Como me gustan las bibliotecas familiares con olor a berenjena de viejo jesuita peneuvero...Te quiero hermano, JAUNGOIKOA ETA LAGI ZARRA
La familia de José Félix había alquilado un hotelito en San Juan de Luz, frente al mar azul, luminoso, con bellas bañistas en maillot azul, tostándose en la playa. Los niños yodados, con cubos y palas, levantaban castillos de arena, festoneados por la espuma de la marea. En el Hotel Britania veraneaban los embajadores acreditados en Madrid. Se bailaba bajo el toldo de parras verdes de “L'Auberge” entre champagne frío con un vaho de hielo en el casco arropado de una servilleta; ostras con un sabor a perla disuelta y las espaldas desnudas de las muchachas. Empezó José Félix a frecuentar aquel mundo. Lo fomentaba su madre para alejarle de los republicanos.
-Debes buscar una buena chica y casarte. Ya estás en edad.
Se ponía el frac por primera vez y fumaba cigarrillos ingleses. Por las noches acudían al “Bar Basque” a tomar el aperitivo. Lo vasco era de buen tono, estaba de moda. Los honrados interiores (de oscuras maderas y fragatas colgadas), de los caseríos -lluvia, maizales y manzanos- se prostituían en las imitaciones de los bares americanos, con sus repisas de “whisky” y licores adornados con banderitas. El caballo de yeso blanco del “White Horse” y la banderita norteamericana sobre la coctelera siempre tintineante de trocitos de hielo con un ruido de termo roto.
Los chicos “bien” de Madrid inundaban el bar. Llevaban chaquetillas azules o de punto, verdes, pantalones blancos de playa y corbatas chillonas. Algunos se tocaban con la gorra de plata galonada del Sporting Club de Bilbao.
-¿Tú por aquí, José Félix?
-¿Qué hay, Telesforo?
Era Monzón. Un muchacho narigudo y pálido, de una finura femenina y provinciana. Se escandalizaba con las frases fuertes, oía misa todos los días y creía que era pecado bailar con las muchachas.
-¿No conoces? José Antonio Aguirre.
Sentábase Aguirre, la nariz vasca y la pequeña boina vizcaína en la mano.
-Vengo de Bilbao.
Se golpeaba los pantalones blancos donde se modelaban abultados sus músculos de delantero centro. Hablaba en vasco con el camarero.
-¿Qué tal va el partido?
-Magnífico; debemos unirnos todos contra ese Madrid de chulos y organilleros.
Muchos antiguos derechistas simpatizaban con los nacionalistas por su repruebo a la República. Telesforo recitaba en vasco un pequeño poema:
“La niebla llega
hasta la barra de Bayona
¡Oh país mío!
Te querré como los pájaros
aman a los pájaros,
como los peces
aman a sus crías”.
-A ver otro coctel. Y añadía en voz baja:
-¡Muera la República. Gora Euzkadi! -todavía no se atrevía a decir “Askatuta”.
Había en la mesa de al lado una muchacha alta, dorada, de grandes ojos verdes y boca grande, sensual. Cenaba con ella un señor de frac, alopécico, con el ojo izquierdo cruel e inmovilizado por el monóculo.
-Es el consejero de Checoslovaquia en Madrid. José Félix sintió la mirada de ella en la nuca. La contempló. Tenía unos ojos de fantasía musical y fabulosa.
-¿Y ella? Telesforo la definió con un ardor de helada castidad.
-Es una meretriz. Todas las noches baila en el Casino de Biarritz. Se despidieron.
-Mucho gusto, Aguirre. Adiós, Telesforo.
-Agur.