Azorín, en torno al Persiles

EL CURIOSO IMPERTINENTE

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17 May 2011
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Dijo Julián Marías que Azorín era quien mejor había entendido la obra postrera de Cervantes.

Juzguen ustedes mismos:


Cervantes en el Persiles


¿Por qué se rodea al libro Persiles y Sigismunda de un ambiente de indiferencia, de olvido y de inatención? Detengámonos un poco. Hagamos como quien encuentra allá arriba, en una estancia apartada del caserón, un cuadro interesante. El cuadro no parece nada; su marco está carcomido; su lienzo, costroso, polvoriento. Se le limpia; se le encuadra en un marco espléndido. Después, en un salón claro y elegante, se le coloca sobre un fondo adecuado, en bello contraste con muebles artísticos y con delicadas porcelanas y figuritas gráciles. El cuadro, entonces, vive, se anima, emana claridad y belleza. Ya no es el lienzo ante el que hemos pasado indiferentes, inadvertidos, años y años; ahora, la obra del artista ha entrado en el ambiente que le corresponde. Hagamos lo mismo con el Persiles. Cervantes: ya viejo, en un remozamiento [último, pusiste tus anhelos y tus alegrías íntimas -las pocas que podías tener- en esta obra; la juzgabas, allá dentro de ti, como una bella obra. Luego, la inatención, el descuido, la rutina, el prejuicio de eruditos y profesores, ha cubierto poco a poco de polvo tu obra. Otra obra atraía todas las miradas. Y, sin embargo, tu libro era un bello, un exquisito, un admirable libro. Se necesita en nuestra literatura sacar a plena luz obras que están todavía sin ser gustadas plenamente por los lectores. Hagamos con el Persiles lo que se hace con un cuadro olvidado.
En algunas de las Novelas ejemplares, Cervantes nos da una sensación honda de mar claro y azul. Este hombre, que escribe estas páginas de El amante liberal, por ejemplo, es el hombre que lleva en sus ojos la visión del Mediterráneo, del Tirreno, del Adriático. Nicosia, Chipre, Corfú, Malta; ¡cómo estos nombres suenan gratamente en los oídos de este hombre, nacido en el centro de España y que se ve condenado a peregrinar por las monótonas, desoladas llanuras manchegas! Nicosia, Corfú, Malta, Chipre; con estos nombres vienen a la memoria las olas blancas de espuma, -42- las playas doradas, los crepúsculos sobre el mar, la lejanía límpida e infinita, las brisas saladas y tibias, los boscajes perfumados junto a las aguas.
Desde este caserón del viejo pueblo castellano, en lo alto de la meseta, frente al panorama de los olivos grises o de las terreras cepas, el espíritu corre hacia allá abajo, hacia la inmensidad, y se espacia en las islas claras y gratas del Mediterráneo o del Tirreno. Cervantes es el primero que en nuestras letras nos ofrece una impresión de cosmopolitismo y de civilización densa y moderna. Hasta los días presentes no habíamos de encontrar en la literatura española nada parecido. En torno de los mares nombrados, en sus archipiélagos y en sus ciudades, se desenvolvía entonces la vida más libre y espontánea del mundo. Hoy mismo, para nosotros, modernos, esos nombres melódicos -Chipre, Malta, Sicilia- evocan un sentir de claridad y de elegancia; en nuestra sensación modernísima se fusionan las páginas de Cervantes y la realidad actual. Y así, la obra del artista adquiere para nosotros un relieve y un sabor que acaso no ha tenido nunca.
La sensación del Persiles y Sigismunda ya no es la reverberante y límpida de las Novelas. Pero comienza también a tener este libro para los modernos un sentido que no ha tenido jamás. Principiamos a salir del estrecho y ahogador ambiente de los eruditos y los profesores de retórica. En el Persiles, la visión que nos ofrece el poeta es la de las tierras y mares tenebrosos del Norte.
Ante todo, reparad en el estilo. Comparad esta prosa -la mejor que ha escrito Cervantes- con la prosa de los Cigarrales, de Tirso, o de El peregrino en su patria, de Lope. En Cervantes todo es sencillez, limpieza, diafanidad; en Tirso y Lope, todo enmarañamiento, profusión, palabrería vacua y bambolla. No se puede parangonar esta prosa postrera de Cervantes sino a los últimos e insuperables cuadros de Velázquez. Como en las Novelas ejemplares aludidas ( El amante liberal, Las dos doncellas, La señora Cornelia), unimos a las imágenes del poeta nuestras imágenes de ahora (excursiones en barcos elegantes por archipiélagos perfumados, paseos por bellas ciudades italianas, etc.), del mismo modo otras imágenes de hoy, completamente modernas, salidas de nuestra sensibilidad actual, se unen a las evocaciones del Persiles.
Cuando Cervantes nos pinta, por ejemplo, los países de eternas noches, las islas misteriosas, las llanuras inmensas de hielo, el divagar de las naves por mares desconocidos y procelosos, pensamos en estos viajes temerarios y abnegados que modernamente han realizado un Nordensjold, un Nansen, un Charcot. Todo esto que leemos en Cervantes, para nosotros no es -como se juzga en los manuales- absurdo y deslavazado; todo esto, escrito en el siglo XVII, tiene una trascendencia moderna actual. Al recorrer estas páginas vamos gozando de la impresión que un gran artista de hace tres siglos tenía de esta realidad que ahora tanto nos apasiona a nosotros.
