Viaje al borde del mar [drojas, desilusión y nostalgia por tiempos mejores]

kaluza5

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12 Dic 2020
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Es un relato un poco largo, lo sé, tiene unas 1800 palabras, pero merece la pena leerlo y dejarse embargar por todas las emociones que trato transmitir; además de las referencias a otras obras de la literatura.


Viaje al borde del mar

Fue en un pueblo con mar, una noche, después de un concierto. Antes, Alicia había bebido lo suficiente como para desinhibirse y cantar al ritmo de la banda local de rock que interpretaba los viejos éxitos de siempre, pero no lo bastante como para perder la noción de la realidad. Su sentido común, en cambio, sí se fue a paseo cuando aceptó el ofrecimiento de Alberto, un viejo amigo de la infancia que se había quedado en el pueblo mientras que los demás habían emigrado a la gran ciudad. Alicia trabajaba en una multinacional que le pagaba una miseria (la mitad del salario se le iba en pagar una habitación de un piso compartido); Alberto, hasta hace poco, malvivía entre campañas pesqueras y subsidios de desempleo, residiendo en casa de sus padres. El tiempo libre era mal consejero, “el diablo, cuando está ocioso, mata moscas con el regazo”, decía el abuelo del chico. Por eso, una vez que la playa apareció cubierta de medusas a Alberto no se le ocurrió mejor idea que recogerlas en una bolsa. Con mucho cuidado, las secó al sol en el tejado de su casa. Después las machacó todas con un mortero y las guardó en un bote de cristal, olvidado en un estante durante mucho tiempo. La humedad de la costa favoreció el crecimiento de moho sobre el polvo de medusa, vino el verano de nuevo y los microorganismos fúngicos se convirtieron también en polvo, pero en uno muy especial. El tarro contenía una finísima arena policromada que, junto con las lágrimas derramadas por las metas no conseguidas y la cal de las desdichas cotidianas, componían una argamasa que cementaba unos sueños que volaban en pos del tiempo perdido.

En un descanso del concierto, mientras que los amigos pedían de nuevo en la barra y las amigas se iban juntas al baño, Alicia se quedó sola con Alberto. “Son hechas por mí, con productos naturales del mar. Una vez que las pruebes nada será como antes”, le dijo Alberto cuando le enseñó unas pastillas que el mismo había prensado con el mágico ingrediente. Una mañana en la que andaba buscando una llave inglesa en su trastero, fue sorprendido por el olor más intenso y evocador que jamás hubiera imaginado. Una celestial fragancia que enloquecería al mismísimo Jean-Baptiste Grenouille en su búsqueda del más excelso perfume. Siguiendo el rastro, como un sabueso humano, dio con el frasco del que emanaba el aroma que lo embriagaba. Al abrir la tapa fue como si el mundo se hubiese vuelto de colores, como si toda su vida la hubiese vivido en tono sepia y hubiese llegado al país de Oz transportado por su nariz. Pero solo duró un instante. Una vez que su pituitaria perdió la virginidad, nada volvió a olerle tan bien, nunca jamás. Sin embargo, el polvo multicolor seguía despidiendo un aroma delicioso, mezcla de vainilla y cacao, que invitaba a probarlo. Se mojó la punta del meñique, pegó una pizca del compuesto y se lo introdujo en la boca. Era tan dulce, que el azúcar desde entonces le sabía tan insípido como el yeso y la miel tan pastosa como el barro. Pero eso no fue todo.

“Algo había oído. Ese Mercedes que has estrenado y con el que nos has traído no se ha pagado pescando sardinas; creo que paso”, comentó Alicia. “Nunca te haría daño. Me tomaré una y tú otra. Confía en mí; estamos juntos en esto”, dijo Alberto. Al final, la mirada del colega que siempre la había apoyado y ayudado desde que compartían mesa en el pequeño colegio de un perdido pueblo ubicado en una costa azotada por vientos y galernas en invierno y un sol inclemente en verano inclinó la balanza de Alicia, más imprecisa y emocional que la de Anubis.

Alicia recordaría muchas cosas durante el resto de su vida de esa noche, entre ellas el sabor de aquello. Por dicha razón, renunció a su marca preferida de magdalenas artesanas, con las que desayunaba cada mañana, que le recordaban a las de su abuela, para cambiarlas por unas insípidas galletas de avena. Primero, porque volvió a saborear las magdalenas incomparables de su abuela, y segundo, pero más importante, es que todo le sabría insípido a partir de aquel momento. Nada igualaba al sabor de aquella pastilla, incluso el olor de la primera vez que se la acercó a la cara nunca volvería ser igual al de las siguientes veces que Alberto le proporcionó esa píldora de felicidad concentrada.

La euforia y el calor emergieron desde su interior. Alberto y Alicia se fueron del concierto y llegaron cogidos de la mano hasta la playa. Allí, sentados en la arena, vieron como las estrellas se desdibujaron como las de Van Gogh en su célebre cuadro, hasta que el cielo estalló en una explosión de colores. Lo siguiente que recordó Alicia fue el sol. El sol de mediodía, el sol de verano brillando sobre la arena, iluminando su tersa piel y su bikini preferido que se ponía cuando era una adolescente. Todos sus amigos del instituto también estaban allí, incluso Yago que se mató en un accidente de moto o Marisa que estuvo luchando desde muy joven contra un cáncer que al final acabó apagando su luz. Se giró y vio a un Alberto mucho más joven acercándose a ella mientras le traía una cerveza fresquita.

