Alatriste
Madmaxista
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Faltan limpiacoches, dice el Instituto Nacional de Empleo (INEM). Pero también panaderos, enterradores, carniceros... En un país con más de dos millones de parados, la gran paradoja es que tenemos que recurrir a los pagapensiones para cubrir los trabajos que no queremos. Magazine inicia una serie sobre las profesiones menos deseadas por los españoles.
A pesar de que nuestro país cuenta con más de dos millones de parados, la Administración facilita la contratación de pagapensiones no comunitarios para cubrir estos puestos. Magazine inicia una serie sobre los trabajos menos deseados con Espido Freire. La escritora no tiene carné de conducir y el de las cuatro ruedas tampoco es su mundo, pero aceptó ponerse en la piel de un lavacoches y descubrir así las razones por las que esta labor no tiene tirón entre nuestros compatriotas. «Me cuentan que, tras semanas de trabajo, las uñas se agrietan, la espalda tira y las manos se vuelven ásperas».
He sido siempre torpe con las puertas del coche, con los cierres de los maleteros, las palancas que los inclinan o los amplían. Nunca me examiné para conseguir el carné de conducir, no poseo ningún vehículo. Me acerco a la conducción y a todo lo que supone con recelo y desagrado; el olor a gasolina, el peligro de un mal volantazo, la limitación de movimientos. No me sentiría más insegura con fieras reales. En el hangar de techos altísimos, de paredes azules, en las que los coches entran embarrados y salen relucientes, todo me resulta desconocido; mi uniforme, gris y naranja, tan lejos de las fantasías eróticas de las limpiacoches rubias con biquini envueltas en espuma, protege del frío, pero la humedad encrespa el pelo y la piel absorbe el vapor de agua con los productos de limpieza, un tósigo que no siempre permite respirar con facilidad. Hay una radio cuadrada y enorme sujeta con cinta de embalaje. Alguien se dejó un sombrero hongo que sirvió para un disfraz de cura durante carnavales, y allí continúa, sobre el extintor de fuego, como un escarabajo gigante.
El proceso de limpiar un coche se encuentra mecanizado y, en apariencia, regulado por movimientos simples. Cuando el conductor entra en el túnel de lavado, los limpiadores, generalmente dos, aspiran el interior. El aspirador, muy potente, exige que la muñeca se mueva con rapidez, para que no se dañen los tendones, pero que presione con intensidad, o las alfombrillas no quedarán limpias. Si no se inclina la espalda desde la cintura, con el cuarto coche del día, el dolor resulta insoportable. Para que no impida los movimientos cuando se gira en torno al coche, la boca del aspirador se cuelga del pantalón, y queda prendida, succionando la tela y la piel.
Esa será la parte de todo el lavado que más me agrade: la única que permite acceder al interior del vehículo y adivinar algo de la intimidad de quién lo conduce. Las sillitas de bebé significan que aparecerán gominolas, pequeños juguetes, migas de galletas, incluso estrellitas y confeti. Los niños se alegran mucho cuando recuperan un juguete perdido, como si en lugar de bajo el asiento regresara de un viaje peligroso. Muchos se muestran tímidos, es domingo por la mañana y se han acercado con sus vestidos de fiesta, para bañar al que creen otro miembro de la familia.
Los animales (del interior de un coche surgen dos perros de tamaño pequeño, amistosos e inquietos) dejan más olor, pero menos suciedad que muchos seres humanos. Es imposible no juzgar frente a un coche manchado de hojas y polvo muy antiguo, ante las fundas más rotas y manchadas. La suciedad y el descuido de lo material, decían, era una señal de santidad. Al parecer, aún hay muchos santos. El hedor de los ceniceros que rebosan perdura en mis manos durante horas, no importa con qué las limpie. Las alfombrillas, la tapicería, huelen a cigarrillo de modo tan intenso que casi me entran náuseas. Hay huellas recientes de leche en uno de los asientos traseros, rozaduras de tiempo y uñas en algunas de las fundas de cuero. Mientras aspiro mi lateral aparecen monedas o barras de labios, y los dueños observan sin curiosidad mirando, como si la realidad se encontrara más allá, los movimientos y el chorro de aire. Es una mirada extraña, que atraviesa el cuerpo como si fuera transparente. La que se dedica a las plantas o a los camareros.
