El destierro republicano
Cerca de un millón de hombres, mujeres y niños dejaron España en 1939
Conocieron la 'hospitalidad' gala, el nazismo y sufrieron los campos de concentración de Hitler
Una generación perdida que desaprovechó el capital de 5.000 intelectuales en el exilio
Manuel Leguineche
Tras la retirada y el éxodo republicano de España a Francia, los de la División 26 pasaron los primeros días en una fortaleza situada a unos veinte o treinta kilómetros de la frontera española. Las autoridades francesas los llevaron allí con el ánimo de atarles corto y más tarde disgregarlos. Antonio García Barón, natural de Monzón (Huesca), de 80 años, hoy residente en un lugar del Alto Amazonas boliviano, recuerda
el último episodio de la Guerra Civil.
"Alguien llamó a la nuestra, la de los anarquistas de Durruti, la División de los Pastores. Por allí cruzamos con nuestros rebaños, por el embudo que se forma entre Seo de Urgel y Puigcerdá. Así dijimos adiós a España,
derrotados pero no vencidos. La gente se agolpaba en las orillas para verlos pasar. En Seo de Urgel empezaba una estrecha carretera, que tomamos. Todo eran rumores. Se decía que el ejército francés se aprestaba a cerrar la frontera a cal y canto. Tan sólo los civiles podrían franquearla".
"El comportamiento de las autoridades francesas fue escandaloso. 'Pasaremos por las buenas o por las malas', dijimos. Nos desarmaron o rompimos nuestros fusiles contra los muretes de cemento. Pero antes venderíamos cara nuestra piel. Aquel 10 de febrero de 1939 agotamos nuestras municiones al abrir fuego hasta el último cartucho contra los aviones de Franco desde la misma raya fronteriza, en presencia de los fotógrafos. Vacié el cargador y tiré mi fusil sobre el montón. Yo creo que los de la 26 fuimos los últimos soldados de la República en la sierra. Acarreamos rebaños de vacas, caballos, mulos.
Los franceses se quedaron con todo; aunque hay que decir, en honor a la verdad, que más tarde lo devolvieron a España".
Así terminó la guerra para Antonio García Barón, que se había incorporado a la Columna Durruti a los 14 años, cuando el líder leonés pasó por su pueblo, Monzón. Pero le esperaban otras guerras tal vez más crueles, el combate de nuevo contra los nazis que le pisaban los talones en la Francia ocupada. Luego, cinco años en
el campo de exterminio de Mauthausen (Austria). Entraron 8.000 o 9.000 españoles, de los que tan sólo sobrevivieron entre 1.500 y 2.000. Antonio fue uno de ellos. Los vencedores de la Guerra Civil pusieron precio a su cabeza. A su progenitora le cortaron el pelo y la encerraron en prisión.
Tras la retirada y el éxodo republicano de España a Francia, los de la División 26 pasaron los primeros días en una fortaleza situada a unos veinte o treinta kilómetros de la frontera española.
García Barón construye trincheras en la línea Maginot con las Compañías de Trabajo, trata de escapar junto con las fuerzas británicas en Dunkerque; pero, como tantos otros españoles, queda tirado en la playa mientras contempla desilusionado cómo aquella improvisada flotilla de barcos de fortuna enviada por Churchill surca el canal hacia la salvación en los blancos acantilados de Dover. Intentó abrirse paso hacia los bosques de la Alta Saboya, donde combatían los suyos en el maquis, cuando una patrulla de la Wermacht le hizo prisionero y debió caminar hasta Núremberg. Desde la ciudad de las manifestaciones hitlerianas, en un camión de ganado,
le trasladaron a Mauthausen, donde recibió, como todos, un triángulo azul a la altura de pecho y la S de Spanier. A partir de ese momento eran subhombres.
Los fugitivos republicanos, unos 470.000, los de la España peregrina que cruzaron por Cataluña, acampaban en los prados, comían lo que podían, curaban las heridas,
se preguntaban qué sería de ellos. Pronto lo sabrían.
A Antonio y a sus compañeros de armas los encerraron en un campamento en el que hicieron acto de presencia unos señores bien vestidos, con sombreros de copa y relojes de bolsillo de oro, armados de máquinas fotográficas de fuelle.
"Parecían, rellenitos y relucientes, la caricatura de alguna publicación anticapitalista. Regaron el campo de monedas y cigarrillos. Tenían a punto sus máquinas fotográficas para recoger el sublime instante: los harapientos españoles lanzados como locos sobre las monedas. Nadie se movió, nadie se levantó para coger nada. Aquellos señorones redoblaron la rociada de monedas y pitillos. Nada,
los refugiados seguimos como estábamos, recostados, tumbados en el suelo, mirándolos con desprecio. Ninguno de nosotros movió un músculo".
Los guardias franceses o senegaleses requisaron los rebaños de la 26.