—Es lo más bonito que me han dado nunca —dijo Alicia con nostalgia.
—¿Te refieres a la cerveza o la pastilla? —preguntó Alberto.
Alicia se quedó sorprendida durante un momento, puesto que pensaba que su amigo formaba parte de la escena, como el resto.
—¿Qué pasa aquí? ¿Estás realmente conmigo o me estoy imaginando que me has acompañado? Supongo que has encontrado un alga de mar o algún bicho marino raro que produzca unas alucinaciones increíbles, pero de ahí a que compartamos el mismo sueño va un trecho que niego a creer —protestó Alicia.
—Demos una vuelta por la playa mientras nos tomamos la cerveza y te lo explico.

El día era perfecto, sin una sola nube en el cielo, una suave brisa que venía del mar refrescaba algo el bochornoso ambiente y el sol brillaba inclemente. Todos los colores eran perfectos, los aromas intensos, hasta se podía sentir la mezcla de caliza y salitre de las rocas azotadas por las olas. El humo de una barbacoa en el ambiente hacía que casi pudieras saborear el chuletón asado. Era el perfecto recuerdo de un perfecto día de playa entre amigos de la infancia.

—Piensa un número de tres cifras —dijo Alberto.
—Mejor de cuatro o cinco. Recuerda que estudié la diplo de estadística en la uni.
—Mi cabeza no llega para tanto.
—El 659, que además es primo. Puedes acertarlo de casualidad, pero no creo que sepas que pertenece a ese conjunto. Entonces, ¿tu maravillosa pastillita hace que tus clientes compartan unos sueños tan cojonudos? Ya deberías tener un yate, no un Mercedes de camello cutre.
—No vendo más porque me reservo para mí. Sobre todo del primer tarro, lo guardo para ocasiones como esta. Las mismas medusas, el mismo secado, hasta los tarros son de la misma marca de pepinillos en vinagre. Recolecto un verano, recojo el siguiente. Los sueños son buenos, pero la primera cosecha fue mágica, quizás porque me salió sin quererlo.
—Como las buenas sorpresas de la vida.
—Sí, así es.
—¿Cuánto dura el efecto?
—Un buen rato, no te preocupes, podremos disfrutar de este perfecto día de playa con nuestros amigos de siempre. Pero, Alicia, hay algo…
—¿Sí?
—Imagina que en un sueño sostienes la rosa más bonita del mundo y que en tu deseo por traerla, hace que la agarres con tal fuerza que cuando te despiertas…
—No sigas, eso no puede ser, me vas a hacer llorar.
—Ves esa roca de ahí, iré a ella y volveré en unos minutos. Te daré tu rosa.

Alicia esperó unos minutos a que regresara Alberto y luego los dos volvieron juntos con el grupo de amigos. Pasaron un día fantástico hasta que empezó a anochecer y la gente se despidió camino de sus respectivos hogares. El sol del amanecer despertó a Alicia que observó que Alberto se desperezaba a su lado.

—Buenos días, ¿cuál es mi número? —preguntó una sonriente Alicia.
—¿Cómo me voy a acordar? Déjame que lo busque en la agenda —respondió un somnoliento Alberto.
—¿Qué agenda?
—La del móvil.
—Ah, perdona, no era nada —se disculpó una desilusionada Alicia.
—Buena cosa, ¿verdad? Hace recordar los viejos tiempos —comentó Alberto guiñando un ojo.
—Sí —respondió Alicia con una sonrisa fingida.

Regresaban al pueblo, cogidos otra vez de la mano, cuando Alberto se sentó con lentitud en un peñasco del camino y suspiró.

—Echo de menos las magdalenas que preparaba tu abuela. Llegábamos del colegio por la tarde, con hambre, y cuando merendábamos su sabor nos sabía a gloria. Entonces, todo sabía mejor. ¿Desayunamos en casa de tu abuela?
—¿Por qué no te tomas una de tus pastillas y vas tu solo? Yo tengo que volver a casa de mi tía antes de que se despierte.
—Te necesito para volver allí.

Alberto se levantó de la roca, miró hacia dónde había estado sentado y Alicia siguió su mirada, por instinto, hasta la inscripción, desgastada por los elementos, “659 primo”. En ese momento, parecía que se le iba a salir el corazón del pecho, sintió como si el tejido del mundo se volviera del revés dejándola a la deriva en un mar de dudas.

—¡¿Por qué?! ¡Todo el día con ellos y solo pensaste en escribir un puñetero número en una jodida roca! ¿No pudiste decirle a Yago que tener una moto era una mala idea? ¿O a Marisa que fuera al médico?
—No funciona así. Con pequeñas marcas olvidadas que nadie repara en ellas no hay problema, pero cuando quieres cambiar algo importante del pasado, no puedes. En ese momento, te despiertas de golpe y con una jaqueca brutal. Es mejor no hacer nada y disfrutar de la experiencia.
—¿Y el resto de tus clientes? ¿Qué saben de esto?
—Les vendo los mejores recuerdos de su pasado y piensan que están en un sueño. Solo yo sé la verdad.
—Ahora también la sé yo y se me parte el corazón. No solo es que volvamos al pasado, de verdad, sino que el tiempo que pasamos allí es mejor que el dolido presente en el que nos ha tocado vivir.
—Así es.
—¿Y sabes lo peor de todo esto?
—¿El qué?
—Que yo también deseo volver a probar las magdalenas de mi abuela —respondió Alicia con la voz entrecortada y lágrimas de dolor y nostalgia.


Publicado originalmente en el foro de Pacotes.
 
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Buff, ahora recuerdo por qué me dio pereza. Ese primer párrafo es infumable.

Corrige esa cosa si quieres que te leamos. Además, qué shishi, me niego a creer que no seas consciente de que eso es una cosa y necesita ya no corregirse, sino directamente reescribirse.
 
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