El bolígrafo de Aznar y el balcón de la Nebot
Raúl Tristán
Hace unos días el expresidente Aznar volvía a saltar a la palestra de la actualidad mediática para sorprendernos con una de sus ya más que habituales salidas de tono.
En esta ocasión, el malretirado político, y digo mal porque resulta evidente que es incapaz de asimilar que ya no pinta nada en el panorama nacional e internacional, o al menos que nadie debería permitirle seguir paseando con prepotencia su estirado palmito de chulescos aires de señor de todas las Españas, digo que el ínclito Chemari no tuvo ocurrencia más peregrina, ante el "acoso" periodístico de Marta Nebot, reportera del programa "Noche Hache", que introducirle el bolígrafo en el canalillo...
El hecho, una anécdota patética más que añadir al historial de papanatadas que adornan al personaje, debe ser analizado desde una óptica psicológica profunda, para ver qué es lo que se esconde tras las manifestaciones rayanas en lo absurdo a las que nos tiene acostumbrados desde aquellos días en los que se hiciera con la mayoría absoluta en el Gobierno de la Nación.
Antes de aquella fecha, el Aznar que los españoles conocíamos era el candidato perfecto para sacar a España del estado de coma profundo en el que se hallaba tras el desastre del Felipismo, y muchos recibimos con júbilo su proclamación presidencial, e incluso contribuimos para que aquel día llegara. Pero el segundo advenimiento del redentor pepero no fue como el primero. El segundo trajo consigo la semilla maldita del mal entendido orgullo, de la más elevada prepotencia, de la chulería más insoportable. Aznar se convirtió en una especie de diosecillo intocable y todopoderoso que creyó poder ignorar al pueblo y sentarse a comer en la ensangrentada mesa canibal de Bush y Blair. Incluso organizó en El Escorial una boda por todo lo alto para su hijita del alma, como si de una princesa visigoda se tratara. Se te subieron los humos a la cabeza, Chema, se te subieron demasiado, y aquí, en España, ese tipo de personas se convierten en seres insoportables, indeseables.
Porque aquí no nos gustan los que miran a los demás por encima del hombro, porque no admiramos a los que se creen por encima de nosotros, sino a aquellos que, viniendo desde abajo, llegan a lo más alto y, aún así, son gente tan normal que te los encuentras a la vuelta de la esquina tapeando, y te invitan a una cerveza o un vinito, y te sonríen sin lanzarte una furibunda mirada de perro o una sarcástica de hiena...
Y el otro día, perdona que te lo diga Chema, volviste a hacer una de las tuyas. Marta Nebot es una profesional en pleno desempeño de su oficio, y si a ti no te sientan bien las preguntas que te hacen, te das media vuelta y te callas, o contestas educadamente eludiendo con maestría cervantina, pero nada de introducir el bolígrafo en su balcón, que es la salida propia de un hombre que se siente acorralado, herido en su hombría, y todo ello a consecuencia de un complejo de inferioridad no superado, latente, que en muchos de tus actos se hace patente.
Lo menos que merece esa indignidad es una disculpa, pero es bastante difícil que un orgulloso se disculpe, ¿verdad?
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