Productos peligrosos. Recuperan luego su propiedad y su espacio metálico y mueven el coche hasta el prelavado. El sonido de la cumbia vuelve a ocupar las paredes azules en el intervalo durante el cual el aspirador calla y la pistola manual comienza a escupir agua y jabón. Las ruedas demasiado sucias necesitan primero un repaso con un líquido especial. Eduardo, uno de mis compañeros, me alerta: el líquido es abrasivo, despelleja las manos si no se maneja el spray con cuidado. Trabajo sin guantes, y noto pronto las palmas endurecidas y calientes. Los distintos líquidos (rojizo para el interior del coche, amarillento para las ruedas, verdes, como elixires de menta, para las máquinas) se alinean por colores, y ya he tenido una mala experiencia con uno de ellos, que tenía el cabezal aflojado. El ojo aún me escuece.
El metal de las ruedas brilla, nuevo, después de esos cuidados. La pistola de agua limpia a presión, y emborrona el interior del coche, que sólo se ve a través de las cortinas de espuma. El dueño del coche aguarda dentro, casi siempre hierático, sin hablar. No hay nada qué hacer, salvo esperar a que el chaparrón artificial pase. Me muevo alrededor con los cables de la pistola enroscados en torno a la cintura, como las strippers con sus boas. Se trabaja con todo el cuerpo y la longitud de la pistola palía mi falta de estatura. Hasta ahora no me he encontrado con dificultades físicas. Como no soy una mujer fuerte, temía verme impotente con pesos, o con máquinas grandes. No ha sido el caso. La rapidez, la precisión del chorro, tanto de aire como de agua, la meticulosidad de la limpieza, importan más que cualquier otra cosa.
El coche avanza hacia la tercera fase. Aún goteando espuma y agua, se prepara para la máquina de limpieza. La estación de lavado en la que yo trabajo cuenta con unos rodillos de neopreno, más largos y suaves que las tiras convencionales, que miman los coches delicados. Es una máquina cara y sofisticada, que no se encuentra en todos los sitios. La máquina avanza y retrocede, y las leyes ópticas se alteran. Es el coche el que parece moverse. Una vez que se ha introducido la ficha que inicia el lavado en su ranura, y si no hay más coches a la espera, esos minutos son de calma. Quico, mi otro compañero, enciende un cigarro, ordenamos los líquidos o contemplamos el movimiento de la máquina. Las tiras de neopreno se hinchan, juncos agitados, y se desperezan, como un gran perro de aguas azul y blanco, y el aire se llena de vapor. Sobre las botas del uniforme cruzo por un lateral de la máquina a cielo abierto: quedan algunas gotas de agua que hay que secar a mano, con bayetas escurridas o papel blanco. Prefiero el papel. En mi casa los cristales siempre se han limpiado con papeles de periódicos, y las bayetas están frías y viscosas, como una babosa amarilla. El cliente paga ocho euros y medio. A veces, deja una propina. El coche, si aparece el sol en el cielo entreverado de nubes, reluce como un anillo, y la satisfacción del trabajo es inmediata. En unos minutos, nuestras manos y la máquina peluda han transformado lo viejo, lo feo, lo sucio, en algo renovado.
Coches de lujo. Tomamos un café en mitad de la tarea, en la máquina de la tienda contigua. Al otro lado del escaparate, la gasolinera que completa el conjunto bombea petróleo como un corazón gigantesco. Ha comenzado a llover y es poco probable que el resto de la jornada nos traiga tanto trabajo como hasta ahora. Los grandes coches que aparcan a la puerta de la colonia de El Viso, en Madrid, esperan al buen tiempo. Mis compañeros hablan del Porsche, del Ferrari que limpiaron el otro día. Calculan sus precios y su edad. Eduardo, peruano, lleva dos años trabajando allí. Se mueve con calma, conoce a casi todos los clientes y de vez en cuando, canta. Quico, andaluz, sólo hace dos semanas que comenzó. Hablamos del Atlético y los fracasos de los entrenadores. Quico enciende otro cigarro, lejos de la gasolinera, cubierto por la capa protectora del rocío de la máquina. Son amables, francos, no tienen pelos en la lengua ni demasiado tiempo para perder. Dicen que en los malos días hay tiempo para leer, para hacer crucigramas, para aprender la paciencia, y que en los buenos, esa paciencia acumulada se pone a prueba con la prisa, con las exigencias de algunos clientes y el cansancio.
