Mateo77
Laico católico
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El Hijo es el agente creador, manifestando la voluntad del Padre sobre la Creación (Juan 1,1-5). El Hijo se expresa y la realidad comienza un proceso de reordenación a lo largo del tiempo para amoldarse a lo expresado. Lo que ocurre en un instante desde el punto de vista de la eternidad transcurre a lo largo de un periodo de tiempo desde nuestra perspectiva. La encarnación de Cristo, todo lo que dijo e hizo, es la semilla del cambio que lentamente se va desplegando hasta que esté concluido con el Juicio Final. Este cambio en curso es el de la llegada del reino de los Cielos, que culminará la obra de la Creación estableciendo de manera definitiva la relación de cada criatura con Dios. Los seres dotados de libre albedrío decidimos qué relación tendremos según la respuesta que demos a la Palabra que vino a traer Jesucristo. La potencialidad de esta relación es dada por el modo en que hemos sido creados, pero todos podemos estar con Dios o lejos de Él.Mateo 28,18-20
Jesús se acercó y les dijo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos míos en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.»
La Palabra impregna la Creación desde que Cristo la introdujo, y llega a cada ser humano de un modo u otro. El espiritu humano es interpelado por el Espíritu Santo mediante todo tipo de acontencimientos, desde las experiencias místicas más elevadas a sucesos cotidianos, pequeños, pero que dejan su huella en el alma. La libre respuesta de cada ser humano a estos sucesos va conformando su relación con Dios, su lugar en el Reino de los Cielos. Unas decisiones nos acercan, otras nos alejan. Cada decisión es una puerta espiritual que se cruza o se evita.Lucas 17, 20-21
Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el Reino de Dios, les respondió: «El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. No se dirá: Está aquí o allí, porque el reino de Dios está dentro de vosotros.»
Esta es la división esencial del nuevo orden celestial: en el país de la vida, bajo la protección de Dios, o en el país de la muerte, fuera de esta protección, con el auxilio único de las propias fuerzas y los acuerdos a los que se pueda llegar para repartir la miseria o incrementar a costa de otros la propia porción, hasta que llega uno más fuerte que a su vez nos la arrebata.1 Samuel 8,4-7
Por eso se reunieron todos los ancianos de Israel, fueron a Ramá a ver a Samuel, y le dijeron: “Tú eres ya viejo, y tus hijos no siguen tus caminos. Danos un rey para que nos gobierne, como tienen todas las naciones”.
Disgustó a Samuel que dijeran: «Danos un rey para que nos juzgue» e invocó al Señor. Pero el Señor dijo a Samuel: «Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos.»
El texto de Samuel prosigue describiendo cómo será el reinado de ese rey que el pueblo pide, y en el Salmo 91 tenemos un ejemplo de lo que supone el reinado de Dios.
Y esta es la gran decisión. El Espíritu Santo presenta la puerta de entrada al Reino a quien está cerca, llevándole ante su anuncio. A todos atrae. Los más alejados, por causa de sus actos o los de sus antepasados, quizá no reciban en esta vida el anuncio directo. Ante esto, tenemos que Cristo predica a los espíritus encadenados durante su descenso a los infiernos; tenemos la existencia del Purgatorio para completar la purificación, y tenemos, quizá, la redención última que la descendencia pueda hacer de sus ancestros. Un santo (alguien que haya sido salvado) en la descendencia quizá pueda interceder por sus antepasados que no llegaron a recibir el anuncio claramente. Quizá sea este el sentido del Juicio Final: cuando toda la humanidad haya nacido y vivido, toda la potencialidad de Adán haya sido expresada y puesta en relación con la Palabra revelada. La fe de Abraham culmina en Cristo, que nace de su estirpe.Lucas 10,16
El que os escucha a vosotros me escucha a mí; y el que os rechaza a vosotros me rechaza a mí; y el que me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado.
Unos reciben el anuncio como San Juan Bautista (Lucas 1, 44), cuyo espíritu, ante la cercanía de Cristo, se alegra y decide aceptar. Esto inicia el camino de purificación.Mateo 13,44
«El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.»