¡Qué prosa más fina y más clara! Ya en los primeros capítulos del Persiles esta nota dominante de cosmopolitismo y de modernidad que hemos apuntado se nos revela por un detalle interesante. Uno de los personajes nos habla de «algunos caballeros ingleses que habían venido, llevados de su curiosidad, a ver a España. Y habiendo visto toda -se añade-, o, por lo menos, las mejores ciudades de ella, se volvían a su Patria». Este grupo de viajeros, de turistas, precisamente ingleses, que pasa por esas páginas, que cruza fugazmente por ellas y que desaparece después de haber visitado, por mera curiosidad, las principales ciudades de España; ese grupo de turistas ingleses, es este grupo que ahora acabamos de encontrar en los pasillos del sleeping o en las salas de un Museo...¡Qué prosa más fina y más clara! Pongamos algunos ejemplos. De mar sosegado de un puerto: una nave destrozada por la tormenta es «llevada poco a poco de las olas, ya mansas y recogidas, a la orilla del mar en una playa, que por entonces su apacibilidad y mansedumbre podría servir de seguro puerto. Y no lejos estaba un puerto capacísimo de muchos bajeles, en cuyas aguas, como en espejos claros, se estaba mirando una ciudad populosa». De un paraje solitario y poblado de árboles en una isla: «Era redondo, cercado de altísimas y peladas peñas, y a su parecer tanteó que bajaba poco más de una legua, todo lleno de árboles silvestres...» De una noche en el mar, navegando en un frágil esquife: «Entré en la barca con solos dos remos; alargose la nave; vino la noche oscura; hallome solo en la mitad de la inmensidad de aquellas aguas.» (Navecillas que en las catástrofes marinas os apartáis y alejáis hacia la negrura terrible y misteriosa...) Del amanecer en el mar, para otros náufragos: «Se les pasó la noche velando y se vino el día a no más andar, como dicen, sino para más pensar; porque con él descubrieron por todas partes el mar cerca y ejos.» De una isla cubierta de hielo: «Se entró con ligero paso por la isla, pisando, no tierra, sino nieve, tan dura por estar helada, que le parecía pisar sobre pedernales.» (Sobre esta inmensidad dura y blanca sale este náufrago a cazar, y vemos ahora las excursiones cinegéticas-científicas hechas desde el Vega, el Fram, o el Pourquois pas? ) De las noches, hiperbóreas: «Tres meses había de noche oscura, sin que el sol pareciese en la tierra en manera alguna, y tres meses había de crepúsculo del día...»
Hay en Los trabajos de Persiles y Sigismunda siluetas de personajes que cruzan un momento por estas páginas y que nos atraen profundamente. Ya el destino de todos estos seres que van perdidos por el mar, de isla en isla, náufragos, luchando con las olas, como impulsadas por una fuerza que ellos mismos desconocen y a la que no pueden resistir: ya este destino oscuro y trágico -mezclado con cosas grotescas- llega a nuestro espíritu. ¿Para qué caminan, de tragedia en tragedia, todos estos hombres y cuál va a ser su fin? De cuando en cuando, uno de estos seres errátiles y vulgares muere, sus compañeros le sepultan en una isla o le arrojan al mar, y la caravana sigue dando tumbos hacia lo desconocido, por piélagos tormentosos y por islas desiertas. Sobre la vulgaridad y la monotonía de todas estas aventuras (la vulgaridad y monotonía en que tan sólo se han fijado los eruditos) sopla un viento de inquietud, de misterio y de dolor... Y esta Rosemunda, cuyo retrato se dibuja desde el capítulo XII al XXI del libro I; esta Rosemunda, agitada, convulsa por la pasión, mujer fatal, mujer que en la lejana Inglaterra ha dominado y angustiado a sus adoradores; esta Rosemunda, bella y refinada, ¡qué trágica y desconcertadora figura es! Sobre la jovenlandesal corriente coloca esta mujer una jovenlandesal, unas prácticas éticas, que ella expone en el capítulo XIV y que hoy proclama la pedagogía nueva. Rosemunda -«amiga del rey de Inglaterra»-, ahora, desterrada, persigue al gallardo Antonio en la isla nevada, sobre la llanura de hielo. Al fin, en alta mar, acaban los anhelos, las torturas y las ansias de esta mujer. «Sirviole el ancho mar de sepultura», nos dice el poeta. Y nuestra imaginación queda perpleja, desorientada, ante este ejemplar femenino de una fuerza, de un ímpetu y de una pasión extraordinarias.
Islandia, Frislandia, Hibernia, Lituania, la isla Nevada... Cervantes, desde la altiplanicie castellana, envía su espíritu hacia esas regiones de ensueño y de misterio. No es posible en breves citas dar una idea del tono general de un libro; es preciso leer toda la obra de Cervantes, todo el Persiles, con amor, sin prejuicios, para gustar de todo su ambiente. En el fondo -éste es nuestro parecer- el mismo espíritu que en el Quijote alienta en este libro. No diremos que es un libro más trágico; sí que es un libro tan trágico; pero de distinto sentido trágico. ¿Hacia dónde van todos estos seres perdidos en las noches septentrionales, de isla en isla, náufragos, movidos por una fuerza que ellos mismos ignoran? Sí; es hora ya de que lo proclamemos: el libro postrero de Cervantes es el libro admirable de un gran poeta.