Durante mis turnos, los dueños de los coches observan una educación exquisita. No encuentro malos modales, ni gestos autoritarios. Más bien al contrario, diera la sensación de que se someten al orden impuesto del lavado, resignados a entregar el coche a unos extraños. Los niños mayores quieren vivir desde dentro todo el proceso. Fingen que manipulan el volante y se escurren en los asientos como lagartijas. Los pequeñitos no saben si disfrutar o echarse a llorar. El ruido les asusta, y los olores son punzantes y extraños.
He sido siempre torpe con las puertas que abren los coches, los maleteros que se cierran cerca de la cabeza, las palancas que manipulo y que modifican la distancia entre los asientos; los dueños las encuentran extrañas y rectifican con impaciencia. Antes o después tenía que ocurrir; mientras aspiro me golpeo la frente contra el borde aguzado de una puerta que olvidé cerrar. El dolor es intenso, y noto cómo se hincha la piel bajo la línea del pelo. Al cabo de un momento siento que un líquido corre por mi cara. Son unas gotas de sangre, tan escandalosa. Tengo una herida muy pequeña, pero que hay que cubrir, porque sigue sangrando y puede infectarse con los líquidos y el vapor lleno de detergente. Me siento estulta y la tirita de la frente me lo recuerda constantemente. No había tenido un chichón tan grande desde que cumplí los ocho años. Cuando me río o intento fruncir la frente, me duele y tengo que cerrar los ojos.
Me cuentan que, tras semanas de trabajo, las uñas se agrietan, la espalda tira, las manos se vuelven ásperas y secas. Aparte de eso, la monotonía, la repetición de un trabajo siempre igual, sin creatividad ni apenas iniciativa [se entra a las 9 de la mañana y se sale las 8 de la tarde, con una hora para comer]. Una vida tranquila. El esfuerzo de mover el brazo de la pistola por encima de los hombros o el de las muñecas que conducen el aspirador se tolera bien. Es la lluvia, la inacción, el parón económico al final de cada mes lo que más carga la mente. Es ésta una empresa que se alimenta de todo lo que hemos aprendido a considerar políticamente incorrecto: la mejora del transporte público le afecta. El aumento del precio del petróleo, también. La falta de cuidado ante el aspecto del coche, una tarjeta de presentación del dueño, también. El agua, al menos, no sale de un circuito cerrado que se renueva y reutiliza constantemente.
Con propina. Al cabo de las horas, no se hace necesario pensar. Las diferencias al cuidar un coche u otro no dependen de la técnica, que es una y única, sino, como en todas partes, del trato del cliente hacia el trabajador, de su fidelidad y sus maneras. Son unos movimientos muy sutiles, que tienen más de homenaje, de complicidad hacia el dueño, que de diferencia real. Yo, que no conozco a nadie, trato a todos por igual. Sólo un muchacho joven reacciona de manera evidente cuando ve que quien le atiende es una chica. Sonríe, muy amable, y me deja el paso libre. Es uno de los pocos que me mira de una manera real y me ve. Recibo mi primera propina de un señor habitual, satisfecho por cómo he aspirado el coche. «Hasta las hilachas has retirado», me dice. [El sueldo mensual es de 750 euros, propinas aparte].
