Lo curioso de las resoluciones judiciales es que, lo mismo las que inadmiten (cuando el demandante no tiene interés legítimo, o no hay daño, o el tribunal no puede aportar remedio alguno) que las que desestiman con perjuicio (es decir, entran al fondo de la cuestión, dicen que el demandante no tiene razón, y le dan la razón al demandado), se dictan en cuestión de horas, no están argumentadas y da la impresión de que los jueces están jugando al rebota rebota y en tu trastero explota, y no quieren saber absolutamente nada de la cuestión.
Un juez español marearía la perdiz hasta que Biden estuviese criando malvas y entonces determinaría que los hechos habían prescrito.
Es aún más curioso, al menos desde la perspectiva europea, porque lo cierto es que si los jueces no tuviesen tanto reparo en entrar al fondo de la cuestión, el equipo jurídico de Trump tendría verdaderos problemas a la hora de indicar en el suplico qué es lo que quiere que haga el juez, en especial, en el caso del Supremo, y cómo eso iba a permitir que Trump siguiese siendo presidente.
En el ordenamiento jurídico americano los ilícitos civiles se resuelven bien en el sistema de equidad (en el que se pueden imponer obligaciones de hacer y de no hacer, y en el que el juez tiene un amplio margen de maniobra, a cambio de que el demandante sea rápido y diligente en su solicitud, y no haya vía para remediar el asunto en el sistema de derecho), bien en el sistema de derecho (ya sea el common law consuetudinario, o el statutory law, el derecho promulgado, que cada vez es más importante, al contrario de lo que podríamos pensar desde Europa). Una de las características del sistema de derecho es que se suele buscar preponderantemente indemnizar el daño, más que evitarlo o deshacerlo. Esto es una diferencia con el sistema de equidad.
Esa estructura mental (oposición equidad-derecho y dentro del derecho, derecho consuetudiarnio - derecho promulgado) es la que configura la forma de operar jurídicamente en Estados Unidos y en el Reino Unido. Añádanse las esferas estatales y federales, cada una con sus propios tribunales de instancia y de apelación, que normalmente no pueden cruzarse (salvo, tal vez, por motivos de constitucionalidad), y se tiene un perfecto galimatías, escondido dentro de un laberinto.
Que los jueces estén alejando de sí este cáliz como si fuera la cicuta de Sócrates nos indica hasta qué punto la cuestión es peligrosa. Una sentencia bien argumentada, o un voto divergente bien fundamentado, en cualquiera de los dos sentidos, haría entrar al ponente en el olimpo jurídico estadounidense. Y aún así, ni con un palo quieren tocar este asunto.