Asurbanipal
Será en Octubre
España y sus naciones
Joan Romero
Catedrático emérito en la Universitat de València y autor de España inacabada
11.04.2024
Si nos aproximarnos a la compleja realidad política e institucional española, deberíamos asumir que España es un Estado plurinacional que hasta ahora ha sido incapaz de entender y gestionar esa realidad. Y, de otra parte, que responde al modelo de Estado compuesto que no ha explorado todas las posibilidades que ofrece el Título VIII de la Constitución de 1978 sin necesidad de modificarla.
El resultado, a día de hoy, es que nos encontramos ante un conflicto político profundo, consecuencia de la confrontación entre nacionalismos, un modelo de gobernanza incompleto y disfuncional que dificulta la formulación de políticas públicas coherentes y un progresivo alejamiento de la Unión Europea si atendemos a los indicadores de PIB regional. En definitiva, ante un riesgo de bloqueo político e institucional como nunca antes hemos afrontado desde la aprobación de la Constitución de 1978 y un cierto ensimismamiento ante una realidad europea y global que no espera.
Parafraseando a Joseph Nye, asistimos a dos partidas simultáneas de ajedrez que se dirimen en tableros superpuestos: en el primero, tiene lugar el enfrentamiento entre nacionalismos, más la presencia de identidades regionales fuertes. En el segundo tiene lugar el despliegue de políticas propias de un Estado compuesto, con tres niveles de gobierno que son Estado, con parlamentos regionales con poderes legislativos, y con una distribución de competencias que, de hecho, no son propiamente exclusivas de ninguno de esos niveles, sino que obligan a la coordinación y cooperación entre ellos.
Mi hipótesis es que el actual atasco político, que condiciona de forma muy importante la gobernabilidad, se debe en gran medida al hecho de que la confrontación que tiene lugar en el primer tablero se proyecta sobre el segundo, hasta el punto de devaluar, desactivar o convertir en irrelevantes dispositivos institucionales fundamentales en un Estado con textura federal. Podría decirse que el artículo 2 de la Constitución de 1978 se proyecta sobre todo el Título VIII hasta el punto de condicionar profundamente la gobernabilidad.
Más allá de visiones esencialistas, de historias y geografías más o menos fabuladas y de referencias a “fechas de nacimiento” de las respectivas naciones, la nuestra es la historia del fracaso de las élites en la construcción de un Estado-nación a imagen de otros países de nuestro entorno. La realidad española no cabía en patrones como el francés, aunque se haya intentado incluso por la fuerza, y tampoco ha alcanzado el patrón de estados federales plurinacionales. Es una historia de desencuentros.
El único momento en el que puede hablarse de voluntad política de acuerdo es el que se inicia años antes de la aprobación de la Constitución de 1978 y que se prologa hasta mitad de los años noventa del siglo pasado. Los pactos de la Moncloa de 15 de octubre de 1977 y la restitución de la Generalitat de Catalunya el 23 de octubre del mismo año, serían el precedente del pacto político de 1978. Un pacto que, visto en perspectiva, puso el acento más en la construcción de un Estado de nueva planta que en la nación. Esto es, resolvió el desencuentro histórico, el debate inacabado de las reformas estatutarias de 1932 y el traumático paréntesis del franquismo (aunque, como diría Pi i Margall, siguió durmiendo el fuego bajo las cenizas con Galeuzca en el exilio), con un artículo 2 de la Constitución que posponía el debate sobre las naciones para centrase en la nueva organización territorial. Porque todos sabían de dónde querían salir, aunque persistiera el desacuerdo sobre la estación término a la que llegar y los caminos por los que transitar.
De ahí, que otro gran acierto, a mi juicio, del texto constitucional fuera el de dejarla voluntariamente abierta, inacabada. Prefigurando distintas vías para ir dando forma a una nueva organización territorial que, fruto de distintos pactos políticos, han ido configurando un modelo de Estado que con el mismo texto constitucional hoy podría ser muy distinto. De hecho, la idea inicial de desarrollo era distinta de la que finalmente se adoptó. El resultado es el de un Estado en el que se ha avanzado mucho en el plano del autogobierno y muy poco en el de gobierno compartido. Se ha ido dando forma a un Estado funcionalmente federal, pero sin cultura política federal.