Cuando abandono el trabajo, con la frente en un latido permanente, camino hacia mi casa. Mi mirada se posa en los coches aparcados. Nunca lo hago, paso a su lado como si fueran postes que impiden el paso. Ahora, tras los turnos trabajados en la estación de lavado, aprecio los rayones, los parabrisas con huellas de polvo y polen. Las ruedas empañadas. «Éste –pienso– necesitará el spray». «Este, al que acaban de limpiar, no pasó por el perro de neopreno». Yo añado, sin poder evitarlo: «Yo lo hubiera dejado mucho mejor».
http://www.elmundo.es/suplementos/magazine/2007/394/1176486833.html
A pesar de que nuestro país cuenta con más de dos millones de parados, la Administración facilita la contratación de pagapensiones no comunitarios para cubrir estos puestos. Magazine inicia una serie sobre los trabajos menos deseados con Espido Freire. La escritora no tiene carné de conducir y el de las cuatro ruedas tampoco es su mundo, pero aceptó ponerse en la piel de un lavacoches y descubrir así las razones por las que esta labor no tiene tirón entre nuestros compatriotas. «Me cuentan que, tras semanas de trabajo, las uñas se agrietan, la espalda tira y las manos se vuelven ásperas».
He sido siempre torpe con las puertas del coche, con los cierres de los maleteros, las palancas que los inclinan o los amplían. Nunca me examiné para conseguir el carné de conducir, no poseo ningún vehículo. Me acerco a la conducción y a todo lo que supone con recelo y desagrado; el olor a gasolina, el peligro de un mal volantazo, la limitación de movimientos. No me sentiría más insegura con fieras reales. En el hangar de techos altísimos, de paredes azules, en las que los coches entran embarrados y salen relucientes, todo me resulta desconocido; mi uniforme, gris y naranja, tan lejos de las fantasías eróticas de las limpiacoches rubias con biquini envueltas en espuma, protege del frío, pero la humedad encrespa el pelo y la piel absorbe el vapor de agua con los productos de limpieza, un tósigo que no siempre permite respirar con facilidad. Hay una radio cuadrada y enorme sujeta con cinta de embalaje. Alguien se dejó un sombrero hongo que sirvió para un disfraz de cura durante carnavales, y allí continúa, sobre el extintor de fuego, como un escarabajo gigante.
El proceso de limpiar un coche se encuentra mecanizado y, en apariencia, regulado por movimientos simples. Cuando el conductor entra en el túnel de lavado, los limpiadores, generalmente dos, aspiran el interior. El aspirador, muy potente, exige que la muñeca se mueva con rapidez, para que no se dañen los tendones, pero que presione con intensidad, o las alfombrillas no quedarán limpias. Si no se inclina la espalda desde la cintura, con el cuarto coche del día, el dolor resulta insoportable. Para que no impida los movimientos cuando se gira en torno al coche, la boca del aspirador se cuelga del pantalón, y queda prendida, succionando la tela y la piel.
Esa será la parte de todo el lavado que más me agrade: la única que permite acceder al interior del vehículo y adivinar algo de la intimidad de quién lo conduce. Las sillitas de bebé significan que aparecerán gominolas, pequeños juguetes, migas de galletas, incluso estrellitas y confeti. Los niños se alegran mucho cuando recuperan un juguete perdido, como si en lugar de bajo el asiento regresara de un viaje peligroso. Muchos se muestran tímidos, es domingo por la mañana y se han acercado con sus vestidos de fiesta, para bañar al que creen otro miembro de la familia.
Los animales (del interior de un coche surgen dos perros de tamaño pequeño, amistosos e inquietos) dejan más olor, pero menos suciedad que muchos seres humanos. Es imposible no juzgar frente a un coche manchado de hojas y polvo muy antiguo, ante las fundas más rotas y manchadas. La suciedad y el descuido de lo material, decían, era una señal de santidad. Al parecer, aún hay muchos santos. El hedor de los ceniceros que rebosan perdura en mis manos durante horas, no importa con qué las limpie. Las alfombrillas, la tapicería, huelen a cigarrillo de modo tan intenso que casi me entran náuseas. Hay huellas recientes de leche en uno de los asientos traseros, rozaduras de tiempo y uñas en algunas de las fundas de cuero. Mientras aspiro mi lateral aparecen monedas o barras de labios, y los dueños observan sin curiosidad mirando, como si la realidad se encontrara más allá, los movimientos y el chorro de aire. Es una mirada extraña, que atraviesa el cuerpo como si fuera transparente. La que se dedica a las plantas o a los camareros.