Otros, contemplando no ven y oyendo no escuchan (Mateo 13,13-15), porque ya sea de manera consciente o espiritual han tomado la decisión de alejarse. No están dispuestos a pagar el precio del Tesoro. Oportunidades no faltan a lo largo de la vida, pero cada decisión acerca o aleja un poco más del Reino. Y sin embargo, aun en esos lugares Dios deja abierta la puerta: el Reino está cerca.Lucas 10,10-11
En la ciudad en que entréis y no os reciban, salid a sus plazas y decid: “Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los pies, os lo sacudimos. Pero sabed, con todo, que el Reino de Dios está cerca.”
María es la puerta al Reino de los Cielos, una puerta que se abre en medio del reino de este mundo. José y María acuden a cumplir la orden del emperador romano, que quería un padrón, un inventario de sus posesiones. Dios establece este contexto para nacer a este mundo, una salida en busca de la oveja descarriada. El mal traza su camino de sometimiento y vejación de la vida humana. José y María, en su debilidad, acuden sin saber resistir. Pero durante ese camino nace Cristo en un lugar improbable, y hace presente el camino opuesto hacia el reino de los Cielos. Nace Cristo, actúa la Divina Providencia, y la Sagrada Familia cambia el camino que les llevaba a consignar sus nombres en el libro del emperador por el camino de la libertad y la vida.Juan 14, 6-7
«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto.»
A lo largo del camino hacia el país de la vida acompañados por Cristo, aprendemos de él la verdad sobre nosotros mismos. Esta verdad supone iluminar las profundidades de nuestro ser, separando aquello que en verdad somos (el modo en que Dios ha creado a cada individuo, su ser único e irrepetible) de lo que creemos ser. Una vez en la verdad plena, nuestra voluntad está alineada con la voluntad del Padre, y somos enteramente libres para hacer lo que queramos, que solamente será el bien. No seremos ya un reino dividido que lucha contra sí mismo. Esta es una enfermedad espiritual análoga al cáncer en lo material. Y por tanto, en esa verdad de nuestro ser individual, estamos con Dios, en Cristo, en el país de la Vida.Juan 8,31
Decía, pues, Jesús a los judíos que habían creído en él: «Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres.»
La otra dimensión de la verdad es el conocimiento de lo que no somos. Lo que es exterior a nosotros. La mentira supone que creamos ser lo que no somos, y no ser lo que somos. Viviendo en la verdad, nos basta con reinar sobre lo que somos (un reinar completamente alineado con la voluntad de Dios), dejando a Dios el reinado sobre lo que no somos. Para tener libertad sobre lo que sí nos da Dios, tenemos que evitar inmiscuirnos en lo que no nos ha dado. Una de las estrategias de las fuerzas del mundo es precisamente esa, que tratemos de asegurar lo que es nuestro ejerciendo un dominio ilegítimo sobre lo que no es de nuestra competencia, al modo de un emperador/tirano. Al hacer esto se confunden los dones y caen presa del dominio del maligno.
Cuando se emprende el Camino siempre llega la prueba. El proceso de iluminación interior para conocer la Verdad puede ser doloroso. Es un combate interior que también involucra circunstancias adversas en nuestro entorno. El mal se resiste a abandonar lo que domina.Mateo 19,16-24
En esto se le acercó uno y le dijo: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?»
El le dijo: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.»
«¿Cuáles?» - le dice él. Y Jesús dijo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo.»
Dícele el joven: «Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?»
Jesús le dijo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme.»
Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: «Yo os aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos. Os lo repito, es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los Cielos.»
El “rico” de la parábola es el que tiene mucho que cambiar. Es el que tiene gran riqueza de este mundo, sus dones encadenados firmemente al pecado. Por esto le cuesta tanto abandonar lo que cree tener. En cambio, el “reino de los Cielos” pertenece a los “pobres de espíritu” (Mateo 5,3), es decir, a aquellos que están libres de estas cadenas. Los bienes de que disponen en este mundo son exactamente aquellos que Dios les ha dado, no han adquirido nada ilegítimamente ni hacen mal uso de nada de lo que poseen. Tienen libertad para disponer de lo suyo para el bien, reinan sobre lo suyo con Dios, y Dios reina sobre lo que no es suyo, como protector y garante.
Cada puerta espiritual que se cruza durante el Camino es seguida de una prueba, la luz iluminando una región espiritual que se hallaba en tinieblas para revelar la verdad. Esta prueba será difícil, pero tenemos la compañía de Cristo. Si queremos avanzar, nada nos puede detener. Podemos decir, como en el Salmo 23, “aunque cruce el valle tenebroso no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo: tu vara y tu bastón me sostienen.”
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