trabajo se ha convertido en el gran valor social”.

Esclavitud y trabajo asalariado

El sistema productivo no es una estructuración estática. A lo largo de la historia de la humanidad ha tenido muy distintas concepciones, condicionadas por los sectores productivos predominantes en cada momento, la estructura de la sociedad y la concepción del poder de la clase dominante.

La esclavitud ha sido, durante siglos, un mecanismo de generación de riqueza que, en manos de los poderosos, ha llenado sus arcas. Para mantener el sistema se ha recurrido a muy distintas justificaciones. Si en la época antigua era habitual considerar al enemigo lo suficientemente deshumanizado como para convertir en esclavos a los prisioneros de guerra, o incluso realizar expediciones en territorio del adversario con el único motivo de conseguir prisioneros que esclavizar (lo que hoy llamaríamos “guerras preventivas”), la imposibilidad de atender las deudas contraídas fue una justificación para convertir en esclavos a personas libres del propio seno de la sociedad, primero, y en objeto de “servidumbre por deudas” posteriormente, situación esta que aun hoy pervive en muchas partes del mundo.

Pero en tiempos más recientes, fue la diferenciación externa la base para mantener la esclavitud, y como quienes más diferentes, externamente, resultaban eran los neցros, a ellos les tocó, mayoritariamente, esta cruel lotería.

Eran los candidatos ideales. No habían formado parte del desarrollo social y cultural de la sociedad técnica y económicamente dominante que era Europa y sus colonias, presentaban una diferenciación física evidente (tonalidad de piel, rasgos) que permitían una clara y rápida identificación. Una sociedad pagada de si misma, que consideraba su propia cultura muy por encima de las demás y una clara prueba de su superioridad racial, encontraba más fácil la aplicación de las teorías de la esclavitud al hacerlo sobre un colectivo sobre el que se podía argumentar la existencia de una diferenciación cualitativa. La situación anterior, donde la persona integrada en la propia sociedad podía pasar de la situación de libre a esclava generaba un alto grado de inseguridad.

Y por otra parte el proceso, primero, de la consolidación del Imperio Romano y, por tanto, la consiguiente reducción del aporte de prisioneros de guerra, que constituían la fuente principal de esclavos, y en segundo lugar el proceso de feudalización a que dará lugar la posterior desaparición del mencionado imperio, dará lugar a la sustitución de la esclavitud por la servidumbre, que aun conservando características propias de la esclavitud, tiene también diferencias.
Por contra, al establecer previamente grados de humanidad (la sociedad dominante es cien por cien humana, los candidatos a esclavos están en un escalón intermedio entre humanos y animales) da seguridad y permite aplicar una cierta “lógica” e incluso “justificación” (Se ha llegado a afirmar que la esclavitud salvaba a los esclavos de si mismos al proporcionarles acceso –restringido, muy restringido, eso sí- a los avances de la sociedad europea cristiana). Quien es esclavo, lo es porque este es su papel en este mundo.

¿Qué cambió para que se cuestionara la esclavitud? ¿Fue consecuencia de una evolución de mentalidad o hubo algo más?

Voces críticas con la esclavitud siempre han existido, pero ello no ha sido óbice para que el sistema productivo, que tenía un importante motor en ella, las ignorara sistemáticamente. Así pues no cabe pensar que este pueda ser el único motivo.

¿Cuanto costaba un esclavo en la antigua Roma? Es una pregunta compleja, especialmente porque la estructura de los valores aceptados por la sociedad ha cambiado mucho de una época a otra. Para hacer la valoración de la equivalencia entre las monedas de distintas épocas, se recurre a comparar productos más o menos equivalentes, como pueda ser el pan, el vino o el jornal diario. Es evidente que estas reglas de comparación adolecen de claras limitaciones. Un ejemplo, el peso del pan, como elemento de valor, en la sociedad ha variado mucho. Así en una sociedad como la romana, el pan tenía una importancia en la alimentación de la que hoy carece, y por consiguiente su valor económico era mayor. Pero no solo el pan. La propia alimentación en su conjunto representaba la mayor parte de los recursos de las personas, frente al 20% dedicado por la sociedad occidental actual. Algo similar ocurría con el vestido que resultaba terriblemente caro. No olvidemos la carencia de medios tecnológicos para su fabricación, por lo que los costes eran enormes. Si optamos por valorar un tipo de cambio en función de los precios de objetos comunes, no podemos esperar otra cosa que este sea irreal.

