El viejo y el chaleco amarillo

Rodrigo Chulo

Himbersor
Desde
12 May 2019
Mensajes
1.806
Reputación
1.614
Este relato se lo dedico a mi amigo Dorian. Aquella conversación de hace ya casi veinte años en un autobús, y las múltiples blasfemias que soltaste, tal vez te hayan condenado al infierno eterno, pero a mí me hicieron reír bastante, y ahora han sido la inspiración de este relato.

Por cierto, si alguien se siente ofendido por este texto, que se lo haga mirar. Desde mi más profunda creencia opino que si Kevin Smith no va a arder eternamente por Dogma, tampoco lo hará nadie por esto…


«Recuerdo el primer día en el que le vi como si fuese ayer. La climatología era agradable ―algo no muy habitual en Londres en esa época del año―, así que aproveché para salir con tiempo de casa, y airearme un poco antes de ir a ver a mi psicóloga. Decidí dar un paseo por el parque junto a la consulta ―no porque me gustase pasear, sino porque me habían prescrito sol y el aire fresco para ayudarme con mi depresión―. No fui el único que había tomado esa decisión, por lo visto, ya que el lugar estaba atestado de gente paseando y haciendo deporte. Mi primer pensamiento hacia ellos fue de rabia. ¿Acaso no trabajaban? ¿Tenían que pasear por el parque el mismo día que yo? Me resultaron molestos. Pero, al fin y al cabo, ellos podían pensar lo mismo de mi presencia allí. En aquel momento pensaba que no teníamos más remedio que tolerarnos, que era necesario vivir en una sociedad que a duras penas compensaba ―con los escasos servicios que nos prestaba― las molestias que nos causábamos los unos a otros.

Perdido en mis pensamientos mientras deambulaba por el parque, algo llamó mi atención por el rabillo del ojo. En un banco, solo, había un viejo mendigo: su aspecto era demacrado, con la cara huesuda medio tapada por una desaliñada barba blanca; tenía las manos sucias, con las uñas negras, cruzadas sobre sus piernas; y miraba al suelo, ignorando a todos los que pasaban junto a él ―y que, a su vez, supuse que trataban de ignorarlo igualmente―. Pero lo que más me llamó la atención de él fue su chubasquero. Era un chubasquero amarillo, ridículamente brillante, que desentonaba completamente con el buen tiempo de aquel día. Me sentí asqueado y fascinado a partes iguales por aquel extraño personaje. Busqué un asiento lo suficientemente alejado de su banco, pero que me permitiese una línea de visión directa de aquel vagabundo ―término que, en aquel momento, se me antojó perfecto para definirlo―. Me senté a varios metros de aquel personaje y saqué mi e-book, con intención de disimular y emular un rato le lectura para no hacer evidente que, lo que realmente quería hacer, era observarle.

Vi cómo diferentes personas rehuían de él. Se acercaban a su banco con intención de sentarse, pero en el último momento decidían marcharse de allí y buscar otro asiento ―asqueados por su presencia, supuse en aquel momento―. Una, dos, tres… conté hasta diez personas esquivando la compañía de aquel extraño hombre. Él los ignoraba, inmóvil, con su mirada clavada en el suelo y sus sucias manos entrelazadas sobre sus rodillas. Su banco estaba al sol, y en el cielo no había ni una perversos nube. Me pregunté si se estaría asando bajo aquel extravagante chubasquero amarillo. Me embargó la extraña curiosidad de saber si, de un momento a otro, sufriría algún tipo de colapso, un desmayo… o algo peor. No os negaré que me sentí incluso aliviado ―con una punzada de culpa―, al pensar que había en el mundo alguien cuya situación era peor que la mía.