Al margen del Persiles

- I -

El Persiles, de Cervantes -lo hemos dicho-, es uno de los más bellos libros de nuestra literatura; no se ha parado la atención en él. Bello libro que comienza a tener para nosotros, los modernos, una trascendencia y un encanto profundos. Figuras singulares desfilan por sus páginas. Aquí tenemos -como una de las principales a Rosemunda. Esta mujer ha tenido en su patria, Inglaterra,una vida de esplendor, de riqueza y de dominación. Ahora peregrinea, sin rumbo, sin finalidad, desterrada, por los mares del Norte. Esta mujer, ¿cómo se elevó al poderío pasado? ¿Desde qué condición logró auparse a la gloria y a la fortuna? Nos imaginamos que, como sus más célebres congéneres (como esta extraordinaria mujer de un poeta satírico y paralítico, Scarrón, que llegó a ser reina de Francia), esta mujer nos place imaginar que salió de los medios más modestos y humildes: nació en una choza de labriegos, en el taller de un tejedor, en la oficina de un ignorado tabelino. Pero había en ella una fuerza, un ímpetu, un despejo que, ya niña, la distinguía de todas.
Lo decían la luz de sus ojos, sus maneras bruscas e imperiosas, el modo de mandar una cosa o de suplicar y rogar. Las líneas del cuerpo, el ademán, la manera de andar, indican en estas adolescentes lo que andando el tiempo han de ser: seres extraordinarios. Sus vestidos son pobres; la escena en que se mueven es mezquina; pero ¡cómo resalta su vitalidad interna incontrastable, por encima de todo!
Rosemunda, poco a poco, ha ido elevándose. De la aldea ha pasado a la ciudad. En la ciudad, pronto una aureola de simpatía ha rodeado su nombre. De la ciudad, de un círculo de admiradores allegadizos, transitorios, más o menos frívolos y toscos, ha penetrado en la sociedad más refinada y culta de los cortesanos, artistas y príncipes. Ha sido combleza del rey de Inglaterra. Ha impuesto su voluntad a toda la corte. No se ha hecho en palacio y en toda la nación más que lo que esta mujer ha querido; ella misma dice que ha sido «domadora de las cervices de los reyes y de la libertad de los más exentos hombres». Es extraordinaria en todo esta mujer; su misma vitalidad poderosa hace que Rosemunda se cree para ella una jovenlandesal: a su tiempo había adelantado mucho en esta materia de la ética; algo de lo que ella expone es proclamado ahora.
¿De qué manera Rosemunda cayó de su elevada posición? ¿Cómo llegó hasta ella la desgracia? En el Persiles la encontramos peregrinando por regiones misteriosas, en compañía de un tropel de gentes tan infortunadas como ella. En estos días de adversidad y -47- por estos parajes hiperbóreos, la pasión no abandona a Rosemunda. Es aquí la mujer fuerte, imperiosa, de siempre. Se enamora perdidamente de un mozo que figura en la caravana. Un día, habiéndose éste internado en una isla cubierta de hielo, ella le sigue a lo largo de la blanca llanura. «¡Yo te adoro, generoso joven -le grita Rosemunda-, y aquí, entre estos hielos y nieves, el amoroso fuego me está haciendo ceniza el corazón!» Cuando después otro personaje -un viejo , profesador de la ciencia astrológica-, se entera de la aventura, pronuncia, reflexionando, estas palabras: «Yo no sé qué quiere este que llaman amor por estas montañas, por estas soledades y riscos, por entre estas nieves y hielos...» Este anciano que ha vivido mucho y que observa los cielos, muestra su extrañeza, su perplejidad, a pesar de su larga experiencia, ante la pasión avasalladora, fatal, de esta mujer...