Por ello he optado por una vía alternativa, buscar la equivalencia entre los salarios básicos. Es decir entre nuestro salario base interprofesional y lo percibido por un peón o cualquier otra actividad laboral básica.

Nuevamente hay que hacer matizaciones. La antigua Roma abarca un periodo de, aproximadamente, 1200 años, desde su fundación (753 a C., según la tradición) hasta su desaparición (476 d C., sin contar el Imperio Bizantino). Es evidente que la economía de la antigua Roma se vio afectada por diversas crisis, como se ve la nuestra. Que tuvo que soportar periodos de inflación, como nosotros, y vivió épocas de auge. Así que, sea cual sea el dato que escojamos para comparar, será una visión totalmente parcial y susceptible de ser discutida en base a otros datos. Pero de algo hay que partir. No solo lo anterior resulta altamente condicionante. Los datos para la segunda parte de la ecuación los obtengo de nuestro entorno directo, la sociedad española. Pero claro, el salario básico español no es el mismo que el de Francia, Alemania, que son más altos, o los de cualquier país hispanoamericano, que son más bajos. Variando la referencia, nos varía automáticamente el resultado. Tómese pues este dato con todas las salvedades necesarias y entendiéndolo como simplemente indicativo.

Consultando distintas fuentes obtengo la siguiente información. Según un contrato de trabajo del año 164, se establece un salario de 2 sestercios y un as diarios (más manutención y alojamiento). Si multiplicamos dicho salario por 365 días nos da un importe de 876 sestercios, o lo que es lo mismo 219 denarios. Sin embargo hay que tener en cuenta que en la antigua Roma eran más los festivos que los laborables, siendo los primeros unos 200. Ello reduciría el total a 396 sestercios, o, alternativamente, 99 denarios.

Estas cantidades se corresponden con otras fuentes que cifran los siguientes importes referidos a actividades concretas: Secretario 180 denarios, profesor 144 denarios, mensajero 108 denarios. En base a ello podemos dar por válida la cifra de unos 100 denarios/año como el equivalente a nuestro salario base interprofesional, es decir 8862 euros (633 euros por 14 pagas).

¿Y cuanto valía un esclavo? Nuevamente las referencias son varias. Especialmente porque lo que estaban dispuestos a pagar los futuros propietarios del mismo variaba bastante en función de si se trataba de un esclavo que tuviera alguna habilidad especial o no, y en especial si se trataba de una esclava, donde el componente sensual tenía un considerable peso. Recordemos que era una sociedad eminentemente patriarcal, con todo lo que ello supone. Así, el mínimo podemos establecerlo en unos 500 denarios (en referencias al tema, del siglo II, encontradas en Inglaterra, se cifra la operación de una venta de dos esclavos en 5.048 sestercios (631 denarios cada uno). No obstante si se hubiera tratado de una mujer, el precio habría podido llegar a situarse en una horquilla de 2.000 a 6.000 denarios.

Si trasladamos esas cifras a euros, de acuerdo con la escala previamente establecida, las cantidades resultantes se sitúan en un mínimo de 44.000 euros y una horquilla máxima de 177.000 – 531.000 euros

Pero si nos trasladamos en el tiempo y analizamos los datos correspondientes a los últimos años de la esclavitud en Estados Unidos, podemos observar como los criterios han cambiado y lo más valorado es un hombre de entre 25 y 30 años, lo que induce a pensar que ello obedece a que la obtención de la mano de obra esclava no es tan fácil como en la antigua roma y el interés por ella es más económico.

