simples y sencillas de pata negra......por Arturo Pérez-Reverte

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UnomasUnomenos

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Pues muy bien, o sea que este tio, inteligente y valiente donde los haya, el dia "x" y en el medio "y" publicó este artículo Y SE LO PAGARON. No me extraña que piense que somos todos medio lelos, si haciendo tan poquito le vale. Me parece uno de los peores artículos de este señor. Y le hacemos un flaco favor riendole las gracietas y no exigiendole que ponga más carne en el asador, que PUEDE y SABE hacerlo MUCHO MEJOR.

A pasarlo bien
 

la barquera

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.....................

...... exigiendole que ponga más carne en el asador, que PUEDE y SABE...

A pasarlo bien

Ahí llevas un puntillo muy bueno de razón.

Hay que empezar a poner nombres y apellidos a todo aquéllo probado que tenga autores conocidos...

Si no te comporta la fin, la fin en vida, una campaña denigrante y lapidaria poderosísima desde los medios vendidos a determinados poderes o torturas varias, a tí o a los tuyos y por cualquier camino insospechado.

:cool:

Hay mucha más miseria humana que ventilar... pero lo aconsejable es intentar que la descubramos entre todos y no se pase a la categoría de figurón que se recordará unido al nombre de un escandalete más.

Hay que enseñar a reconocer los pufos compartiendo lo que nos es común: el ardor de estomago ante hechos y formas que se repiten bajo impunidadedes demasiado discutibles.
 

EL_CAMPECHANO82

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Reverte vuelve a equivocarse, y cree que españa es una isla en el mundo. Y la relidad es qeu alemania francia etc... son mas parecidas de lo que cree.
 

Le_petit

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Aqui va la proxima entrega, por si quereis leer:

NO ME PISES, QUE LLEVO CHANCLAS

Se me iban a pasar los calores sin mencionar la indumentaria, en ese añejo intercambio ritual entre colegas y suplementos dominicales que Javier Marías, donde suele, y yo aquí, acostumbramos cada verano. Ya saben: lorzas sudorosas a la vista y restregándose contigo en la calle Sierpes, pantorrillas peludas a tu lado en el asiento del AVE, fulanos quitándose las pelotillas de los pies en el museo del Prado, y otros horrores estacionales de esta España convertida en inmenso chiringuito playero. Pero hasta las costumbres desaparecen, incluidas las propias. El mundo se derrumba, y nosotros etcétera. O ni eso, ya. Lo cierto es que no pensaba mentar la ropa este año. Hace tiempo que lo del indumento guarro es batalla perdida –o ganada, según el punto de vista–, y tampoco va a ser cosa de enrocarse contra lo que no tiene remedio, para que encima te llamen cabrón reaccionario con pintas, o esa socorrida y polivalente palabra que ahora todo cristo, desde la ignorancia redonda de su origen y significado –qué más da, a estas alturas de la feria– utiliza igual para un roto que para un descosido: muy de derechas, o fascista. Como el niño de Galapagar al que, hace poco, otros niños molieron a golpes porque llevaba un polo y un pantalón largo en vez de, por ejemplo, calzón pirata y camiseta. Llamándolo, claro, muy de derechas.