Productos peligrosos. Recuperan luego su propiedad y su espacio metálico y mueven el coche hasta el prelavado. El sonido de la cumbia vuelve a ocupar las paredes azules en el intervalo durante el cual el aspirador calla y la pistola manual comienza a escupir agua y jabón. Las ruedas demasiado sucias necesitan primero un repaso con un líquido especial. Eduardo, uno de mis compañeros, me alerta: el líquido es abrasivo, despelleja las manos si no se maneja el spray con cuidado. Trabajo sin guantes, y noto pronto las palmas endurecidas y calientes. Los distintos líquidos (rojizo para el interior del coche, amarillento para las ruedas, verdes, como elixires de menta, para las máquinas) se alinean por colores, y ya he tenido una mala experiencia con uno de ellos, que tenía el cabezal aflojado. El ojo aún me escuece.
El metal de las ruedas brilla, nuevo, después de esos cuidados. La pistola de agua limpia a presión, y emborrona el interior del coche, que sólo se ve a través de las cortinas de espuma. El dueño del coche aguarda dentro, casi siempre hierático, sin hablar. No hay nada qué hacer, salvo esperar a que el chaparrón artificial pase. Me muevo alrededor con los cables de la pistola enroscados en torno a la cintura, como las strippers con sus boas. Se trabaja con todo el cuerpo y la longitud de la pistola palía mi falta de estatura. Hasta ahora no me he encontrado con dificultades físicas. Como no soy una mujer fuerte, temía verme impotente con pesos, o con máquinas grandes. No ha sido el caso. La rapidez, la precisión del chorro, tanto de aire como de agua, la meticulosidad de la limpieza, importan más que cualquier otra cosa.
El coche avanza hacia la tercera fase. Aún goteando espuma y agua, se prepara para la máquina de limpieza. La estación de lavado en la que yo trabajo cuenta con unos rodillos de neopreno, más largos y suaves que las tiras convencionales, que miman los coches delicados. Es una máquina cara y sofisticada, que no se encuentra en todos los sitios. La máquina avanza y retrocede, y las leyes ópticas se alteran. Es el coche el que parece moverse. Una vez que se ha introducido la ficha que inicia el lavado en su ranura, y si no hay más coches a la espera, esos minutos son de calma. Quico, mi otro compañero, enciende un cigarro, ordenamos los líquidos o contemplamos el movimiento de la máquina. Las tiras de neopreno se hinchan, juncos agitados, y se desperezan, como un gran perro de aguas azul y blanco, y el aire se llena de vapor. Sobre las botas del uniforme cruzo por un lateral de la máquina a cielo abierto: quedan algunas gotas de agua que hay que secar a mano, con bayetas escurridas o papel blanco. Prefiero el papel. En mi casa los cristales siempre se han limpiado con papeles de periódicos, y las bayetas están frías y viscosas, como una babosa amarilla. El cliente paga ocho euros y medio. A veces, deja una propina. El coche, si aparece el sol en el cielo entreverado de nubes, reluce como un anillo, y la satisfacción del trabajo es inmediata. En unos minutos, nuestras manos y la máquina peluda han transformado lo viejo, lo feo, lo sucio, en algo renovado.
Coches de lujo. Tomamos un café en mitad de la tarea, en la máquina de la tienda contigua. Al otro lado del escaparate, la gasolinera que completa el conjunto bombea petróleo como un corazón gigantesco. Ha comenzado a llover y es poco probable que el resto de la jornada nos traiga tanto trabajo como hasta ahora. Los grandes coches que aparcan a la puerta de la colonia de El Viso, en Madrid, esperan al buen tiempo. Mis compañeros hablan del Porsche, del Ferrari que limpiaron el otro día. Calculan sus precios y su edad. Eduardo, peruano, lleva dos años trabajando allí. Se mueve con calma, conoce a casi todos los clientes y de vez en cuando, canta. Quico, andaluz, sólo hace dos semanas que comenzó. Hablamos del Atlético y los fracasos de los entrenadores. Quico enciende otro cigarro, lejos de la gasolinera, cubierto por la capa protectora del rocío de la máquina. Son amables, francos, no tienen pelos en la lengua ni demasiado tiempo para perder. Dicen que en los malos días hay tiempo para leer, para hacer crucigramas, para aprender la paciencia, y que en los buenos, esa paciencia acumulada se pone a prueba con la prisa, con las exigencias de algunos clientes y el cansancio.