Para la valoración de los costes, podemos partir de dos criterios. O bien seguimos el ya usado anteriormente, o buscamos la equivalencia económico del dólar de 1850 con el actual.

En el primer caso, encontramos estudios que sitúan los salarios de la época en un abanico de que sitúa el salario entre los 10 y 20 dólares/mes, por lo que tomando el valor medio obtendríamos un importe de 180 dólares anuales.
Por otra parte, tampoco es claro el importe de la compraventa de esclavos pues sus cifras varían según las fuentes, en un abanico que va desde los 800 dólares a los 1500.

Si aplicamos sobre estos datos los criterios ya antes usados, la actualización del valor de compraventa se movería en el rango de 40.000 a 74.000 euros

¿Y si actualizamos el valor del dólar? Según las fuentes consultadas y admitiendo la enorme dificultad de establecer un cálculo fiable para el proceso de inflación en un periodo tan largo (solo puede entenderse como una tosca aproximación), un dólar de 1850 representa 0,036 dólares actuales, lo que nos lleva a la siguiente valoración, una horquilla de, aproximadamente, 22.000 a 42.000 dólares actuales, 16.500 euros a 31.600.

No debe extrañar la discrepancia pues, como ya se ha apuntado anteriormente, estas cifras deben ser tomadas con muchas precauciones dadas las enormes incertidumbres de las que partimos. De hecho hay autores (economistas) que dan cifras actualizadas mucho mayores para el precio de un esclavo, ya que introducen factores de valoración que tienen en cuenta el peso de los productos en la economía (por ejemplo, el hecho que del salario, más del 50% fuera dedicado necesariamente a la alimentación cuando hoy apenas representa el 20%).

Debemos tener en cuenta también los costes de mantenimiento. Según estudios referidos al periodo ingles de 1680 a 1700, los costes se cifraban en 8 peniques por día. Si procedemos a transformar esta cantidad en dólares anuales de 1850, la suma resultante es de 94,68 dólares, cantidad que es coherente con lo antes mencionado (50% del salario dedicado a la alimentación).

A la vista de los datos, puede parecer un buen negocio la esclavitud. Si el salario de un trabajador libre lo situamos en 180 dólares anuales y tenemos en cuenta que la esperanza de vida activa se situaba en 20 años, la comparativa nos da los siguientes resultados:

Trabajador libre 180 dólares x 20 años = 3.600 dólares
Esclavo 800 dólares + 94,68 dólares x 20 años = 2.693,60 dólares
Esclavo 1.500 dólares + 94,68 dólares x 20 años = 3.393,60 dólares

Sin embargo a esto ha que añadir algo más. La esperanza de vida no activa se situaba en 5 años y los niños empezaban a trabajar a partir de los 7 u 8 años (evidentemente con una productividad muy inferior a la esperada de un adulto. Si bien la reproducción del esclavo era un beneficio, implicaba unos costes añadidos. Si añadimos los costes de los periodos de inactividad más los añadidos por la reproducción, las cifras quedan de la siguiente manera.

Esclavo 800 $ + 94,68 $ x 20 años + 94,68 $ x 5 años + 94,68 $ x 7 años = 3.829,76 $
Esclavo 1.500 $ + 94,68 $ x 20 años + 94,68 $ x 5 años + 94,68 $ x 7 años = 4.529,76 $

Con ello la rentabilidad de tener esclavos desaparece.

A ello hay que añadir los periodos de enfermedad y el hecho de que el trabajador libre era contratado para el trabajo concreto. De hecho en buena parte de las fuentes se cifran los salarios por día de contratación, claro indicativo de inestabilidad laboral. Por el contrario el esclavo debe ser alimentado tanto si realiza trabajo como si no.
Hay otro factor quizás aun más importante. La esclavitud es propia de formas productivas agrarias, es decir, fue la base de la producción económica cuando esta tenía su fundamento principal en el sector primario. Y cuando no era reconocida como esclavitud, adoptaba la forma de servidumbre (siervos de la gleba), por la que el siervo estaba unido a la tierra que cultivaba y dependía directamente del noble que detentaba todo el poder.


