Amigos con dinero frente a amigos sin dinero: “Cada vez que alguien me invita a una boda mi cuenta corriente y yo echamos a temblar”

Sir Connor

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Quizás la situación pueda resultar familiar a más de uno y más de dos: sucede durante el ocaso de una cena de seis comensales en una coqueta terraza del distrito madrileño de Chamberí, que bien podría estar terminando en cualquier otra terraza de España. “¿Os apetece un postrecito?”, pregunta una joven echando una mirada golosa a la carta que un avispado camarero ha vuelto a dejar sobre la mesa. “Yo estoy llena, pero pedid vosotros”, responde otra. Piden. Se sirven dos tartas de queso para acompañar las copas de vino que, siendo optimistas, todavía están medio llenas. Cuando cinco de los seis comensales terminan el postre, se pide la cuenta. Ahí empieza la verdadera danza, un torpe baile donde cada cual busca salirse con la suya, a menudo sin tener en cuenta el ritmo de los demás, ni a quién le puedan estar apretando los zapatos. Lo natural, piensa una parte del grupo mientras abre la aplicación de la calculadora de su iPhone, es pagar a balcón. “Yo solo he bebido agua”, dice Verónica, de 33 años, a sabiendas de que las botellas de vino ascienden a más de 50 euros y la botella de agua cuesta tan solo tres. “Y no tomé postre”, se aventura a añadir, conocedora de que esas tartas de queso tan de moda ahora, que se derraman sobre el plato, también son una derrama en la cuenta corriente.
Una colorida transacción económica entre dos personas, no sabemos si amigas o enemigas.



Verónica no sabe qué piensan sus amigos, pero sí ha trabajado mucho en lo que piensa ella de toda la situación: “Me siento la aguafiestas del grupo, parece que en cada cena tengo que ser yo la que alce la voz para no pagar más de lo que me toca y me molesta que la historia se repita cada vez, como si nadie fuese capaz de empatizar conmigo”. Verónica trabaja en publicidad y no llega a los 22.000 euros al año, su sueldo mensual es de 1.400 euros, tiene una habitación en un piso compartido, por el que paga 450 euros y vive en Madrid. Llega a final de mes “justa”, aunque reconoce que su situación no es de las peores que tiene alrededor, pero sí encuentra una diferencia “abismal” entre su grupo de amigos y ella: calcula que ellos tienen sueldos de entre 40.000 y 60.000 euros. Para ahorrarse también estos malos tragos, Verónica a veces acude al café o a las copas después de una comida. Otras veces ni siquiera asiste. “Me autoexcluyo de muchos planes, porque a veces me siento culpable solo por ir, como si sintiera que el resto estuviera pensando: ‘Si no puedes pagarlo, para qué vienes”. Las vacaciones con esos amigos ya son solo fotografías, souvenirs y recuerdos. Y, poco a poco, la brecha económica que existe entre sus amigos y ella se convierte en un boquete real: a un lado, quedan aquellos con dinero, al otro, los amigos sin.

“Se nota en todo”, explica María, de 30 años, que trabaja en una galería de arte y cobra el salario mínimo interprofesional, “desde comprar regalos, ir a bodas, salir a comer, organizar una barbacoa o incluso en el ritmo de pedir cañas o copas en un bar… para mí ir a balcón es una ruina”. Todas las personas entrevistadas para este artículo cuentan historias similares: bodas que generan conflicto porque implican tener que elegir entre ir al casamiento de unos amigos o irse de vacaciones; despedidas de soltero o soltera que ascienden a más de 1.000 euros, porque incluyen viajes y noches de hotel, además de cenas y muchas copas. “Cada vez que alguien me dice que se casa, mi cuenta corriente y yo echamos a temblar”, sentencia María. Nuevas convenciones llegadas de Estados Unidos, como la gender reveal party (la fiesta en la que se revela el sesso del futuro recién nacido) o la baby shower (la fiesta de presentación de un bebé) que implican otro desembolso económico. Y, saliendo de las celebraciones, está el día a día, donde el ocio está cada vez más ligado con el consumo, pues quedar a pasear guía irremediablemente los pies a una terraza, y el nivel de vida de unas personas y otras se percibe por la tranquilidad o por la angustia con la que unos y otros reciben la dolorosa.

En los países anglosajones llaman a este problema friendship wealth gap, que se podría traducir como la brecha de riqueza entre amigos. Los datos informan de que esta situación no suele ser habitual: tal y como apuntó Kiko Llaneras en su newsletter en este mismo medio: “Nuestras redes sociales están estratificadas por clase

socioeconómica, de manera que la gente tiende a tener amigos con rentas similares a la suya”. La afirmación de que nuestras rentas y las de nuestros amigos se parecen se basa en los datos arrojados por un amplio estudio en Estados Unidos que analizó 21.000 millones de amistades en Facebook para mayor precisión: “Un añadido curioso del estudio es que pueden trazar el origen de muchas amistades”, escribe Llaneras, “y hay diferencias. La gente más pobre tiene muchos amigos del barrio, mientras que la gente rica hace un montón de lazos en la universidad. Ambas cosas contribuyen a unirnos por nuestro nivel económico”.

“La brecha de riqueza entre amigos generalmente se vuelve notoria a finales de los 20 años y principios de los 30, cuando quienes alguna vez fueron tus iguales financieros comienzan a alejarse en nivel de ingresos”, escribía la periodista Sirin Kale en un artículo de The Guardian dedicado al tema. “Los compañeros de la universidad con los que compartiste fideos de sobre en lúgubres pisos compartidos comienzan a frecuentar restaurantes caros con sus colegas; los amigos de la escuela se van de lujosas vacaciones que tú no puedes pagar. A medida que se amplía la brecha de riqueza, las relaciones que alguna vez fueron sólidas comienzan a desmoronarse y ceder bajo la presión de todo lo que no se dice”.


Amigos con dinero frente a amigos sin dinero: “Cada vez que alguien me invita a una boda mi cuenta corriente y yo echamos a temblar” (msn.com)
 
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