Y fue en aquel momento, cuando su situación se tornó para mí reconfortante, cuando me estaba preguntando si se iba a morir bajo el sol con aquel ridículo chubasquero amarillo, cuando me miró. El hombre levantó la mirada y fijó en mí unos ojos que solo pude calificar como inhumanos. Su iris era gris-azulado, casi blanco. Solo había visto unos ojos así años atrás, en el perro de un antiguo conocido ―en aquella época en la que aún no sufría de cinofobia, fobia a los perros―, cuyos ojos estaban totalmente blancos y ciegos a causa de unas cataratas; unos ojos que, vistos en un animal, el los únicos sentimientos que podrían causarle a uno serían el ardor de estomago y las ganas de aplicarle la eutanasia. Pero él no estaba ciego, porque su mirada estaba fija en mí, como si se hubiese dado cuenta de que llevaba allí un buen rato, observándole, estudiándole, tratando de comprender cómo había llegado a aquella situación. Abrió la boca ―sus dientes eran neցros, con apariencia de estar completamente podridos― y, a pesar de la distancia, escuché sus palabras como si se encontrase justo a mi lado:

― ¿Por qué me ves?

Sentí pánico ―o, mejor dicho, auténtico terror―. Me levanté, no fui consciente de cómo guardé mi libro electrónico, solo recuerdo que unos minutos después estaba aporreando la puerta de la consulta Marge ―o Margaret, pero mi psicóloga llevaba tratándome ya tanto tiempo que había suficiente confianza entre nosotros como para llamarla Marge―, suplicándole que me dejase pasar, y lanzando miradas furtivas por encima del hombro, aterrado de que aquel hombre me hubiese seguido y me encontrase allí, en el bajo de aquel portal, solo y sin posibilidad de escapatoria.

Marge estaba con otro paciente en aquel momento. Su consulta era tan pequeña que no tenía sala de espera, tan solo un pequeño hall, un baño y la propia consulta en sí.

― Peter, ¿qué te ocurre? En este momento me encuentro ocupada… Dios mío, ¿qué te ha pasado? Tienes un aspecto terrible ―me dijo.

― Necesito pasar, Marge, por favor. Necesito entrar.

― Pero no tenemos cita hasta dentro de diez minutos, ahora mismo estoy ocupada con otro paciente. ¿No puedes esperar un momento aquí fuera, o tomando el aire para tratar de tranquilizarte?

― Esperaré en el baño, si es necesario, pero no puedo seguir aquí, y menos aún en la calle… Por favor, Marge ―enfaticé aquella última súplica cogiéndola de ambas manos.

Finalmente accedió, supongo que movida por mi agitación, y no queriendo dejar a un paciente en la calle mientras sufría un ataque de ansiedad como el que yo estaba experimentando. Me encerré en el baño durante el tiempo que tardó en despachar a su cliente, tratando de tranquilizarme, de respirar, de convencerme de que tal vez había sido yo quien había sufrido una insolación ―aunque mi banco se encontrase a la sombra―, y que todo aquello había sido tan solo producto de mi imaginación. Tras un tiempo que me pareció una eternidad, llamó suavemente a la puerta.

― Peter, ¿estás bien? ¿Quieres abrirme la puerta?

Fui consciente de que había echado el pestillo de manera instintiva, y de que Marge estaba tratando en vano de abrir la puerta del lavabo.

Me levanté, lentamente y sin ser capaz de hablar, quité el pestillo y volví a sentarme sobre la taza del wáter. Unos segundos más tarde Marge abrió la puerta cuidadosamente y asomó la cabeza.

― Peter, ¿qué ocurre?

Sin hablar aún, me levanté, y ella se apartó de la puerta para dejarme salir de la pequeña estancia. Me agarró de un brazo y me acompañó hasta la consulta. Me indicó que me tumbase en el diván. Ella nunca usaba el diván. Lo tenía allí como un elemento decorativo, más que otra cosa ―sus pacientes se sentaban junto a ella en un sofá, como personas civilizadas―. Pero por algún motivo decidió que, en aquel momento, yo necesitaba tumbarme. Cuando conseguí tranquilizarme, le relaté lo ocurrido. Tal y como hacía siempre que nos encontrábamos, no habló, sino que se mantuvo en silencio, apuntando en su libreta aquellas partes de mi intervención que consideraba relevantes. Cuando terminé de relatarle aquél extraño encuentro, lo que me suscitó, y mi apresurada huida, se tomó unos instantes para pensar sobre aquello, antes de hablar:

― Peter, ¿no crees que es ya el momento adecuado para que me hagas caso?