Pero la revolución industrial lo cambió todo. El peso de la economía bascula hacia el sector naciente industrial y las necesidades productivas son otras. Entre ellas, y no la menor, la necesidad de la existencia del consumidor. Por definición, el esclavo no puede ser un consumidor. Así pues el nuevo capitalismo industrial se ve favorecido por la abolición, que creara nueva mano de obra libre y consumidores para los productos fabricados por la industria. No debe extrañar pues que el Norte de los EUA, industrial, defendiera la abolición frente al Sur, agrario y partidario de la esclavitud.

No es, por tanto la historia de la abolición, la manifestación de una inquietud humanista ni mucho menos. Tras los ropajes de buenas intenciones, se esconde la nueva visión económica. Y por ese mismo motivo la esclavitud, sin su nombre y sin las leyes claramente opresoras y denigrantes que la configuraban, sigue existiendo a través de las relaciones laborales que fomentan la sobreexplotación, el parasitismo empresarial y las cada vez mayores bolsas de pobreza y marginación.

El segundo texto es un estudio interesante del coste económico del mantemiento de un esclavo comparado con el coste que supone un trabajador asalariado. ¿Adivinais que opción le cuesta menos al empresario?

La esclavitud industrial

En su origen la palabra española «trabajo» remite a un instrumento de tortura, el tripalium. Y en alemán y ruso la etimología para «trabajo» (arbeit, rabot), de origen indoeuropeo, pertenece a la misma raíz que da lugar a la palabra «robot», que significa «esclavo». Si seguimos buscando en otras lenguas encontramos ejemplos parecidos que, como mínimo, nos dejan claro que el trabajo nunca fue plato de gusto.

Al menos ciertos trabajos: griegos y romanos distinguían entre «labor» y «trabajo» y usaban diferentes palabras para referirse a cada cosa. La labor era la tarea del hombre libre: la política, el debate filosófico, la caza, la guerra… Lo demás, la actividad productiva cotidiana, era casi todo cosa de esclavos. Una idea que, con o sin distinta terminología, se ha dado en todas las civilizaciones de la Historia hasta fechas bien recientes. En la Edad Media, el Renacimiento y en realidad hasta el advenimiento de la doctrina capitalista liberal, el trabajo manual no sólo era cosa de siervos o castas inferiores: es que estaba mal considerado. Ser artesano, maestro, agricultor o lo que fuere se consideraba una mancha en el currículum social del individuo. En la literatura española del Siglo de Oro se hace alarde de la vagancia del hidalgo, que no da un palo al agua en su vida y presume de ello, dejando por rústico y poca cosa al que se gana el pan con el sudor de su frente.

Esta mentalidad se mantuvo durante siglos, hasta que el auge de las naciones protestantes y el triunfo de la burguesía establecieron una nueva mitología en torno al trabajo como indicador de éxito, garante de la Gracia Divina y signo de salvación. Poco a poco, y no sin resistencias, esta filosofía ha ido extendiéndose por toda la Tierra y en la actualidad incluso naciones tenidas por perezosas, como la española, enarbolan la bandera del trabajo como virtud máxima del ciudadano.

Sin duda el ser humano disfruta manteniéndose ocupado y quizá sea excesivo considerar, como hacían los antiguos, que el trabajo sea una mancha. No obstante, cabe preguntarse también si el desplazamiento hacia el lado contrario del péndulo es tan bueno como nos dicen: ¿hasta qué punto el trabajo es una bendición tan fantástica como nos quieren hacer creer?