Clodio es un hombre de mundo. Clodio fue desterrado al mismo tiempo que Rosemunda. Los dos caminan lejos de la tierra inglesa. A este hombre le desterraron por maldiciente. Su ingenio, su travesura, su donaire, inquietaban a todos. Era una especie de Aretino. (Físicamente, ¿se parecía también a este hombre barbado y corpulento que vemos retratado por Tiziano, en la Galería Pitti, de Florencia?) Un ambiente de rencores disimulados, de amables insidias, llegó a envolverle. ¿No veis en nuestras asambleas parlamentarias el ambiente especial que rodea a los que realmente son superiores a los demás? Al cabo, desterraron a Clodio. Pero el mismo Cervantes nos muestra simpatía por este hombre. No es un detractor vulgar y procaz; es una inteligencia que evalúa al margen de la sociedad. «Hombre malicioso sobre discreto», le llama el autor. Y añade: «De donde le nacía ser gentil maldiciente.» ¿Por qué esta consecuencia? Porque su intelecto fino, sutil, le hacía ver en las cosas, en el espectáculo del mundo, relaciones, analogías y disparidades, que los demás no notaban. Esto es todo. Carlos I emperador, no veía las cosas que veía el autor de Il Mariscalco.
Clodio muere impensadamente, de un modo trágico y absurdo. Un mozo que está en una estancia de un palacio, dispara una flecha para apiolar a una mala mujer. La flecha no alcanza a ésta; pero, en el mismo momento, asoma Clodio y el dardo le quita la vida. Un instante antes, este hombre inteligente no sabía que iba a morir; pasó instantáneamente -sin penumbra de dolor, sin anhelos angustiosos- de la plena luz a las tinieblas eternas. ¿Y este rey Policarpo, rey shakesperiano, rey caduco, casi decrépito, que en este acabamiento de sus días se enamora súbita y apasionadamente de una linda muchacha? Policarpo anda vagando con su enamoramiento por las estancias y corredores de palacio. Él mismo no sabe lo que le pasa; a su hija le confiesa su amor y le pide que ella interceda con su amada. Le vemos pasar encorvado, arrastrando estos pesados mantos bordados de los reyes de antaño, con una larga y blanca melena.
Unas veces está en el fondo de su estancia, meditabundo, «retirado y solo»; otras devanea y corretea,
«alegre sobremanera». Todo en Palacio está revuelto y trastornado desde que al viejo rey le pasan estas cosas. Nadie pone cuidado en nada; cortesanos, pajes, dueñas, bufones, maestresalas, cubicularios, todos, todos andan desordenados y bullangueros. Un viento de locura y de jovialidad ha soplado sobre la jovenlandesada secular y venerable de estos reyes.
Este tropel de los personajes del Persiles que anda -perdurablemente- peregrinando por mares desiertos e islas misteriosas, ¿qué se propone? ¿Cuál es su sino? Unos proceden de Inglaterra, otros de Italia, otros de España. Todos marchan hacia lo desconocido. Cada uno conoce de los demás el nombre -tal vez supuesto- y algún detalle de su historia próxima.
Pero su conocimiento mutuo no se extiende más allá del tiempo que llevan navegando juntos. Todos desconocen sus vidas pasadas. ¿Qué trágico sino los ha reunido en esta nave que camina entre los hielos del Septentrión o en esta isla inhabitada en que esperan el crepúsculo de la larga noche hiperbórea? «Nadie sabe de dónde vienen ni dónde van. Perdiéndose aquí, anegándose allí, llorando acá, suspirando acullá», dice uno de los personajes hablando de otro que camina en la caravana. Así, entre angustias, suspiros y naufragios, -
49- caminan todos. ¡Qué sentido más trágico el de este libro! ¡Qué sentido más trágico para nuestra moderna sensibilidad!
Cervantes tiene una frase suprema hablando de estos personajes del Persiles; una frase henchida de melancolía, de fatalidad y de misterio, que nos hace soñar y nos llena de inquietud. «Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos», escribe el poeta. Un deseo siempre anheloso, un deseo errante por el mundo, un deseo insatisfecho, un deseo que siempre ha de ser deseo; eso es el libro de Cervantes.