― ¿A qué te refieres?

― Hace ya un tiempo que te he recomendado ayuda complementaria, más allá de tus citas conmigo.

― No quiero ir al psiquiatra.

― Peter, creo que estás comenzando a experimentar aporofobia ―o, dicho de otro modo, miedo a los pobres y a los vagabundos―. Si fuese algo aislado, no tendría mayor importancia, pero sería una más dentro de tu lista de miedos y fobias. Peter, necesitas otro tipo de ayuda, hay algo dentro de tu cerebro que se ha roto, y yo sola no puedo arreglarlo. Ahí hay un desequilibrio químico, y solo la química puede restablecerlo.

Me sentí enfadado por su propuesta. Conocía a algunos amigos y familiares que habían vivido empastillados, a base ansiolíticos y tranquilizantes, y que eran una especie de muertos vivientes, personas que ni sentían ni padecían, que se arrastraban por la vida sin enterarse de qué ocurría en su día a día. Además, ella conocía perfectamente mi farmacofobia ―es decir, mi miedo a los medicamentos―. ¿Cómo se le ocurría insistir en esa estulta idea?

Terminó el tiempo de la consulta y, con un esfuerzo sobrehumano, salí de nuevo a la calle. Oteé las calles a uno y otro lado, en busca de aquel vagabundo ―o de cualquier otra persona con aspecto amenazante―, y cuando me hube convencido a mí mismo de que allí no había nadie que pudiese hacerme daño ―ni animales, ni objetos hacia los que sintiese algún tipo de aprensión―, me apresuré a volver a mi casa. Allí me sentía seguro, a salvo; era mi refugio, el lugar en el que no tenía nada que temer. Hasta aquel día. Tras una larga ducha, en la que froté mi cuerpo hasta la saciedad, tratando de sacar de mí la extraña sensación que la mirada de aquel hombre me había dejado impregnada, encargué una cena a mi único restaurante de confianza y me dispuse a pasar una tranquila noche de viernes viendo en la televisión algún programa que me ayudase a evadirme. Lo bueno de la televisión era que, si algo me producía miedo o aprensión, era suficiente con cambiar de canal.

El programa que escogí parecía seguro, insulso: uno de esos recopilatorios de anuncios televisivos de hacía años, dirigidos a que la población de mediana edad, como era mi caso, se quedase pegada a la pantalla debido a la nostalgia. Aparté ligeramente la mirada en alguno de ellos, pero el recuerdo de haberlos visto ya con anterioridad, pudiendo anticipar lo que iba a ocurrir, me ayudó a controlarme. Hasta que apareció aquel anuncio: un grupo de aguerridos pescadores luchaba contra el oleaje para capturar su pesca, que sería después convertida en varitas de pescado para que los niños no protestasen a la hora de la cena. Y allí volví a verle. Era el capitán de la embarcación. Tenía el pelo y la barba más arreglados, a pesar de estar vadeando una aparente tempestad, y sus dientes no eran neցros, pero era él. Y durante un fotograma me miró, su cara cambió, sus dientes de nuevo neցros, su iris de nuevo inhumano, ciego pero capaz de ver mi propio interior; y dentro de mi cerebro escuché, una vez más, su pregunta:

― ¿Por qué puedes verme?