Ante todo hay que tener en cuenta que la historia del trabajo que nos venden los grandes medios de desinformación es falsa: el esclavo antiguo no era libre, pero su vida no era necesariamente tan horrible como nos pintan en las películas. De hecho, la mayor parte de los esclavos antiguos llevaba una vida que, desde nuestra perspectiva, nos parecería bastante normal, incluso más que aceptable. El cine y la literatura contemporáneos nos ha mostrado una imagen de la esclavitud antigua por completo siniestra, pero eso es porque Hollywood, el gran generador de propaganda del capitalismo, deforma la historia para hacernos creer, deliberadamente o no (quizá sea sólo porque la maldad resulta más efectiva en pantalla), que todos los pueblos han tratado a los esclavos tan mal como lo hacían los puritanos estadounidenses y los civilizados europeos que, durante el siglo XIX, extendieron su perversos concepción de las cosas por todo el planeta.

Que la esclavitud, a la antigua o a la moderna, es detestable, no hay quien lo niegue. Sin embargo, cabe preguntarse si las cosas han mejorado para el trabajador actual. El fin de la esclavitud no vino, pese a lo que se suele creer, por el resultado de la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. Este episodio local sirvió ante todo para liquidar la lucha entre dos concepciones económicas muy diferentes con la victoria del capitalismo industrial tal y como lo conocemos. Se culminaba de este modo, durante la segunda mitad del siglo XIX, un proceso que había empezado mucho antes, a principios de ese mismo siglo, con las primeras leyes británicas contra la trata y crianza de esclavos.

Curiosamente los británicos habían sido los mayores negreros y los que más beneficio habían sacado de la trata. ¿Por qué este interés más o menos repentino en acabar con un negocio tan boyante? Porque la industrialización, que comenzó en Inglaterra partiendo de los inmensos beneficios obtenidos precisamente del trabajo servil y de la venta de esclavos, puso de manifiesto una serie de realidades por completo nuevas en el universo del trabajo y el comercio.

La principal y más importante, la constatación, hecha en las fábricas del Reino Unido, de que un obrero asalariado trabaja mejor, es más fiable y sale más barato que un esclavo. Por otra parte, la firme determinación británica de acabar con la competencia «desleal» que para su comercio en expansión representaba el trabajo esclavo en otras naciones. Había que convencer al mundo de las bondades de la economía capitalista, con su mercado de trabajadores libres. Libres, aunque explotados más allá de toda medida, como nunca jamás lo había sido esclavo alguno.

A lo largo del siglo XIX se va estableciendo el cambio necesario de mentalidad para adaptar la producción, la economía y toda la sociedad a estas nuevas reglas del juego que perduran hasta hoy. El concepto de trabajo fue elevado a la categoría de virtud y al mismo tiempo se acababa con la lacra de la esclavitud que, por supuesto, tenía sus detractores entonces, como los había tenido en todas las épocas. Ciertas interpretaciones del socialismo también contribuyeron a este proceso, con su mitología del trabajador como héroe de la sociedad. Así se fueron poniendo los cimientos del mundo contemporáneo.

El proceso fue rápido y en cierto sentido fácil pero, por supuesto, no dejó de haber resistencias. Los propietarios de esclavos, por ejemplo, no vieron con buenos ojos esta nueva filosofía social, e incluso en España llegó a haber un partido negrero. Además, los nuevos trabajadores (los proletarios) serían libres, pero en realidad vivían bajo un régimen de explotación inhumano y, por si fuera poco, su extrema pobreza los mantenía atados a las fábricas y talleres con más solidez que las viejas cadenas. El sufrimiento del trabajador durante la Revolución Industrial constituye la base del movimiento obrero, una forma organizada y persistente de resistencia que, curiosamente, no había estallado (salvo casos esporádicos como el protagonizado por Espartaco) en los largos siglos de la esclavitud.

El proceso siguió adelante durante los siglos XIX y XX, en parte porque no carecía de fundamentos jovenlandesales: la esclavitud era insostenible no sólo económicamente, sino desde el punto de vista social y humano. Por otro lado, el cambio de régimen de la masa trabajadora vino acompañado de ciertas «mejoras» que en parte fueron resultado de la propia lucha social, pero también aportación interesada de los grandes capitalistas.