- II -

En su peregrinar por los mares e islas septentrionales, esta gente errática e infortunada ha llegado al palacio del rey Policarpo. Estas gentes son españoles, italianos, ingleses, que no saben adónde van ni se conocen mutuamente; nadie sabe el pasado de nadie; todos sospechan en los demás una historia infausta y dolorosa; hay en cada uno, respecto a los demás, cuando los demás hablan, un gesto equívoco, un gesto de duda, acaso de desconfianza. Y, sin embargo, todos marchan en tropel hacia lo desconocido, por piélagos misteriosos y por tierras llenas de desolación y de peligros. El azar los ha reunido a todos; el azar los ha traído a estos parajes desde la lejana España, la lejana Inglaterra, la lejana Italia. Todos, sin preocuparse aparentemente de la suerte del compañero, con quien caminan, ni de su pasado, ni de sus ocultos designios, siguen su rumbo fatal y desconocido. ¿No es ésta también la vida humana? ¿No puede esto ser un símbolo del poeta? ¿En el piélago de pasiones, de ambiciones ajenas, de contrapuestos intereses, de codicias, de envidias, por el que caminamos, va a ser nuestra suerte? ¿Qué es esta mano que, en apariencia cordialmente, estrecha nuestra mano? ¿Qué es esta sonrisa que a nosotros se dirige? ¿Qué hay en esta afectuosa solicitud y en esta deferencia? Y sobre todo, y aparte de esto, en un momento crítico, supremo, en uno de esos momentos que surgen en nuestra vida, como esas montañas -50- de hielo en los mares septentrionales,
¿cuál será nuestra actitud? ¿De qué modo -piadoso e inexorable- sortearemos el lance terrible?
El tropel de gente errática ha llegado al palacio del buen rey Policarpo. Buen rey viejo, caduco, amigo de fiestas artísticas y espléndidas. Buen rey, que se enamora perdidamente -a los setenta años- de una linda muchacha que marcha entre estos desconocidos aventureros. Las cosas que hace este buen rey para ver cumplida su pasión son inauditas. Al cabo, imagina prender fuego -ficticiamente- al palacio, para, con la confusión que se produzca, poder él realizar su intento. Una nave está preparada en el puerto; en ella embarcarán los demás individuos de la caravana; el buen rey se quedará aquí con la linda muchacha, en tanto que los demás se alejan. Arde, en efecto, por los cuatro costados el palacio; pero con la tropa que se marcha, se va también la bella moza amada del rey. Policarpo contempla -angustiado-, desde una alta azotea, cómo la nave se pierde en el horizonte. No imaginaba él esto. ¡Oh buen rey ingenuo y atolondrado! Los años que han nevado su cabeza, han puesto también candor en su corazón. ¿Cómo ha podido imaginar este rey la farsa peligrosa del incendio, y cómo ha sido tan cándido para dejar escapar a la amada de su corazón? Desde lo alto de la azotea, frente al mar, contempla ahora, en las primeras horas radiantes de la mañana, cómo se pierde la nave en la remota lejanía.
Horas después, en este mismo día, el buen rey Policarpo será depuesto de su trono. Se ha divulgado la farsa del incendio; toda la ciudad anda alborotada. Los súbditos de este rey atolondrado y novelero, no son como él; son pacíficos, flemáticos, amigos del orden, de la simetría, de la uniformidad. Han tolerado pequeñas fantasías y ligeros devaneos al rey Policarpo; pero lo del fingido incendio les parece enorme, intolerable. «Aquel mismo día -dice Cervantes- le depusieron del reino.» Buen rey Policarpo, buen rey caduco y enamorado, buen rey que reías y llorabas por las estancias y corredores de palacio, andando de una parte a otra con tu largo manto y tu melena blanca: ¿adónde irás ahora? ¿Qué podías tú hacer, hombre romántico, entre estos vasallos serios, graves, solemnes? (Romántico y -51- ensoñador Luis de Baviera:
¿cuál podía ser tu destino sino el trágico que tuviste?)
En su caminar por los mares septentrionales, la caravana ha encontrado otro navío. Han pasado gentes de uno a otro y se han comunicado noticias. Un hombre camina en el navío encontrado que ha hechizado a todos por su bondad y por sus infortunios... Llega el momento de que cada nave siga su ruta. El anciano que ha encantado a todos es también otro rey amargado por la adversidad. Él ha de continuar su camino; los otros han de seguir el suyo. Ya no se volverán a encontrar jamás. Las naves van a separarse una de otra.
