J
Josec
Guest
Estoy en plena campaña de acuñación del término: Posfeminismo. Es la
forma de pensar de algunas mujeres que, como yo, creyeron y protagonizaron
el feminismo y ahora se atreven a analizar los errores de aquella
revolución. No porque fuese inadecuado conquistar la igualdad de derechos,
sino porque para hacerlo, y visto que estábamos más solas que la una,
tuvimos que censurar la importancia de la vida conyugal y familiar. Todas
las revoluciones tienen su lado oscuro. El lado de la guillotina y del
gulag, el lado de la exageración y la mentira.
En el caso de la reivindicación de la vida pública, laboral e
intelectual de la mujer se sacrificó la estabilidad doméstica. Pensemos en
nuestras ministras, que andan poco más allá de mis cuarenta años de edad:
este Gobierno tiene ocho mujeres, la mitad separadas o solteras, ¿saben
cuántos hijos acumulan entre las ocho? Cuatro. Cuatro criaturas. Las
ministras españolas representan a una generación donde, para llegar alto
en el trabajo, había que apuntar bajo en lo privado. Ahora que muchas
mujeres, mitad en serio notad en broma, exclaman « ¿Liberación, qué
liberación?», y se quejan de exceso de trabajo, en casa y fuera, ha llegado
el momento de echar cuentas con una sociedad nueva donde la inestabilidad
familiar está a la orden del día, los niños crecen frecuentemente sin padre
o madre y donde la depresión, la agresividad y la falta de paz empiezan a
resultar llamativos. ¿Qué hemos hecho mal? Pues seguramente y es un
meaculpa que tienen que entonar tanto hombres como mujeres- menospreciar el
trabajo que nuestras madres y abuelas desempeñaron en el gobierno de los
hogares y en la crianza y educación de los hijos.
Hemos cometido el imperdonable pecado de pensar que llevar una casa y
formar a los hijos es fácil, tan fácil y prescindible que cualquier
guardería podía sustituir a la madre en su trabajo. Y ellas, madres y
abuelas, despreciadas y acomplejadas, formaron una generación de
mujeres -nosotras- convencidas de que para «realizarse» había que
desarrollar una ambiciosa carrera profesional. Eso es todo lo que ha
ocurrido. Ahora, una vez «realizadas», constatamos que las casas desiertas,
los niños con llave en el bolsillo, las parejas divorciadas por culpa de
largas discusiones a la vuelta de jornadas laborales interminables,
constituyen un precio demasiado alto. Que todos, hombres y mujeres, hemos
cambiado tranquilidad y estabilidad por éxito... y que tal vez no merecía
pena. Me pregunto si estamos a tiempo de corregir algo. No de volver a lo de
la pata quebrada, que no tiene sentido, pero sí de regresar todos a la
construcción de hogares sólidos y amables, donde padres y madres se ocupen
de los hijos de forma continuada, donde sea posible hacer el amor más a
menudo y donde el trabajo «de fuera» vuelva a ser exclusivamente lo que debe
ser: una forma honrada de mantener a la familia.
Cristina LÓPEZ SCHLICHTING
http://www.larazon.es/
forma de pensar de algunas mujeres que, como yo, creyeron y protagonizaron
el feminismo y ahora se atreven a analizar los errores de aquella
revolución. No porque fuese inadecuado conquistar la igualdad de derechos,
sino porque para hacerlo, y visto que estábamos más solas que la una,
tuvimos que censurar la importancia de la vida conyugal y familiar. Todas
las revoluciones tienen su lado oscuro. El lado de la guillotina y del
gulag, el lado de la exageración y la mentira.
En el caso de la reivindicación de la vida pública, laboral e
intelectual de la mujer se sacrificó la estabilidad doméstica. Pensemos en
nuestras ministras, que andan poco más allá de mis cuarenta años de edad:
este Gobierno tiene ocho mujeres, la mitad separadas o solteras, ¿saben
cuántos hijos acumulan entre las ocho? Cuatro. Cuatro criaturas. Las
ministras españolas representan a una generación donde, para llegar alto
en el trabajo, había que apuntar bajo en lo privado. Ahora que muchas
mujeres, mitad en serio notad en broma, exclaman « ¿Liberación, qué
liberación?», y se quejan de exceso de trabajo, en casa y fuera, ha llegado
el momento de echar cuentas con una sociedad nueva donde la inestabilidad
familiar está a la orden del día, los niños crecen frecuentemente sin padre
o madre y donde la depresión, la agresividad y la falta de paz empiezan a
resultar llamativos. ¿Qué hemos hecho mal? Pues seguramente y es un
meaculpa que tienen que entonar tanto hombres como mujeres- menospreciar el
trabajo que nuestras madres y abuelas desempeñaron en el gobierno de los
hogares y en la crianza y educación de los hijos.
Hemos cometido el imperdonable pecado de pensar que llevar una casa y
formar a los hijos es fácil, tan fácil y prescindible que cualquier
guardería podía sustituir a la madre en su trabajo. Y ellas, madres y
abuelas, despreciadas y acomplejadas, formaron una generación de
mujeres -nosotras- convencidas de que para «realizarse» había que
desarrollar una ambiciosa carrera profesional. Eso es todo lo que ha
ocurrido. Ahora, una vez «realizadas», constatamos que las casas desiertas,
los niños con llave en el bolsillo, las parejas divorciadas por culpa de
largas discusiones a la vuelta de jornadas laborales interminables,
constituyen un precio demasiado alto. Que todos, hombres y mujeres, hemos
cambiado tranquilidad y estabilidad por éxito... y que tal vez no merecía
pena. Me pregunto si estamos a tiempo de corregir algo. No de volver a lo de
la pata quebrada, que no tiene sentido, pero sí de regresar todos a la
construcción de hogares sólidos y amables, donde padres y madres se ocupen
de los hijos de forma continuada, donde sea posible hacer el amor más a
menudo y donde el trabajo «de fuera» vuelva a ser exclusivamente lo que debe
ser: una forma honrada de mantener a la familia.
Cristina LÓPEZ SCHLICHTING
http://www.larazon.es/