Durante mis turnos, los dueños de los coches observan una educación exquisita. No encuentro malos modales, ni gestos autoritarios. Más bien al contrario, diera la sensación de que se someten al orden impuesto del lavado, resignados a entregar el coche a unos extraños. Los niños mayores quieren vivir desde dentro todo el proceso. Fingen que manipulan el volante y se escurren en los asientos como lagartijas. Los pequeñitos no saben si disfrutar o echarse a llorar. El ruido les asusta, y los olores son punzantes y extraños.
He sido siempre torpe con las puertas que abren los coches, los maleteros que se cierran cerca de la cabeza, las palancas que manipulo y que modifican la distancia entre los asientos; los dueños las encuentran extrañas y rectifican con impaciencia. Antes o después tenía que ocurrir; mientras aspiro me golpeo la frente contra el borde aguzado de una puerta que olvidé cerrar. El dolor es intenso, y noto cómo se hincha la piel bajo la línea del pelo. Al cabo de un momento siento que un líquido corre por mi cara. Son unas gotas de sangre, tan escandalosa. Tengo una herida muy pequeña, pero que hay que cubrir, porque sigue sangrando y puede infectarse con los líquidos y el vapor lleno de detergente. Me siento estulta y la tirita de la frente me lo recuerda constantemente. No había tenido un chichón tan grande desde que cumplí los ocho años. Cuando me río o intento fruncir la frente, me duele y tengo que cerrar los ojos.
Me cuentan que, tras semanas de trabajo, las uñas se agrietan, la espalda tira, las manos se vuelven ásperas y secas. Aparte de eso, la monotonía, la repetición de un trabajo siempre igual, sin creatividad ni apenas iniciativa [se entra a las 9 de la mañana y se sale las 8 de la tarde, con una hora para comer]. Una vida tranquila. El esfuerzo de mover el brazo de la pistola por encima de los hombros o el de las muñecas que conducen el aspirador se tolera bien. Es la lluvia, la inacción, el parón económico al final de cada mes lo que más carga la mente. Es ésta una empresa que se alimenta de todo lo que hemos aprendido a considerar políticamente incorrecto: la mejora del transporte público le afecta. El aumento del precio del petróleo, también. La falta de cuidado ante el aspecto del coche, una tarjeta de presentación del dueño, también. El agua, al menos, no sale de un circuito cerrado que se renueva y reutiliza constantemente.
Con propina. Al cabo de las horas, no se hace necesario pensar. Las diferencias al cuidar un coche u otro no dependen de la técnica, que es una y única, sino, como en todas partes, del trato del cliente hacia el trabajador, de su fidelidad y sus maneras. Son unos movimientos muy sutiles, que tienen más de homenaje, de complicidad hacia el dueño, que de diferencia real. Yo, que no conozco a nadie, trato a todos por igual. Sólo un muchacho joven reacciona de manera evidente cuando ve que quien le atiende es una chica. Sonríe, muy amable, y me deja el paso libre. Es uno de los pocos que me mira de una manera real y me ve. Recibo mi primera propina de un señor habitual, satisfecho por cómo he aspirado el coche. «Hasta las hilachas has retirado», me dice. [El sueldo mensual es de 750 euros, propinas aparte].
Cuando abandono el trabajo, con la frente en un latido permanente, camino hacia mi casa. Mi mirada se posa en los coches aparcados. Nunca lo hago, paso a su lado como si fueran postes que impiden el paso. Ahora, tras los turnos trabajados en la estación de lavado, aprecio los rayones, los parabrisas con huellas de polvo y polen. Las ruedas empañadas. «Éste –pienso– necesitará el spray». «Este, al que acaban de limpiar, no pasó por el perro de neopreno». Yo añado, sin poder evitarlo: «Yo lo hubiera dejado mucho mejor».
http://www.elmundo.es/suplementos/magazine/2007/394/1176486833.html