¿Qué hubiera pasado si cada agente que sale por la noche a detener a alguien no pudiera estar seguro de volver con vida y tuviera que despedirse cada vez de su familia? ¿Qué habría pasado si durante una época de arrestos masivos, como por ejemplo Leningrado, cuando metieron en la guandoca a la cuarta parte de la población, la gente no se hubiera quedado en su madriguera, paralizada de pavor al oír un portazo en la calle o pasos en la escalera? ¿Y si hubieran comprendido que ya no había nada que perder? ¿Y si los hubiéramos recibido con una barricada en el vestíbulo, con varios hombres armados de hachas, martillos, hurgones o lo que hubiera a mano? Sabíamos por anticipado que esas aves nocturnas tocadas con gorros no venían con buenas intenciones. No habría sido ninguna equivocación recibir a golpes a esos malos. O también podríamos haberles robado el coche o pincharle los neumáticos a ese “cuervo” que esperaba en la calle con sólo el chófer dentro. A los órganos de Seguridad del Estado pronto les habrían faltado agentes y material móvil, y por más que se empeñara Stalin se habría detenido la maldita máquina.