La educación obligatoria, la sanidad universal, el servicio militar no clasista, los impuestos progresivos, los transportes públicos, la policía civil… Toda la batería de derechos y servicios públicos que fueron conformando, con gran lentitud y esfuerzo, el denominado Estado del Bienestar, tenían y tienen no obstante un lado oscuro: formar una masa trabajadora no ya eficiente, sino troquelada desde la cuna para ser piezas sanas, controladas y productivas de la gran cadena de montaje en que se fue convirtiendo toda la sociedad.

Una sociedad concebida como máquina, en la que cada ser humano no es más que un elemento intercambiable, prescindible, con una vida útil y un precio calculados de antemano. Este es el gran resultado del capitalismo: la deshumanización de Todo. No es extraño que sea el mundo capitalista, el abanderado de la democracia y los derechos humanos, el que haya engendrado las peores dictaduras y acometido las guerras más salvajes de toda la historia. Pero incluso después de estos procesos que sacudieron el siglo XX y pusieron a nuestra especie al borde la extinción, el proceso no ha parado.

A pesar de las proclamas de la I Internacional a favor de la emancipación del obrero, de su lucha por liberarse de las cadenas del trabajo, y de las brillantes argumentaciones acerca del carácter alienante del trabajo asalariado por parte de conocidos autores como Proudhon, Marx o Paul Lafargue, tras la defección de la socialdemocracia y la victoria de la revolución bolchevique casi nadie mantuvo la propuesta inicial del socialismo, es decir, la definitiva liberación del ser humano: la del trabajo. Por el contrario, a lo largo del siglo XX y también en lo que llevamos del XXI persiste la maligna idolatría de ese concepto y es llevada a extremos tan delirantes que hoy incluso los ricos trabajan, lo cual es el colmo de la estupidez. Una masa de trabajo inagotable, absorbente y alienante con el único objetivo de mantener la máquina en funcionamiento, sin una finalidad clara y sin un progreso definido (más allá de las invenciones técnicas). El resultado: una humanidad cada vez más desquiciada.

Hoy, en el apogeo de la tecnología, proponer el fin de la civilización del trabajo para sustituirla por una cultura del ocio y la creación, mucho más humana y productiva, sigue siendo cosa rara y hasta mal vista. Por el contrario, se han acentuado todos los vicios del capitalismo hasta extremos de locura. Si la educación pública tuvo en sus orígenes una intención humanista, hoy, con o sin planes Bolonia, no se intenta siquiera disimular que el fin determinante del sistema educativo no es otro que disciplinar a los hijos de los trabajadores y generar «profesionales» entre los vástagos de las clases acomodadas, como corresponde a una sociedad cada vez más desigual y clasista. Del mismo modo, la sanidad parece orientada más como un taller de reparaciones que como un sistema que garantice la salud del común. El transporte público fomenta la expansión urbana y aleja a las personas más que acercarlas. La policía, que históricamente surgió como parte de la protección del procomún y el ordenamiento administrativo de la res pública, bajo el concepto de protección al ciudadano, ya no disimula su función pretoriana y represora en favor de los más ricos y de la propiedad privada. Y así la deseada sociedad global se ha transformado en una pesadilla obsesiva de control, producción y consumo.

En los últimos años el fenómeno del desclasamiento en las sociedades desarrolladas ha fomentado esta situación. La clase trabajadora, que constituye la mayoría de la humanidad, creyó ser clase media y adoptó los vicios simples de esta casta grisácea que sólo destaca, como su nombre indica, por la más completa mediocridad. El esclavo o el obrero tenían al menos la esperanza en la revolución y el orgullo del luchador, pero el homo urbano contemporáneo sólo aspira a consumir más y más y no tiene otra bandera que el dinero. Dinero del que nunca dispondrá en cantidad suficiente, pero al cual adora —y en esto todas las clases comparten la fe— como al único dios verdadero.