Pero, como diría Monterroso, el artículo 2 todavía sigue ahí. Y la referencia a nación española, nacionalidades y regiones también. Juan Linz ya advirtió en 1973 que avanzar en el reconocimiento de la diversidad profunda a partir de la distinción conceptual entre Estado y naciones no sería tarea sencilla. Él afirmaba ya entonces que “para la mayoría de los españoles España es un Estado-nación, para importantes minorías España es su Estado, pero no su nación y por lo tanto no su Estado-nación. Puede que esas minorías que se identifican con una nación catalana o, especialmente vasca, sean pequeñas, pero demuestran el fracaso de España y sus elites a la hora de construir una nación, sea cual sea el éxito en la construcción del Estado”. Y ahí seguimos. Si acaso, cabría añadir ahora que, para una parte indeterminada de esas comunidades, España no solo no es su nación, sino que aspira a que tampoco sea su Estado. Sea como fuere, las naciones seguirán ahí. Los sentimientos de pertenencia no remitirán, y eludirlo, negarlo o combatirlo, de nada servirá. Si bien, la existencia de esas naciones no necesariamente ha de canalizarse por la vía de la secesión, sino que pueden encontrarse formas que contribuyan a acordar un tipo de Estado que les proporcione el «techo» del que hablaba Juan Linz, y así sea reconocido por una mayoría suficiente.
Desgraciadamente, hemos regresado a la estación de salida. Tal vez incluso con menos perspectivas de alcanzar acuerdos que hace medio siglo. Un recurso político y una sentencia política sobre el Estatuto de Catalunya en 2010 contribuyeron mucho a degradar el diálogo entre naciones. Pero el proceso es muy anterior y el desencuentro entre nacionalismos se agudiza desde mediada la década de los noventa. Debilitando no solo la cultura de la negociación y el pacto permanentes, que había sido elemento esencial hasta el momento, sino deteriorando el pilar fundamental del pacto político: la lealtad institucional. La discusión sobre el artículo 2 ocupa ahora casi todo el espacio y es argumento fundamental en la estrategia de polarización que ha desbordado el ámbito de la política para politizar gran parte de las instituciones del Estado. Y es el mayor obstáculo para la formulación de políticas que se ocupen de los problemas concretos de una ciudadanía atrapada en un presente continuo, afectada por la inseguridad y en gran parte por la pobreza en un contexto de creciente complejidad e incertidumbre.
Casi mediada la tercera década del siglo XXI, como afirma Núñez Seixas, idea que comparto, se mantiene un delicado equilibrio entre un nacionalismo español que no es hegemónico y unas naciones internas que tampoco lo son en sus respectivos territorios de referencia. Y resulta aventurado sugerir posibles escenarios. Porque la tentación recentralizadora o la obstrucción por la vía judicial de la existencia de esa diversidad profunda no son una opción; las soluciones asimétricas para reconocer determinadas identidades nacionales ya no son aceptables por actores políticos que han conformado identidades regionales fuertes y que quieren ocupar el lugar que les corresponde, sin privilegios, pero sin agravios; la vía de la secesión o la tentación confederalizante no parece que sean fácilmente transitables.
Esta es nuestra ecuación histórica ahora. Más compleja que en 1978. Unos consideran excesivo el actual desarrollo del Estado Autonómico, y otros hace mucho tiempo que ya no están ahí y apuestan por el reconocimiento de un “estatus” diferente.
Queda muy poco espacio para el acuerdo entre las distintas visiones de las Españas. Pero, aunque sean acuerdos precarios, siempre será mejor opción que la quiebra de lealtad institucional, la ausencia de negociación y la confrontación permanente. Tal vez sea el momento de volver a revisitar el artículo 2 de la Constitución y explorar vías normalizadoras para este tiempo. Eso el tiempo lo dirá, aunque el actual contexto no lo permite. Nuestro desafío colectivo ahora debería empezar por definir, entender y asumir el momento histórico presente, recuperar la cultura del pacto y de los “consensos superpuestos”, en palabras de John Rawls, y mejorar la vida a una mayoría ciudadana que hoy asiste entre perpleja, irritada y desafecta al espectáculo de la crispación y la corrupción y que percibe la política como un problema. Combustible ideal para la abstención o para canalizar ese malestar difuso hacia posiciones extremas.