«Desde el borde de mi nave me despedí del rey a voces, y él, en los brazos de los suyos, salió de su lecho y se despidió de nosotros.» Las naves se alejan; el rey anciano y enfermo ha vuelto a bajar a su cámara. Las naves desaparecen en el horizonte.
En una de las más hermosas novelas de Maupassant - Pierre et Jean- hay también una de estas despedidas angustiadoras. Maupassant tiene de común con el Cervantes del Persiles la impersonalidad, la sobriedad del estilo y la difusa melancolía que impregna toda la obra. Un matrimonio de modestos burgueses, después de una vida de trabajo, ha ido a retirarse a una pequeña ciudad marítima. Tienen dos hijos: Pedro y Juan. Viven todos oscura y tranquilamente. Pero surge un drama de conciencia, uno de esos dramas callados, serenos y hondos. Uno de los dos hermanos se cree en el deber de alejarse de la familia. ¿Se va para siempre? ¿Es transitoria su marcha? El padre, la progenitora -¡qué maravillosa figura de progenitora!- y el hermano bajan al puerto a despedirlo. Llega el instante de la partida. La angustia oprime todos los corazones. Ya se mueve el barco. Ya avanza. Ya se aleja. Ya se esfuma en el horizonte. La familia regresa a la ciudad. Cuando van a internarse por las calles, la progenitora vuelve por última vez los ojos hacia el mar.
«Pero ella no vio más -escribe Maupassant- que un humito gris; tan remoto, tan tenue, que no parecía más que un poco de bruma.» Con el segundo libro de Persiles termina la peregrinación de este tropel de gentes por los mares septentrionales. Todos van a volver a sus patrias. Todos van a volver desde una isla desierta, donde han encontrado a unos seres tan solitarios e infortunados como ellos, y adonde acaba de arribar un navío de Europa. ¿Qué pasa en Europa? ¿Qué cosas han acontecido por el mundo? Todos deseaban saber noticias.
«Pasaron a preguntarle por nuevas de lo que en Europa pasaba y en otras partes de la tierra.» Van a marcharse todos; una nave llevará a unos a Inglaterra e Italia; otra nave llevará a otros a España. ¿Ha acabado ya con esta dispersión el misterio trágico de esta extraña deambulación por lo desconocido? No; va a quedar aquí, como pendiente del azar, cual rastro que ha de inquietar al lector, una nota tan extraña como todo lo acontecido anteriormente. Uno de los personajes de la caravana quiere quedarse en esta isla desierta para acabar en ella sus días. Los dos solitarios que había en la isla se marchan en la caravana; pero este hombre desea permanecer aquí. Aquí, en este islote, hay un faro que orienta por las noches a los navegantes.
En la tenebrosidad de este mar desconocido brilla esta lucecita. El hombre de la caravana que va a quedarse en la isla desea permanecer en ella «siquiera para que no faltase en ella quien encendiese el farol que guiase a los perdidos navegantes».
Todos los días, cuando llegue el crepúsculo vespertino, este hombre, perdido en las regiones septentrionales, solitario en un islote desierto, va a encender el farol que ha de brillar con su lucecita en las tinieblas de la noche, frente al mar rumoroso. Cuando los españoles de la caravana hayan vuelto a sus viejas ciudades castellanas, a sus caserones de las plazas con soportales y de las callejuelas, tened por seguro que la visión de los mares del Norte ha de iluminar toda su vida. Siempre, ante el paisaje polvoriento de la Mancha, o ante las parameras de Ávila, recordarán las inmensas llanuras de hielo y las altas montañas de nieve. Recordarán cómo aquellos hombres vestidos de pieles patinaban velozmente sobre la tersa superficie. «Caminaban sobre sólo un pie, dándose con el derecho sobre el calcaño izquierdo, con que se impelían y resbalaban sobre el mar grandísimo trecho, y luego volviendo -53- a reiterar el golpe, tornaban a resbalar otra gran pieza de camino.» Recordarán cuando el navío, entre las enormes extensiones heladas, quedaba «engastado en ellas como lo suele estar la piedra en el anillo». ¡Qué lejos está todo esto!



