Del libro de Jacques Soustelle -La vida cotidiana de los Aztecas - pongo un curioso protocolo que se seguía antes de iniciar una guerra:
"Las tres ciudades imperiales tenían sus propios embajadores, que desempeñaban sucesivamente su papel en la serie de gestiones con las cuales se buscaba obtener sin guerra la sumisión de la provincia en cuestión.
Primero los embajadores de Tenochtitlán, llamados Quauhquauhnochtzin" se presentaban ante las autoridades locales. Se dirigían sobre todo a los ancianos, haciéndoles ver las calamidades que se derivarían de una
guerra. ¿No sería más sencillo, les decían, que vuestro soberano admitiera
"la amistad y la protección del imperio"? Bastaba con que el señor diera su palabra de "nunca ser contrario al imperio, y dejar entrar y salir,
tratar y contratar a los mercaderes y gente de él".
Los embajadores solicitaban también del soberano que aceptara en su templo una imagen de Huitzilopochtli y la colocara en plan de igualdad con el supremo dios localy enviara a México un regalo en forma de oro, pedrería, plumas y mantas. Antes de retirarse, entregaban a sus interlocutores un cierto número de escudos y de macanas, "porque estuviesen apercibidos y no dijesen que los tomaban a traición". Entonces abandonaban la ciudad y acampaban en alguna parte del camino, dejándoles un término de veinte días (un mes indígena) para que tomaran su decisión.
Si una vez transcurrido el plazo fijado no había llegado aún una respuesta, o si la ciudad rehusaba aceptar la supremacía imperial, se presentaban los embajadores de Texcoco, los Achcacauhtzin. Éstos hacían una advertencia solemne al soberano del lugar y a sus dignatarios, "apercibiéndoles que dentro de otros veinte días que les daban de término se redujesen a paz y concordia con el imperio, con el apercibimiento que si se cumplía el tér-
mino y no se allanaban, que sería el señor castigado con pena de gloria,
conforme a las leyes que disponían hacerle pedazos la cabeza con una
porra, si no moría en batalla o cautivo en ella, para ser sacrificado a los
dioses; y los demás caballeros de su casa y corte asimismo serían castigados conforme a la voluntad de las tres cabezas del imperio: habiendo hecho este ofrecimiento al señor y a todos los nobles de su provincia, si dentro
de los veinte días se allanaba, quedaban los de su provincia obligados a dar un reconocimiento a las tres cabezas en cada un año, aunque moderado, y el señor perdonado con todos los nobles y admitido en la gracia y amistad de las tres cabezas; y si no quería, luego incontinenti le ungían estos embajadores el brazo derecho con cierto licor que llevaban, que era para esforzarle a que pudiese resistir la furia del ejército de las tres cabezas del imperio, y asimismo le ponían en la cabeza un penacho de plumería que
llamaban tecpittotl ("símbolo de nobleza") atado con una correa colorada, y le presentaban muchas rodelas, macanas y otros adherentes de guerra, y luego se juntaban con los otros primeros embajadores, aguardando a que
se cumpliese el término de los veinte días".
¿Había terminado este nuevo período de veinte días sin que la ciudad
"rebelde" se sometiera? Entonces se presentaba la tercera embajada, esta
vez enviada por el rey de Tlacopan, para hacer una postrera advertencia.
Estos embajadores se dirigían más particularmente a los guerreros de la ciudad, "que como tales personas habrían de recibir los golpes y trabajos de la guerra". Les fijaban un tercero y último plazo de veinte días, precisando
que, si persistían en su negativa, las armas imperiales devastarían su provincia, los prisioneros serían sometidos a la esclavitud y la ciudad reducida al estado de tributaria. Antes de retirarse, ofrecían a los oficiales y a los
militares escudos y macanas, y después iban a reunirse con las anteriores delegaciones.
Cuando había transcurrido el último término de veinte días, la ciudad y el imperio se encontraban ipso jacto en estado de guerra. Todavía se esperaba para iniciar las operaciones, cuando ello era posible, a que los adivinos hubieran indicado una fecha favorable, por ejemplo uno de los trece signos que comenzaban por ce itzcuintli, "uno perro", serie consagrada al
dios del fuego y del sol.
Los mexicanos se abstenían, pues, deliberadamente, de la ventaja que
proporciona la sorpresa. No sólo dejaban a sus adversarios el tiempo suficente para preparar la defensa, sino que aún les proporcionaban armas, aunque fuese en cantidad simbólica. Esta actitud, estas embajadas, estos
discursos, estos regalos, expresan perfectamente el ideal caballeresco que ani-
maba a los guerreros de la antigüedad americana."