Según el historiador más moderado, «había 180 millones de opiómanos en China»; otro afirma que «la adicción afligía a una tercera parte de la población», y otro que «en 1878 prácticamente la totalidad del pueblo chino era opiómana».
Centrándonos en el moderado Brau, su cálculo de 180 millones de adictos se basa explícitamente en los datos de importación correspondientes a 1880, que estima —como prácticamente los demás historiadores occidentales— en 100.000 cajas. Cien mil cajas de 68 kilos suponen la muy respetable cantidad de seis mil ochocientas toneladas de opio. Pero ninguno de los que vinculan esos casi siete millones de kilos de droja con unos doscientos millones de adictos parece considerar que para ser adicto a ese fármaco es preciso administrarse cierta cantidad del mismo.
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Para que los 180 millones de adictos chinos mencionados por Brau pudiesen no desintoxicarse inmediatamente, por simple falta de producto, habrían necesitado en vez de cien mil cajas cuatro o seis millones de ellas, esto es, algo más de 250 millones de kilos, cifra docenas de veces superior a toda la producción del planeta entonces y ahora. Dicho de otro modo, si esos imaginarios ciento ochenta millones de chinos se repartieran las cien mil cajas efectivamente importadas, cada adicto tocaría a 0,26 gramos de opio al día, dosis carente de psicoactividad no ya para un adulto, sino para un niño de cinco años. Con el mismo argumento, podríamos pretender que alguien ha llegado a hacerse alcohólico bebiendo al día de vino lo que cabe en un dedal de costura, o en un tapón de botella.
Siendo seguro el dato de las cien mil cajas en 1880, y considerando que por el fenómeno de tolerancia un opiómano tiende a aumentar progresivamente su dosis para lograr el mismo efecto, el número de chinos mantenido en la opiomanía no pudo exceder en mucho los dos millones (0,5 por 100 de la población en esa época), si es que llegó a tanto, pues de la cantidad total debe detraerse una parte considerable para usuarios esporádicos y empleo terapéutico en sentido estricto. Sin embargo, como una bola de nieve que al deslizarse va creciendo, la exageración de Brau parece insuficiente a la mayoría de los cronistas posteriores, y en 1969 vemos, por ejemplo, a la primera autoridad oficial española decir que «los adictos eran 400 millones». En tal caso, les bastaba realmente con muy poco producto, algo así como lo equivalente a medio dedal de costura para sostener un agudo alcoholismo.
Incongruencias tan gigantescas no han sido apoyadas nunca por los propios historiadores chinos, ni por las declaraciones oficiales de su Gobierno, que en 1906 —cuando el consumo y la venta de opio son legales— calcula que hay 2.700.000 de usuarios «regulares». Es de todo punto incomprensible que medio siglo después de cesar la prohibición existan 397.300.000 menos adictos que mientras estaba vigente. Pero es posible —e incluso muy probable— que en el período álgido de la prohibición, y en las décadas inmediatamente ulteriores, hubiese tantos adictos o hasta bastantes más que en 1906.
Estos datos son incómodos para la idea convencional sobre China y su problema con el opio. Por eso mismo se descartan simplemente. Queda en pie, sin embargo, que cualquier cronista con pretensiones de objetividad podía haber relacionado las magnitudes del contrabando (conocidas por fuentes chinas e inglesas) con la población del país, obteniendo así la cantidad circulante aproximada. Resulta imposible que más de dos o tres millones de personas obtuvieran los cinco o seis gramos diarios que permiten sostener un hábito de tipo leve. Los doscientos o cuatrocientos millones de opiómanos restantes son tan imaginarios como unicornios o centauros. Pero han llegado a constituir un objeto de fe, y así se perpetúan.