Este libro es un testimonio. No
«al sol que más calienta», sino a los astros que fueron ayer estrellas fijas de nuestro destino y que están hoy desapareciendo de nuestro horizonte. Un testimonio en favor del hombre eterno contra los ídolos que ha segregado nuestra locura y que devoran nuestra propia sustancia. Un grito de alarma profético frente al inmenso suicidio
colectivo que nos amenaza y que se reviste eufóricamente de los bellos nombres de progreso, de sentido de la historia, de liberación, de democracia, cuando no de ecumenismo o de
«aggiornamento».
Por ello, este libro posee todas las virtudes de la novedad. En un siglo en el que reina el conformismo del absurdo y del desorden, en que el ídolo de la revolución permanente se ha convertido en centro de atracción para los
rebaños de esclavos teledirigidos, nada hay más nuevo ni más insólito que predicar el retorno a las fuentes y defender la naturaleza y la tradición.
«Nunca como hoy el genio de una época se ha aplicado a la destrucción minuciosa de su propia Ciudad humana (de sus valores y de su sentido) hasta el extremo paradójico de que el conformismo ambiental se expresa hoy por la actitud revolucionaria, y que la posición insostenible, heroica, ha llegado a ser la conservación y la fidelidad.» (cfr. Cap. I, p. 25)
La
«Ciudad de los hombres» que defiende
Rafael Gambra estaba hecha de un conjunto de lazos vivos y vividos que, a través de los diferentes niveles de la creación, mantenían al hombre unido a su origen y le orientaban hacia su fin. La casa, la patria, el templo, le protegían contra el aislamiento en el espacio; las costumbres, los ritos, las tradiciones, al hacer gravitar las horas en torno a un eje inmóvil, le elevaban por encima del poder destructor del tiempo.
Hoy estamos presenciando la agonía de esta
«Ciudad de los hombres». El liberalismo, al aislar a los individuos, y el estatismo, al reagruparlos en vastos conjuntos artificiales y anónimos, han transformado a la sociedad en un inmenso desierto cuyas ciegas arenas son arrebatadas en los torbellinos del viento de la historia. Y el hombre, víctima de este fenómeno de erosión, no tiene ya jovenlandesada en el espacio (se ve, a la vez, en prisión y en destierro), ni punto de referencia en un tiempo por el que corre cada vez más deprisa sin saber adónde va.
Las ciudades de antaño, al enlazar al hombre con las realidades visibles e invisibles, le ayudaban a elevarse sobre sí mismo. Hoy día, el ideal que se le propone no es vertical, sino horizontal: está en la carrera misma, en la
«huida hacia delante», y no en el crecimiento espiritual. En lugar de intentar reproducir un arquetipo eterno, hay que dejarse arrastrar por un movimiento perpetuo y siempre acelerado. Psicólogos y sociólogos
«al día» nos hablan sin cesar de la
«mutación radical exigida por los progresos de la técnica y de la socialización». En este punto, los luminosos análisis de
Rafel Gambra sobre la aceleración de la historia coinciden con los recientes juicios de una jóven filósofa francesa,
Françoise Chauvin:
«[…] los hombres han deseado siempre cambiar; pero en otro tiempo necesitaban ese cambio para acercarse a aquello que no cambia, al paso que hoy quieren cambiar para adaptarse a lo que de continuo cambia… Ya no se trata de ganar altura, sino de llevar la delantera; no de superarse, sino de no dejarse adelantar.»
El hombre se encuentra así reducido al más pobre de sus atributos, al más próximo a la nada: el cambio indeterminado, sin principio y sin objeto…
Que este tipo humano así fabricado en el laboratorio del progreso y de la democracia abstracta goce de un nivel material incomparablemente superior al de sus antepasados; que pueda esperar, en un porvenir más o menos próximo, verse libre de la miseria, de la enfermedad y de la guerra, poco importa: habrá perdido esos dos bienes esenciales e irreemplazables para él, que son el arraigo y la continuidad; y, con ellos, la posibilidad misma de ejercer las más altas virtudes del hombre: el amor y la fidelidad.
«¿Cómo ser fiel a un flujo o evolución permanentes? ¿Cómo amar lo abstracto conceptual que no tiene forma o figura humana ni divina?» (cfr. Cap. IX, pp. 136-137)
Aún peor, ni siquiera se acordará del bien perdido: pierde lo esencial sin darse cuenta de que lo ha perdido (cfr.
Saint-Exupéry). Asegurado contra todos los riesgos, quedará al mismo tiempo insensibilizado a todas las promesas. Acuden a la memoria los versos de
Machado:
«soledad de corazón sombrío, de barco sin naufragio y sin estrella…»
Las páginas más emocionantes y más dolorosas de este libro son aquellas en las que el autor analiza los efectos de este proceso de desintegración en el seno de la
Iglesia Católica. El progresismo católico corta los puentes (
Simón Weil diría los
«Metaxu») entre el hombre y
Dios, la tierra y el cielo. Una religión que disuelve lo eterno en la historia y que rechaza, como adherencia de un pasado para siempre concluso, prácticas y ritos que son el punto de inserción de lo infinito en el espacio y de lo eterno en el tiempo… tal religión no será más que un vago humanitarismo, sin forma y sin contenido. En ella, la prespitación a los ídolos del siglo se reviste del vocablo halagüeño de
«apertura al mundo»; la mescolanza y la confusión se presentan como un progreso hacia la unidad; la deserción se disfraza de
«superación». ¿Cómo no evocar las líneas proféticas de
Dostoievski?
«… cuando los pueblos comienzan a tener dioses comunes, es signo de fin para esos pueblos y para sus dioses… Cuando más fuerte es un pueblo, más difiere su Dios de los otros dioses… Cuando muchos pueblos ponen en común sus nociones del bien y del mal, es entonces cuando la distincinón entre el bien y el mal desaparece[2].»
Gustave Thibon:
“Prólogo”
Rafael Gambra Ciudad:
“El silencio de Dios”
Madrid: Ciudadela Libros S.L., 2007, Col. Ciudadela Pensamiento 1,
158 pp., pp. 11-16, ISBN: 978-84-935173-7-3