No he hecho jamás autostop. Pero leyendo tu post, la primera y única vez que fui a Valencia (he ido a Alicante más veces pero no al resto de la CCAA), pase por la carretera de Picassent dirección Oliva y me recorrió un escalofrío. De repente pensé en estas chicas y me dio un mal rollo increíble solo leer los nombres de los pueblos.
(Abre un hilo con esas aventuras de autoestopista, ¿Curas?, Jajaja qué interesante)..
Pues tal cual,
entre octubre y noviembre de 2001 atravesé la península bajo el peor temporal de aquellos años,
y una tarde de diluvio horrendo camino de Ocaña me paró la Guardia Civil en un pueblo que irónicamente se llama Villasequilla.
Como no tenía requerimiento alguno me dejaron ir advirtiendome del peligro pero yo no tenía donde pasar la noche y quería llegar a Ocaña pues en los municipios grandes las monjas te dan alojamiento o la policía te da una noche de pensión,
así que viendo que seguía por el arcén se ve que llamaron al párroco del pueblo que me recogió en un Opel Corsa con el salpicadero lleno de estampitas y monedas.
Yo llevaba una camiseta de los Dover con un malo rojo enorme en la espalda y todo aquello se me hacía surrealista...
El hombre me llevó hasta otro pequeño pueblo para que cogiese el bus a Ocaña y me dejó allí tras darme unas monedas.
En el pueblo se había ido la luz y no pasaba ningún bus hasta el día siguiente así que volví a la carretera y diez minutos más tarde pensé que me arrastraba el agua.
La lluvia caía tan fuerte y rápido que me llegaba por los tobillos el caudal y no había nadie ni nada cerca,
me moría de miedo viéndome sin salida posible de aquello.
Pero de repente surgieron unos faros de la cortina de agua y si,
era el cura en su Opel Corsa que había regresado a buscarme no se por qué,
pero al abrir la puerta me dijo que no había autobús por la lluvia y me llevó a Ocaña él mismo.
No se como pudo ver nada en aquella carretera,
y reconozco que cuando me lo pidió recé con él un Padrenuestro con los ojos cerrados.
Me llevó directo a las monjas de Ocaña y me dió todas las monedas que llevaba en el salpicadero y alguna foto de Cristo.
Y nunca,
en ningún momento de aquella angustiosa situación,
perdió la sonrisa.