Alguien dijo ayer (no recuerdo quien, lo siento) que la presencia del comunismo durante la guerra fría, desastrosa como fue para los habitantes de Rusia y sus satélites, fue la causa de una mejora sustancial de las conquistas sociales (entendidas como medidas destinadas a reducir la desigualdad) en Europa occidental. Desde la caída del comunismo y la victoria del capitalismo, la desigualdad va en aumento. Los países occidentales cada vez son más ricos, y al mismo tiempo cada vez más desiguales: los pobres son más pobres, y hay más de ellos. La clase media se deshace a ojos vista, y la sociedad cada vez se parece más a la del siglo XIX, con una clase privilegiada que posée todos los bienes, y un lumpen (ahora universitario) que trabaja sin descanso meramente para pagar su subsistencia, sin poséer nada más que una hipoteca y siempre a merced de los imprevistos.
No me voy a meter en especulaciones de adonde podemos llegar a medio plazo (solo decir que el fin de la historia anunciado por Fukuyama se ha revelado como una broma ocurrente; sin duda la historia se repite en ciclos cada vez más cortos, aunque no hayamos aprendido nada). Lo que quiero resaltar es que mientras los partidos políticos nos distraen con sus riñas de Montescos y Capuletos, nadie cuestiona la bondad absoluta del mercado, nadie se atreve a poner trabas al liberalismo económico en todos los ámbitos, nadie se atreve a rechistar mientras la desigualdad crece y crece.
Yo soy liberal en lo económico. Creo en la eficiencia de los mercados para resolver situaciones de desequilibrio entre oferta y demanda, en su habilidad para asignar recursos de forma eficiente, en su capacidad para exponer aberraciones provocadas por intereses políticos o gremiales. También creo en la libertad individual. No creo en la bondad absoluta del mercado: conociendo bien los mercados financieros (los más transparentes y eficientes, lo más parecido a un mercado perfecto), sé que son manipulables e imperfectos. Los mercados necesitan regulación, control y en ocasiones intervención, sobre todo cuando afectan al bien general. Para eso está la política, la cosa pública; no para ofrecernos un espectáculo de polichinela apelando a nuestros instintos tribales con el único objetivo de conseguir y mantener una poltrona.
Terminando ya (perdonen el tocho), los políticos nos traicionan, y la única forma de impedirlo es por las bravas, a la francesa. Ningún político puede permitirse tomar medidas públicas que hagan bajar el precio de la vivienda (aunque el nuevo código de edificación, sin proponérselo, ha hecho mucho para alentar la sobreoferta que llevará al castañazo); los mercados se ocuparán de eso, gracias a la ineficiencia de ciertos agentes. Pero si se elige el momento bien, cuando los precios toquen fondo, quizá un movimiento espontaneo pero fuerte, nacido por el desmadre inmobiliario y que gane en fuerza y alcance durante los próximos dos años, sea capaz de forzar a un gobierno a tomar medidas que intervengan el mercado de la vivienda y reduzcan un poco la desigualdad (alternativamente, quizás se deshaga como un azucarillo).
Sería simbólico, me temo: los gobiernos mientras tanto usarán la crisis causada por esa bajada de precios para avanzar en reformas laborales y acercarnos más al libre mercado salvaje y la sociedad decimonónica. Pero algo hay que hacer, ¿no?