Joan Romero
Catedrático emérito en la Universitat de València y autor de España inacabada
11.04.2024
Si nos aproximarnos a la compleja realidad política e institucional española, deberíamos asumir que España es un Estado plurinacional que hasta ahora ha sido incapaz de entender y gestionar esa realidad. Y, de otra parte, que responde al modelo de Estado compuesto que no ha explorado todas las posibilidades que ofrece el Título VIII de la Constitución de 1978 sin necesidad de modificarla.
El resultado, a día de hoy, es que nos encontramos ante un conflicto político profundo, consecuencia de la confrontación entre nacionalismos, un modelo de gobernanza incompleto y disfuncional que dificulta la formulación de políticas públicas coherentes y un progresivo alejamiento de la Unión Europea si atendemos a los indicadores de PIB regional. En definitiva, ante un riesgo de bloqueo político e institucional como nunca antes hemos afrontado desde la aprobación de la Constitución de 1978 y un cierto ensimismamiento ante una realidad europea y global que no espera.
Parafraseando a Joseph Nye, asistimos a dos partidas simultáneas de ajedrez que se dirimen en tableros superpuestos: en el primero, tiene lugar el enfrentamiento entre nacionalismos, más la presencia de identidades regionales fuertes. En el segundo tiene lugar el despliegue de políticas propias de un Estado compuesto, con tres niveles de gobierno que son Estado, con parlamentos regionales con poderes legislativos, y con una distribución de competencias que, de hecho, no son propiamente exclusivas de ninguno de esos niveles, sino que obligan a la coordinación y cooperación entre ellos.
Mi hipótesis es que el actual atasco político, que condiciona de forma muy importante la gobernabilidad, se debe en gran medida al hecho de que la confrontación que tiene lugar en el primer tablero se proyecta sobre el segundo, hasta el punto de devaluar, desactivar o convertir en irrelevantes dispositivos institucionales fundamentales en un Estado con textura federal. Podría decirse que el artículo 2 de la Constitución de 1978 se proyecta sobre todo el Título VIII hasta el punto de condicionar profundamente la gobernabilidad.
Más allá de visiones esencialistas, de historias y geografías más o menos fabuladas y de referencias a “fechas de nacimiento” de las respectivas naciones, la nuestra es la historia del fracaso de las élites en la construcción de un Estado-nación a imagen de otros países de nuestro entorno. La realidad española no cabía en patrones como el francés, aunque se haya intentado incluso por la fuerza, y tampoco ha alcanzado el patrón de estados federales plurinacionales. Es una historia de desencuentros.
El único momento en el que puede hablarse de voluntad política de acuerdo es el que se inicia años antes de la aprobación de la Constitución de 1978 y que se prologa hasta mitad de los años noventa del siglo pasado. Los pactos de la Moncloa de 15 de octubre de 1977 y la restitución de la Generalitat de Catalunya el 23 de octubre del mismo año, serían el precedente del pacto político de 1978. Un pacto que, visto en perspectiva, puso el acento más en la construcción de un Estado de nueva planta que en la nación. Esto es, resolvió el desencuentro histórico, el debate inacabado de las reformas estatutarias de 1932 y el traumático paréntesis del franquismo (aunque, como diría Pi i Margall, siguió durmiendo el fuego bajo las cenizas con Galeuzca en el exilio), con un artículo 2 de la Constitución que posponía el debate sobre las naciones para centrase en la nueva organización territorial. Porque todos sabían de dónde querían salir, aunque persistiera el desacuerdo sobre la estación término a la que llegar y los caminos por los que transitar.
De ahí, que otro gran acierto, a mi juicio, del texto constitucional fuera el de dejarla voluntariamente abierta, inacabada. Prefigurando distintas vías para ir dando forma a una nueva organización territorial que, fruto de distintos pactos políticos, han ido configurando un modelo de Estado que con el mismo texto constitucional hoy podría ser muy distinto. De hecho, la idea inicial de desarrollo era distinta de la que finalmente se adoptó. El resultado es el de un Estado en el que se ha avanzado mucho en el plano del autogobierno y muy poco en el de gobierno compartido. Se ha ido dando forma a un Estado funcionalmente federal, pero sin cultura política federal.