El servum romano y medieval, el trabajador antiguo, fuera o no esclavo, no siempre estaba encadenado, no vivía sujeto a horarios rígidos, y su calendario laboral estaba repleto de fiestas y días de asueto. El trabajador actual no conoce el descanso. Su mal pagada jornada se prolonga lo indecible en horas extraordinarias que regala al patrón a cambio del privilegio de poder trabajar. Y en sus ratos libres se somete a una rutina agotadora de ocio-consumo que le ata aún más, vía deuda, a esas cadenas invisibles que la mayoría no lograrán quitarse en toda la vida. Charlie Chaplin yalo reflejó magistralmente en la película Tiempos modernos: el trabajador de la sociedad industrial es el esclavo más esclavo de todas las eras, pues ya ni siquiera se le considera humano. No es más que un engranaje y, como tal, cambiable, prescindible.

La esclavitud industrial es el gran regalo cotidiano que nos hace a todos el capitalismo. Bajo el esplendor de una sociedad tecnificada, llena de luz y de conceptos hermosos, se esconde (pero no demasiado) el peor momento de toda la historia (de por sí triste) de la civilización. El miedo lo domina todo. Miedo al Estado y a sus fuerzas represivas, miedo al paro, a la miseria (o al no-consumo), a la delincuencia, a las enfermedades, al clima…

La etimología de tripalium quizá sea falsa, pero la sociedad idólatra del trabajo ha convertido la vida del ser urbano en un tormento peor y más duradero que el de Sísifo: ansiedad, obsesiones, angustia producida por una precariedad eterna que frena a todos el acceso al falso paraíso del consumo. Y ahora el amo ni siquiera está obligado a dar cobijo y comida al esclavo. En los viejos tiempos los amos más poco apreciables hacían horro (libre) al esclavo viejo. De aquí viene el término «ahorrar», pues de este modo, cuando el siervo ya no podía trabajar más, los amos se evitaban pagar la manutención y cobijo del que les había servido.

El amo actual es mucho más perversos que aquellos canallas, pues al tiempo que acumula riquezas más allá de toda capacidad de gasto, el rico contemporáneo, el «triunfador», «ahorra» continuamente de sus nuevos esclavos. Esclavos que ni siquiera saben que lo son y que ansían trabajar más y más, incluso gratis, porque el trabajo se ha convertido en el gran valor social.

Una sociedad sana debería aspirar a la abolición del trabajo, como se sugirió por última vez durante el Mayo del 68. Para eso inventamos máquinas: para trabajar lo menos posible. Pero lo cierto es que nunca ha habido tantos trabajadores, ni trabajando tanto, como ahora. ¿Qué es lo que falla? Pues por abajo el miedo de los pobres a ser más pobres aún. Y por arriba, el miedo de los poderosos a una sociedad liberada de la mayor de las prisiones: el propio trabajo.

Una humanidad libre de esta carga, dedicado cada cual a su «labor», a una actividad creativa y satisfactoria, sería también una sociedad equilibrada, formada por personas pensantes y reflexivas. Y en un ambiente así el rico, insolidario y avaricioso, no tiene cabida. Por eso se procura mantener a la gente cada vez más ocupada, bien en el tajo, bien en un ocio que muchas veces resulta más embrutecedor y cansino que el propio trabajo.

El trabajo no es una virtud, no ennoblece ni engrandece ni, utilizando el palabro de moda, «realiza». El trabajo, como se sabe, no es más que una maldición de Dios. Pero esto, en una sociedad que ha perdido todos los valores, tampoco tiene mayor importancia. En otras épocas, no tan lejanas, se reivindicó el valor del ocio, del tiempo libre, de un reparto de la riqueza que nos permitiera a todos trabajar menos y vivir más. Hoy nos batimos por conseguir un trabajo peor que el de un esclavo, que nos permita malvivir con las sobras de la sociedad de consumo.

Por la abolición del trabajo ASALARIADO. Por una vida en la que el trabajo sea un juego. No pararemos hasta conseguirlo.
 
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