Sé que mis ojos no lo pudieron captar, o al menos no mi mente a nivel consciente, puesto que aquello transcurrió durante un breve instante. Fue como si aquella leyenda urbana de mi juventud, en la que los cines intercalaban fotogramas para azuzar el consumo de palomitas y de un conocido refresco entre los espectadores, se hiciera cierta ―pero de un modo mucho más tétrico y amenazante―. Salté. Terminé detrás del sofá, escondido, acurrucado, con las manos sobre la cabeza y los ojos fuertemente cerrados, deseando con toda mi alma que aquel anuncio llegase a su fin. No fue hasta cinco cortes de anuncios antiguos más tarde, cuando los presentadores comenzaron a hablar de nuevo, que me atreví a asomarme desde detrás del sofá. Tenía miedo de que aquel hombre se hubiese materializado en mi salón por arte de magia. Pero allí no había nada, tan solo la televisión, encendida, amenazante, capaz de volver a mostrarme esa imagen en cualquier otro momento. La apagué. Tiré la cena, puesto que había perdido el apetito por completo. Me metí a la cama, tratando de convencerme a mí mismo de que había sido producto del estrés de aquel día, pero fui incapaz de dormirme. Sentía miedo, miedo a que apareciese en mis sueños ―conocía el término, somnifobia, y temía que, a partir de ese momento, se sumase a mis ya abundantes temores―, miedo a no poder descansar nunca más. Pasé todo el fin de semana en vela. No comí. No dormí. Tan solo me levanté de la cama para beber algo de agua y para ir a orinar. Y también para llamar a una empresa de mudanzas urgentes, solicitándoles que retirasen de mi casa la televisión cuanto antes ―por miedo a encenderla y que ese hombre volviese a amenazarme―. Fue el comienzo de mi fobia a la televisión ―también conocida como televisiofobia―. Y fue un mal momento para ello, ya que el lunes siguiente, realizando un gran esfuerzo, decidí acudir a un supermercado cercano para tratar de comprar algo de comida ligera, que me ayudase a retener en el estómago algo de alimento, tras más de cuarenta y ocho horas sin probar bocado.

Resultó ser la semana promocional de venta de televisores en la cadena a la que pertenecía aquel establecimiento. Cientos, miles de televisiones ―probablemente no eran tantas, pero en mi estado me lo parecieron―, me recibieron a mi entrada al establecimiento. No solo eso, sino que, en todas ellas, se proyectaba la reposición de aquel programa de anuncios. Y lo hacía en el preciso instante en el que los aguerridos pescadores luchaban por llevar a todos los niños varitas de pescado procesado. Y allí apareció de nuevo, mirándome, hablándome:

― ¿Por qué puedes verme?

Salí corriendo. Mi pánico hacia aquel hombre era superior a cualquier otra sensación que hubiese tenido a lo largo de mi existencia. Sentí que perdía el control de mi vida, y me dirigí a toda prisa hacia la consulta de Marge. Cuando abrió la puerta, supliqué su ayuda. Traté de contarle lo ocurrido, mi nuevo pánico a los televisores, las voces que me hablaban, mi falta de sueño…

Debido a mi estado hizo salir a su paciente y me hizo pasar; pero, una vez dentro, en lugar de entrar conmigo, cerró la puerta por fuera y echó la llave. Le pedí que me dejase salir de allí, pero fue en vano. Corrí a la ventana, dispuesto a salir por allí ―al fin y al cabo, era un bajo―, pero nunca hasta ese momento había sido consciente de la presencia de barrotes. Estaba atrapado. Solo se abrió la puerta cuando una ambulancia hizo su aparición y dos enfermeros me obligaron a tumbarme en la camilla, camino al hospital.

― Estoy mejor, en serio ―comenté cuando trataron de hacerme la valoración inicial en el área de triaje―. Margaret, quiero decir, mi terapeuta, se ha asustado al verme, pero solo estaba un poco nervioso, puedo irme a casa…

― A ver, déjeme que le eche un vistazo…

La voz vino de mi espalda. Cuando me giré vi junto a mí a un doctor, cuyo corte de barba era idéntico al del temible marino del anuncio. Grité, pataleé, y lo último que recuerdo de aquel momento fue a dos enfermeros, ayudados por dos agentes de seguridad, atándome a una camilla y pinchándome en el muslo algo que me hizo perder el conocimiento.

Los recuerdos posteriores están algo borrosos, pero recuerdo haber conversado con una doctora sobre todo aquello que debían mantener alejado de mí.

― No quiero televisión en la habitación ―le dije.

― Hemos hablado con su psicóloga. Esté tranquilo. Nos ha comentado el porqué de su último ataque. Nada de televisiones.