Pero, como diría Monterroso, el artículo 2 todavía sigue ahí. Y la referencia a nación española, nacionalidades y regiones también. Juan Linz ya advirtió en 1973 que avanzar en el reconocimiento de la diversidad profunda a partir de la distinción conceptual entre Estado y naciones no sería tarea sencilla. Él afirmaba ya entonces que “para la mayoría de los españoles España es un Estado-nación, para importantes minorías España es su Estado, pero no su nación y por lo tanto no su Estado-nación. Puede que esas minorías que se identifican con una nación catalana o, especialmente vasca, sean pequeñas, pero demuestran el fracaso de España y sus elites a la hora de construir una nación, sea cual sea el éxito en la construcción del Estado”. Y ahí seguimos. Si acaso, cabría añadir ahora que, para una parte indeterminada de esas comunidades, España no solo no es su nación, sino que aspira a que tampoco sea su Estado. Sea como fuere, las naciones seguirán ahí. Los sentimientos de pertenencia no remitirán, y eludirlo, negarlo o combatirlo, de nada servirá. Si bien, la existencia de esas naciones no necesariamente ha de canalizarse por la vía de la secesión, sino que pueden encontrarse formas que contribuyan a acordar un tipo de Estado que les proporcione el «techo» del que hablaba Juan Linz, y así sea reconocido por una mayoría suficiente.
Desgraciadamente, hemos regresado a la estación de salida. Tal vez incluso con menos perspectivas de alcanzar acuerdos que hace medio siglo. Un recurso político y una sentencia política sobre el Estatuto de Catalunya en 2010 contribuyeron mucho a degradar el diálogo entre naciones. Pero el proceso es muy anterior y el desencuentro entre nacionalismos se agudiza desde mediada la década de los noventa. Debilitando no solo la cultura de la negociación y el pacto permanentes, que había sido elemento esencial hasta el momento, sino deteriorando el pilar fundamental del pacto político: la lealtad institucional. La discusión sobre el artículo 2 ocupa ahora casi todo el espacio y es argumento fundamental en la estrategia de polarización que ha desbordado el ámbito de la política para politizar gran parte de las instituciones del Estado. Y es el mayor obstáculo para la formulación de políticas que se ocupen de los problemas concretos de una ciudadanía atrapada en un presente continuo, afectada por la inseguridad y en gran parte por la pobreza en un contexto de creciente complejidad e incertidumbre.
Casi mediada la tercera década del siglo XXI, como afirma Núñez Seixas, idea que comparto, se mantiene un delicado equilibrio entre un nacionalismo español que no es hegemónico y unas naciones internas que tampoco lo son en sus respectivos territorios de referencia. Y resulta aventurado sugerir posibles escenarios. Porque la tentación recentralizadora o la obstrucción por la vía judicial de la existencia de esa diversidad profunda no son una opción; las soluciones asimétricas para reconocer determinadas identidades nacionales ya no son aceptables por actores políticos que han conformado identidades regionales fuertes y que quieren ocupar el lugar que les corresponde, sin privilegios, pero sin agravios; la vía de la secesión o la tentación confederalizante no parece que sean fácilmente transitables.
Esta es nuestra ecuación histórica ahora. Más compleja que en 1978. Unos consideran excesivo el actual desarrollo del Estado Autonómico, y otros hace mucho tiempo que ya no están ahí y apuestan por el reconocimiento de un “estatus” diferente.
Queda muy poco espacio para el acuerdo entre las distintas visiones de las Españas. Pero, aunque sean acuerdos precarios, siempre será mejor opción que la quiebra de lealtad institucional, la ausencia de negociación y la confrontación permanente. Tal vez sea el momento de volver a revisitar el artículo 2 de la Constitución y explorar vías normalizadoras para este tiempo. Eso el tiempo lo dirá, aunque el actual contexto no lo permite. Nuestro desafío colectivo ahora debería empezar por definir, entender y asumir el momento histórico presente, recuperar la cultura del pacto y de los “consensos superpuestos”, en palabras de John Rawls, y mejorar la vida a una mayoría ciudadana que hoy asiste entre perpleja, irritada y desafecta al espectáculo de la crispación y la corrupción y que percibe la política como un problema. Combustible ideal para la abstención o para canalizar ese malestar difuso hacia posiciones extremas.
España y sus naciones
Si nos aproximarnos a la compleja realidad política e institucional española, deberíamos asumir que España es un Estado plurinacional que hasta ahora ha sido incapaz de entender y gestionar esa realidad. Y, de otra parte, que responde al modelo de Estado compuesto que no ha explorado todas las posib
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