Pero a lo que iba. Decía que este año no iba a ocuparme del indumento, pero me lo acaban de poner a huevo. Con una de arena y otra de cal. La primera tuvo lugar donde menos lo esperaba: en el restaurante Quatre Gats de Barcelona. Es un viejo local que me gusta mucho, en el casco antiguo de la ciudad, donde en otro tiempo iban pintores y otros artistas, Picasso incluido. La comida es agradable y el servicio muy correcto. Ni siquiera la afluencia de turistas, que ahora son clientela principal, consigue cargarse el encanto del sitio. O, para ser exactos, no lo había conseguido hasta ahora. Porque hace pocos días, mientras cenaba allí de chaqueta y sin corbata –un piano al fondo, gente de apariencia educada, indumentaria veraniega pero correcta en torno a las mesas– aparecieron, precedidos por un obsequioso maître, cuatro guiris que podrían llegar directamente de una playa: sudorosos, bañadores caídos, chanclas y camisetas de tirantes de ésas holgadas, que dejan el sobaco y su floresta bien a la vista. Esto, en el centro de Barcelona y a las diez de la noche. Y a esos cuatro guarros, que entraron tan campantes y sin complejos, el sonriente maître les asignó una mesa en el centro del local, para que lo hermosearan a tope. Como lo más natural del mundo, por supuesto. Clientes, a fin de cuentas. Gente que paga. Para qué nos vamos a poner estrechos, con la que cae. Miró luego al soslayo el encargado, fuese, y no hubo nada. Entre otras cosas, lo confieso, tampoco hubo petición de cuenta y largarse en el acto por mi parte, por dos razones: la primera es que la mesa de aquellos cuatro pavos me quedaba soportablemente lejos; y la segunda, que todos eran gays. Uno, además, completamente neցro –joven afroamericano, oí decir el otro día a una señora en la radio, en delicioso anuncio de lo que nos espera–. Así que pueden imaginarse lo mío. Ni parpadeé, siquiera. Se me habría interpretado mal: no creo que ese cabrón del Reverte se vaya sólo por las chanclas, etcétera. Elitismo enchaquetado, homofobia y racismo en una sola noche. Bingo. Así que me quedé sentado, sin rechistar, prisionero de lo políticamente correcto mientras despachaba mis manitas de lechón en salsa de cigalas. Que estaban riquísimas, por cierto. Qué remedio.

La otra, la de cal, la dio en un local de comida rápida de un puerto playero mediterráneo, hace tres semanas, una camarera gordita y fatigada. Liquidaba yo en mi mesa una hamburguesa con patatas fritas cuando entraron dos anglosajones grandotes y colorados de sol, descalzos y con sólo el bañador puesto. De ésos que ya van ciegos a las cuatro de la tarde, y cuando salen al extranjero no hacen el menor esfuerzo por hablar otra lengua que no sea la suya. Antes de que abrieran la boca, la chica les dijo que allí no se servía a gente sin la camiseta puesta. «Nou anderstán», respondió uno de aquellos gambas, haciéndose el sueco aunque el hijomio era inglés. Y entonces la chica se tocó su blusa, bien sudada tras una durísima jornada de brega laboral y dijo: «Sin camiseta, no comida, y puerta». Y el guiri que no comprendía comprendió perfectamente, y los dos se pusieron las camisetas. Y yo, mientras consideraba la conveniencia de saltar el mostrador y darle un beso, smuac, a la gallarda heroína hamburguesera, pensé que, guiris o de aquí, todo es aquello a lo que los acostumbras. Lo que tragues, o no, a cambio de un euro más en la caja. O de tu disposición a levantarte de un sitio donde comes, si no te gusta la compañía, y a no volver más, si llega el caso. A fin de cuentas, algunos tienen los turistas, los clientes y los vecinos de mesa de restaurante que se merecen.

XLSemanal, 30 de Agosto de 2009
 

joseph_mary

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Punxstawnwey
Aqui va la proxima entrega, por si quereis leer:

NO ME PISES, QUE LLEVO CHANCLAS

Se me iban a pasar los calores sin mencionar la indumentaria, en ese añejo intercambio ritual entre colegas y suplementos dominicales que Javier Marías, donde suele, y yo aquí, acostumbramos cada verano. Ya saben: lorzas sudorosas a la vista y restregándose contigo en la calle Sierpes, pantorrillas peludas a tu lado en el asiento del AVE, fulanos quitándose las pelotillas de los pies en el museo del Prado, y otros horrores estacionales de esta España convertida en inmenso chiringuito playero. Pero hasta las costumbres desaparecen, incluidas las propias. El mundo se derrumba, y nosotros etcétera. O ni eso, ya. Lo cierto es que no pensaba mentar la ropa este año. Hace tiempo que lo del indumento guarro es batalla perdida –o ganada, según el punto de vista–, y tampoco va a ser cosa de enrocarse contra lo que no tiene remedio, para que encima te llamen cabrón reaccionario con pintas, o esa socorrida y polivalente palabra que ahora todo cristo, desde la ignorancia redonda de su origen y significado –qué más da, a estas alturas de la feria– utiliza igual para un roto que para un descosido: muy de derechas, o fascista. Como el niño de Galapagar al que, hace poco, otros niños molieron a golpes porque llevaba un polo y un pantalón largo en vez de, por ejemplo, calzón pirata y camiseta. Llamándolo, claro, muy de derechas.