"Yo me negué a abandonar mi burro. Llegó un gendarme con aires de mando y ordenó que me bajara. Le respondí que no, que no me apeaba de mi burro. Debió ver mucha determinación en mi voz porque se fue al cabo de un rato. Sólo me bajé al descubrir a dos personas de edad, paisanos de Monzón. Uno de ellos, Simón, era un anciano que me había visto nacer. Le quité los serones al jumento y lo llevé del ronzal. Al llegar a un castillo nos obligaron a desprendernos del asno.
Nos retuvieron veinte días. Algunos refugiados llevaban consigo sus guitarras y acordeones. De esta manera, con cantes y música, olvidamos un poco las penas, que eran muchas y profundas, y nuestro lamentable estado físico".
Llegaba en el campo de Le Vernet, en el Ariege, como en Gurs, Argelés, Saint-Cyprien o Barcarés, Arlés y Prats, la primera oferta para volver a la España de Franco. En esa repatriación tramposa estaban por medio los Cruces de Hierro, los fascistas franceses.
La propagandadecía que los que regresaran serían recibidos con los brazos abiertos. Algunos ingenuos picaron el anzuelo.
Así dijimos adiós a España, derrotados pero no vencidos.
"Pronto recibimos noticias de los que decidieron regresar. 'Volved, no nos ha pasado nada, no nos han hecho nada'. A los primeros no les hicieron nada, en efecto; pero a los segundos y terceros… Leyeron mi nombre por los altavoces: 'Antonio García, le reclaman en el barracón de mando'. Es una trampa, pensé. Yo tenía un lema:
el que se fía es hombre muerto.De modo que repitieron tanto mi nombre que ya por la tarde decidí presentarme. Me salió al paso un oficial del ejercito francés, de expresión afable:
-¿Antonio García? -preguntó-, ¿su segundo apellido?
-Barón.
-A usted es a quien buscamos. Tiene familia en Francia y sus parientes quieren ponerse en contacto con usted. Uno de ellos ha depositado unos miles de francos para que pueda comprarse ropa y se reúna con ellos.
Yo tenía mil moscas detrás de la oreja. El oficial me señaló un coche neցro, de cortinillas bajadas, de aspecto fúnebre. Cualquier moribundo podría haber aceptado de buen grado aquel coche para su entierro.
-Antonio García Barón, puede subir al coche. Es usted libre, un hombre afortunado. Puede marcharse.
Al ver mi cara de desconfianza, el oficial se atrevió a echarme un discurso.
-Es usted muy joven, 17 años; tiene toda la vida por delante, dinero y una familia que le acoge. ¿Qué más puede pedir?
-Sí, pero mi porvenir está en América; quiero marcharme lejos de aquí.
-Es menor de edad, le han tachado de la lista de candidatos a la emigración. No sea simple, suba al coche, donde le harán entrega del dinero".
Había un pequeño detalle, Antonio no tenía ningún pariente en Francia. En aquel coche funerario, según dice, le esperaban los pistoleros fascistas con las metralletas cargadas. Salió del barracón para correr a refugiarse en el corro de los amigos y camaradas.
"Ese coche', dije a los de la 26 cuando partió sin mí a una orden del oficial, 'era mi ataúd". Unas semanas después, los refugiados empezaron a criar forúnculos y pupas como consecuencia de la pésima alimentación y las condiciones de vida.
"Nos comían los piojos y las chinches en medio de aquel lodazal. La ración de agua era de un cuarto de litro por cabeza y día, 3.000 litros de agua pestilente para 16.000 personas. Eso es lo que nos regalaba el Gobierno socialista francés. Nos trataron muy mal. Cientos de miles de los nuestros, famélicos y andrajosos, vivieron una doble derrota. A algunos les quedó humor y ganas para cantar:
'Allez, allez, reculez, reculez, / que tengo que echar el pie / desde Cervera a Argelés".
Llegaban de La Junquera, Puigcerdá, Portbou, a través de Le Perthus o los pasos de montaña para conocer la calidad de la hospitalidad francesa. Fue una vergüenza.
El periodista y escritor soviético Ilya Ehrenburg se hizo eco del recibimiento: a cada seis hombres les dieron un pan y una cantimplora de agua sucia. Los trataron con desprecio, mientras que en París el ministro de Asuntos Exteriores de Hitler, el vendedor de champaña Ribbentrop, era objeto de una fastuosa recepción.
Los fugitivos republicanos acampaban en los prados, comían lo que podían, curaban las heridas, se preguntaban qué sería de ellos. Pronto lo sabrían.
"Nos invadieron los piojos, la sarna, las pústulas. Sufrimos de disentería, tifus y otras plagas. Éramos los
sales rouges, los sucios gente de izquierdas, caídos en mala hora sobre las playas y los bancales de arena de Argelés-sur-Mer y otros lugares. Mi compañero, el anarquista Miguel Jiménez, tuvo el valor de dirigir una carta desde la barraca 152 al ministro francés de Interior. Le informaba que los barracones de madera, de piso de tierra, eran de una superficie de 123 metros cuadrados para 110 hombres".
"Hasta mayo nos tuvieron sobre el fango y en las playas heladas. No había luz ni calefacción bajo la tormenta, el granizo y la nieve, el viento y las ratas, sin retretes y en algunos casos sin barracas o mantas. Nos desparramaron por las playas, nos separaron de las mujeres. Olía a pus, a gangrena, a heridas ulceradas, a pis y a cosa".
