Yo me suelo salir de donde esté en cuanto huelo a pelo de la dehesa.
Un día cometí el error de leer un libro en español en una cafetería y antes de que pudiera ocultar la portada se me acercaron unos orcos ibéricos sin cuello y vestidos de amarillo y naranja fosforito, parecían más empleados de señalización de una autovía que otra cosa, pero eso sí, de Burberry. Sus señoras eran unos desagradables grajos e iban más decoradas que maquilladas, con ese tinte rubio veteado de negruzco, de frente corta, grasosa y arrugada que, vecina de un oscuro entrecejo, más parecían llevar una gorra calada de visera corta.
Comenzaron a molestar y vociferando, pretendían que les sirviera poco menos que de cicerone. Al graznido de ¨!Huy, mira! Un españolito! (juro que tal fué la sobrada de la acondroplásica hijaputa aquella, con voz de fumadora aguardentosa)
Rojo de verguenza, y con cara de circunstancias (el lugar precisamente se distingue por su tono de conversación tranquilo y discreto) hube de pintarrajearles un plano en una servilleta.
Es ver un bulto fosforito de menos de 1,70 y me cruzo de acera, hoygan.