― Y el doctor. Que se afeite. Nada de barbas.

― ¿Pogonofobia? Qué interesante, no habíamos tenido un paciente con ese problema desde hacía años.

― Bien. Me da lo mismo. Pero no quiero barbas.

― ¿Algo más?

― Ovejas.

― ¿Cómo?

― Ovejas. Sobre todo, nada de ovejas. Ovinofobia. Es mi principal problema, y es así como comenzó todo lo demás.

― Sí, su psicóloga, la señorita Margaret, nos habló de eso. Pero esto es un hospital. No solemos tener ovejas por aquí.

― Me da lo mismo. Por si acaso. No quiero ver una oveja, ni un dibujo de ovejas, ni que me digan que cuente ovejas, ni una prenda hecha con lana de oveja… nada de ovejas.

― Está hecho, nada de ovejas.

Mi hospitalización se alargó durante algo más de tres meses. He de reconocer que al salir de allí me sentí fortalecido, con un nuevo vigor; aunque no curado, ya que mis miedos seguían allí presentes, acechantes, esperando su momento, pero pensaba que los tenía bajo control. Un error por mi parte, como después pude comprobar.

Fue casi nueve meses después, más o menos en el aniversario de mi primer encuentro con aquel vagabundo, cuando todo mi mundo cambió de arriba abajo. De nuevo, el día era soleado. De nuevo, acudía con tiempo a mi cita con Marge. Y, de nuevo, decidí pasar por el parque a airearme. No había acudido a pasear por allí desde mi anterior percance. Supongo que quería probarme a mí mismo que todo aquello formaba ya parte del pasado, que poco a poco era yo, y no mis miedos, quien iba retomando el control de mi vida ―el mismo motivo por el que, un par de semanas antes, me había vuelto a comprar un pequeño televisor―.

Craso error. Allí estaba él. En el mismo banco. Con el mismo chubasquero amarillo, ignorado por todos, invisible para quienes visitaban el parque. Pero no para mí. Y esta vez no miraba al suelo, sino que me miró directamente, desde la distancia, sentado en su banco, con las manos entrelazadas sobre las rodillas.

― ¿Por qué puedes verme?

Salí corriendo. No fui a la consulta de Marge, sino a mi casa. La pequeña televisión se encendió sola.

― ¿Por qué puedes verme?

El anuncio de los pescadores estaba allí, pero esta vez el capitán no luchaba contra las olas, sino que las ignoraba, ajeno a los esfuerzos de sus compañeros por conseguir la cena para los niños mimados que eran incapaces de comer pescado de verdad, con espinas, piel y cabeza.

― ¿Por qué puedes verme?

Corrí a mi habitación.

― ¿Por qué puedes verme?

La voz ya no provenía de la habitación, sino del pasillo. Me escondí bajo las sábanas, llorando, aterrado.

Silencio. Pensé que se había ido. Respiré hondo. Tal vez me había extralimitado. Llevaba meses lo suficientemente cuerdo como para pensar que me estaba recuperando. Tal vez no tenía que haber ido a aquel parque. Tal vez el impacto psicológico fue demasiado fuerte para mí.

Silencio. Tal vez mi cordura había tomado de nuevo las riendas de mi cerebro. Lentamente, saqué la cabeza de entre las sábanas. Estaba allí, inmóvil, en la puerta de mi habitación.

― ¿Por qué puedes verme?

Balbuceé, incapaz de hablar. El hombre no se movió, pero de pronto se hallaba a los pies de la cama.

― ¿Por qué puedes verme?

Quise cerrar los ojos, pero el miedo me paralizó, y perdí la capacidad de realizar de manera consciente cualquier movimiento, por trivial que fuese. En un abrir y cerrar de ojos, se encontraba junto a mí, en pie, erguido, situado a mi derecha.

― ¿Por qué puedes verme?

― ¡¿Qué quieres?! ¡¿Quién eres?! ―grité.

Su expresión cambió, y por primera vez, también su pregunta:

― ¿Quieres saber quién soy?






Más en ..

El viejo y el chaleco amarillo
 
Volver