"En la primera oleada de la fin
cayeron unos 35.000 españoles; 150.000 volvieron a España. Los guardianes senegaleses no los perdían de vista. Uno voló por los aires por el efecto de una granada: había dado de baja de la suscripción de la vita a tiros a uno de los nuestros. Mientras se despiojaban unos a otros inventaron esta canción: 'neցros senegaleses, / sois neցros como el tizón, / tenéis los ojos amarillos; / la progenitora que os parió".
El regreso del campo de exterminio tuvo un cariz muy distinto.
"Yo salí de Mauthausen con 35 kilos y la columna vertebral herida. Era otra Francia la que nos recibía. Se había tragado las heces de su propia derrota y humillación.
De Gaulle nos trató mejor que los socialistas. Nuestros compañeros republicanos, más habituados a hacer la guerra, echaron una mano a Francia desde la resistencia. Éramos esqueletos ambulantes. Ahora teníamos solidaridad, ropa, comida, vivienda".
El viaje desde el hotel Lutecia, hasta entonces uno de los cuarteles generales de los jerarcas nazis, se llevó a cabo desde París hasta Toulouse dos meses después de la liberación de Mauthausen por las tropas norteamericanas. Fue la apoteosis para 1.000 o 1.500 españoles, a los que
Albert Camus, hijo de menorquina, saludaría en su columna en el diario
Combat: "Era un tren especial para los deportados. En cada estación nos recibieron con bandas que tocaban
La Marsellesa o la
Canción de los guerrilleros; nos colmaron de vino, flores, pasteles. Hombres y mujeres se acercaban hasta nuestras ventanillas con sus regalos, sus besos y sus sonrisas. Fue una reparación jovenlandesal para los supervivientes de los campos. Ahora los franceses sabían lo que era sufrir".
En los andenes los esperaban algunos de los 10.000 guerrilleros españoles que combatieron en la resistencia, o que tomaron París con el general Leclerc, con el que avanzaron desde el África central.
En el cementerio francés de Bir Hakeim he visto las tumbas de los republicanos españoles, Treviño, Muñoz, Castaño, García, y otros encuadrados en la I Brigada de la Francia Libre. Su sacrificio permitió a los británicos organizar el dispositivo de defensa y ataque contra Rommel en una de las batalla decisivas de la guerra, El Alamein. En el cementerio de guerra británico recogí la frase de un español aliadófilo: "Desde España", decía, "estuve de corazón cerca de vosotros. Gracias por vuestro sacrificio".
"De cada cinco guerrilleros de la resistencia francesa", señaló el
ministro inglés Anthony Eden en la Cámara de los Comunes, "tres eran republicanos españoles". Sus carros de combate al liberar París se llamaban
Guadalajara, Madrid, Don Quijote, Belchite o
Guernica.Ayudaron a liberar ciudades como París, Toulouse, Vichy, Clermont-Ferrand, La Rochelle, Annecy (donde levantaron un monumento a "les espagnols morts pour la liberté"). Combatieron en la Alta Saboya "por su luz visible".
"No reivindicaron",
escribe José Ángel Valente desde el cementerio de Glières, "más privilegio que el de morir para que el aire fuera más libre en las alturas y más libres los hombres".
Formaron parte, como el salmantino Celestino Alfonso, de grupos de resistencia y sabotaje al lado del poeta y obrero en la Citroën el armenio Manouchian, cantado por León Felipe: "Genio prometeico, / que la poesía de esta hora no debe ser música ni medida, sino fuego".
Alfonso cayó, junto con Manouchian y una veintena de guerrilleros urbanos, en una redada de la Gestapo en París. Los torturaron durante tres meses y los pasaron por las armas en febrero de 1944.
Había un pequeño detalle, Antonio no tenía ningún pariente en Francia. En aquel coche funerario le esperaban los pistoleros fascistas con las metralletas cargadas.
Los guerrilleros españoles hicieron cerca de 10.000 prisioneros y mataron en combate a unos 3.000 nazis. Fueron también españoles los que ocuparon el hotel Continental de París, cuartel general de los alemanes. Von Choltitz rinde su pistola a un voluntario extremeño llamado Antonio González. El historiador Tuñón de Lara calculaba que por lo menos 50.000 españoles se batieron de una manera u otra al lado de Francia. De Gaulle reconoció este sacrificio al condecorar a un guerrillero español a finales de 1944: "Partisano español, en ti saludo a tus bravos compatriotas por vuestro valor, por la sangre vertida por la libertad y por Francia. Por tus sufrimientos eres un héroe francés y español". Lo serían de nuevo para Francia. El Gobierno de París les puso en la disyuntiva: o a la España de Franco, o al banderín de enganche de la Legión con destino a la guerra de Indochina. En las trincheras de Hughette, en Dien Bien Fu, bajo las baterías y los morterazos del general vietnamita Giap, se escuchaba el canto de los anarquistas españoles: "Si tu progenitora quiere un rey, / la baraja tiene cuatro…".