Pero a lo que iba. Decía que este año no iba a ocuparme del indumento, pero me lo acaban de poner a huevo. Con una de arena y otra de cal. La primera tuvo lugar donde menos lo esperaba: en el restaurante Quatre Gats de Barcelona. Es un viejo local que me gusta mucho, en el casco antiguo de la ciudad, donde en otro tiempo iban pintores y otros artistas, Picasso incluido. La comida es agradable y el servicio muy correcto. Ni siquiera la afluencia de turistas, que ahora son clientela principal, consigue cargarse el encanto del sitio. O, para ser exactos, no lo había conseguido hasta ahora. Porque hace pocos días, mientras cenaba allí de chaqueta y sin corbata –un piano al fondo, gente de apariencia educada, indumentaria veraniega pero correcta en torno a las mesas– aparecieron, precedidos por un obsequioso maître, cuatro guiris que podrían llegar directamente de una playa: sudorosos, bañadores caídos, chanclas y camisetas de tirantes de ésas holgadas, que dejan el sobaco y su floresta bien a la vista. Esto, en el centro de Barcelona y a las diez de la noche. Y a esos cuatro guarros, que entraron tan campantes y sin complejos, el sonriente maître les asignó una mesa en el centro del local, para que lo hermosearan a tope. Como lo más natural del mundo, por supuesto. Clientes, a fin de cuentas. Gente que paga. Para qué nos vamos a poner estrechos, con la que cae. Miró luego al soslayo el encargado, fuese, y no hubo nada. Entre otras cosas, lo confieso, tampoco hubo petición de cuenta y largarse en el acto por mi parte, por dos razones: la primera es que la mesa de aquellos cuatro pavos me quedaba soportablemente lejos; y la segunda, que todos eran gays. Uno, además, completamente neցro –joven afroamericano, oí decir el otro día a una señora en la radio, en delicioso anuncio de lo que nos espera–. Así que pueden imaginarse lo mío. Ni parpadeé, siquiera. Se me habría interpretado mal: no creo que ese cabrón del Reverte se vaya sólo por las chanclas, etcétera. Elitismo enchaquetado, homofobia y racismo en una sola noche. Bingo. Así que me quedé sentado, sin rechistar, prisionero de lo políticamente correcto mientras despachaba mis manitas de lechón en salsa de cigalas. Que estaban riquísimas, por cierto. Qué remedio.

La otra, la de cal, la dio en un local de comida rápida de un puerto playero mediterráneo, hace tres semanas, una camarera gordita y fatigada. Liquidaba yo en mi mesa una hamburguesa con patatas fritas cuando entraron dos anglosajones grandotes y colorados de sol, descalzos y con sólo el bañador puesto. De ésos que ya van ciegos a las cuatro de la tarde, y cuando salen al extranjero no hacen el menor esfuerzo por hablar otra lengua que no sea la suya. Antes de que abrieran la boca, la chica les dijo que allí no se servía a gente sin la camiseta puesta. «Nou anderstán», respondió uno de aquellos gambas, haciéndose el sueco aunque el hijomio era inglés. Y entonces la chica se tocó su blusa, bien sudada tras una durísima jornada de brega laboral y dijo: «Sin camiseta, no comida, y puerta». Y el guiri que no comprendía comprendió perfectamente, y los dos se pusieron las camisetas. Y yo, mientras consideraba la conveniencia de saltar el mostrador y darle un beso, smuac, a la gallarda heroína hamburguesera, pensé que, guiris o de aquí, todo es aquello a lo que los acostumbras. Lo que tragues, o no, a cambio de un euro más en la caja. O de tu disposición a levantarte de un sitio donde comes, si no te gusta la compañía, y a no volver más, si llega el caso. A fin de cuentas, algunos tienen los turistas, los clientes y los vecinos de mesa de restaurante que se merecen.

XLSemanal, 30 de Agosto de 2009
jajaja, como se enteren los del país que estáis filtrando los artículos, nos cierran el chiringuito ... o eres APR? :p
 
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