- III -

Van a partir todos hacia Europa; al islote desierto de las Ermitas, perdido en los mares septentrionales, ha llegado una nave procedente de Francia. Termina la peregrinación sin rumbo de la caravana de aventureros ingleses, italianos y españoles. (¿De aventureros? No va buscando aventuras, como don Quijote, esta gente; lo extraño, lo raro, es que marchan divagando por lo desconocido, sin rumbo, sin plan, dejándose llevar por el azar.) Termina la peregrinación por los mares del Norte. Con viva ansiedad han preguntado todos por noticias de Europa. Uno de los personajes, al enterarse de cierta nueva, se ha quedado absorto, meditativo. «Puso los ojos en el suelo -escribe Cervantes- y la mano en la mejilla.»
Dos naves parten hacia Europa con rumbos distintos. El tiempo es plácido y el mar está en calma. Va a ver el lector cómo pinta el poeta esta marcha de las naves por el mar bonancible; no hay fragmento de prosa más fluida y etérea. En la literatura francesa se citan algunos versos de La Fontaine como expresadores de una tenuidad y una fluidez insuperables:

... L'onde était transparente ainsi qu'aux beaux jours...
... Le long d'un clair ruisseau buvait une colombe...
... Solitude où je trouve une douceur secrète...



Este fragmento -muy breve- de Cervantes, no es menos límpido y etéreo que los más bellos versos. «En esto iban las naves con un mismo viento por diferentes caminos, que éste es uno de los que parecen misterios en el arte de la navegación. Iban rompiendo, como digo, no claros cristales, sino azules; mostrábase el mar colchado, porque el viento, tratándole con respeto, no se atrevía a tocarle más de la superficie, y la nave suavemente -54- le besaba los labios, y se dejaba resbalar por él con tanta ligereza, que apenas parecía que le tocaba.» Nada más. Allá van las dos naves hacia Europa. Después del largo tiempo de deambulación por regiones de misterio, por mares desconocidos, por islas desiertas, estas pocas líneas nos dan una impresión de alegría, de bienestar, de placidez. Ya vamos hacia Europa; el viento apenas roza la superficie del mar; la nave se desliza con tanta ligereza sobre el mar que a penas parece que le toca.
Ya vamos hacia Europa. ¿Qué es Europa para nosotros? ¿Qué sensación nos da de Europa todo lo que en el Persiles hemos leído anteriormente y ahora, en contraste con ello, estas líneas tan límpidas, etéreas y fluidas? Europa es lo definido, lo claro, lo lógico, lo coherente. Ya marchan las naves raudas y gallardas; casi no se mueve el mar y el aire es diáfano y sutil...
El Persiles es un libro único en cierto respecto. Cervantes ha trazado en estas páginas retratos y siluetas de personajes que aparecen un momento -inesperadamente- y luego desaparecen. Diríase que, ante una visión cinematográfica, breve, fugaz, nos percatamos instantáneamente de que conocemos a una de las personas retratadas: una persona que evoca en nosotros complejos recuerdos, vagas y gratas emociones.
Pero cuando queremos reflexionar y fijar nuestra atención, ya la silueta ha pasado, se esfuma, se pierde en la lejanía. ¿Conocíamos de veras a esta persona? O bien, ¿hemos experimentado ante tal personaje, ante tal escena, lo que los psicólogos llaman la sensación de lo ya visto, es decir, la sensación de haber visto ya algo que no hemos visto nunca?
¿Dónde hemos visto nosotros a Feliciana Tenorio? El nombre no puede ser más eufónico y distinguido.
Pero no se la conoce por su apellido; Feliciana tiene una voz dulce y extensa; la gente llama por esto, a esta linda muchacha, Feliciana de la Voz. Así, el nombre es todavía más eufónico, más original, más simpático.
¡Feliciana de la Voz! Evocamos un retrato de Palma el Viejo o del Tiziano: una bella moza, rubia, con el pelo de oro suelto sobre los hombros y los brazos desnudos. Feliciana de la Voz se ha enamorado de un mancebo que desplace a los padres de la doncella. Toda esta parte de la novela de Cervantes es de lo más delicado del -55- libro, porque al ambiente de poesía se unen detalles de fino y cotidiano realismo.
(«Hallose mi padre -cuenta Feliciana- y con una vela en la mano me miró el rostro...») Feliciana de la Voz ha tenido un trance apretado y ha huido de la casa. Impresión de angustias y lágrimas. Páginas más adelante, impresión de contento, de cordialidad y de sonrisas. Se acaba el episodio; la vida no trae otra cosa; los peregrinos de la novela siguen marchando. Atrás ha quedado Feliciana de la Voz -lágrimas y sonrisas-; de su conocimiento, de su aparición, de la visión que hemos tenido durante un momento, sólo nos queda en el espíritu -¿hasta cuándo?- el recuerdo de una voz dulce y simpática, una cara pálida, angustiada, ante la cual un hombre airado pone una vela, una mujer que, en una ancha casa de pueblo, desciende «por un caracol a unos aposentos bajos» y huye luego, durante la noche, por el campo...
¿Y la vieja peregrina que va por los caminos, sin pararse, sin descanso, vestida de andrajos, descarnada, siniestra? ¿Quién es esta vieja peregrina que la caravana encuentra a seis leguas más allá de Talavera de la Reina? Cervantes ha querido, sin duda, presentarnos una figura simbólica. Pero ¿qué representa esta peregrina decrépita, andrajosa, descarnada, que anda y anda por los caminos? Allá queda, atrás, también. Ya no la volveremos a ver. ¿Ya no la volveremos a ver? ¿Estamos seguros de ello? Esta peregrina, ¿no surgirá ante nosotros, ante nuestros deudos queridos, cuando menos lo esperemos?
Un «deleitoso pradecillo». Los personajes de la caravana se detienen a descansar. «Refrescábales los rostros el agua clara y dulce de un pequeño arroyuelo que por entre las hierbas corría; servíanles de muralla y de reparo muchas zarzas y cambroneras, que casi por todas partes los rodeaba: sitio agradable y necesario para su descanso.» Aquí se detienen todos a descansar. Bruscamente, de entre la enramada, surge un mancebo que camina unos pasos y cae de bruces; trae una espada clavada por la espalda. «¡Dios sea conmigo!», exclama el mozo, y expira. Días después parece una carta en que este hombre manifiesta que sale de Madrid acompañando a un pariente suyo; que le acompaña porque este -56- pariente tiene, respecto de él, «ciertas sospechas falsas», y él, con prestarse a acompañarle, quiere desvanecerlas; que finalmente él, el autor de la carta, cree que su pariente «le lleva a apiolar».
Cuando leemos por, primera vez el libro nos preguntamos: ¿Encontraremos más adelante la clave de este misterio? ¿Quedará esto también así, como queda en la vida, como queda cuando hacemos un viaje y nos enteramos, fragmentariamente, de algo que ya no podremos completar? El Persiles es el libro que nos da más honda sensación de continuidad, de sucesión, de vida que se va desenvolviendo con sus incoherencias aparentes. Otros libros nos dan la impresión de un plano en que se muestran los acontecimientos y las figuras en una visión simultánea. En el Persiles todo es sucesivo, evolutivo; pocos libros tan vivos y tan modernos como éste. La vida pasa, se sucede, cambia en estas páginas. No es nada este episodio que nos parece insignificante, y sin embargo, ¡cuán hondo llega a nuestra sensibilidad! No tiene gran relieve esta figura -cuatro rasgos-, que se nos antoja vulgar, y a pesar de eso,
¡con qué profundidad se queda grabada en nuestro espíritu! Atrás, a lo lejos, a lo largo del camino, van quedando cosas, como en la vida, como en el tiempo...
 
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Ahora mismo están haciendo un documental sobre Azorín en la 2.
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Azorín: la imagen y la palabra - RTVE.es
 
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