Por cierto, yo digo cuando se termina la discusión, no tú. Aprende cuál es tu lugar.
Estás haciendo el ridículo y tú sí que no sabes cuál es tu lugar.
Ahora, un tío que escribió un libro hace 150 años te va a dejar en el ridículo más absoluto:
Primero, que dos hombres no tienen más derecho natural de ejercer ningún tipo de autoridad sobre uno, que uno tiene para ejercer la misma autoridad sobre dos. Los derechos naturales de un hombre son los suyos propios, contra todo el mundo; y cualquier infracción de ellos es igualmen-te un crimen, sea cometida por un hombre, o por millones; sea cometido por un hombre, que se llame a sí mismo ladrón, (o de cualquier otra mane-ra que indique su naturaleza verdadera), o por millones, que se llamen a sí mismos gobierno.
Pero decir que el consentimiento de la parte más fuerte, o la parte más numerosa, de una nación, es justificación suficiente para el establecimiento o mantenimiento de un gobierno que ha de controlar a toda la nación, no obvia la dificultad. La pregunta aún permanece, ¿cómo una cosa tal como “una nación” adquiere existencia? ¿Cómo es que millones de hombres, dis-persos sobre un territorio extenso – cada uno provisto por la naturaleza de libertad individual; requerido por la ley de la naturaleza a llamar a hombre o grupo de hombres alguno sus amos; autorizado por esa ley a procurar su propia felicidad a su manera, a hacer lo que desee consigo mismo y su pro-piedad, en tanto no viole la libertad de otros; autorizado también, por esa ley, a defender sus propios derechos, y reparar sus propios errores; y a acudir a la asistencia y defensa de cualquiera de sus semejantes que pudie-ran estar sufriendo cualquier tipo de injusticia – cómo es que millones de estos hombres se convierten en una nación, en primer lugar?
¿Cómo es que cada uno de ellos es despojado de sus derechos naturales, y es incorporado, comprimido, compactado y consolidado en una masa con otros hombres, quienes nunca ha visto; y con los cuales no tiene contrato alguno; y hacia los cuales no tiene sentimientos más allá del temor, repruebo o desprecio? ¿Cómo es sometido al control de hombres como él mismo, quienes, por na-turaleza, no tenían autoridad sobre él; pero que le ordenan a hacer esto, y le prohíben hacer aquello, como si fueran sus soberanos, y él su súbdito; y como si sus voluntades y sus intereses fueran los únicos criterios de sus deberes y sus derechos; y quienes lo compelen a someterse bajo pena de confiscación, prisión y muerte? Claramente, esto es el producto de la fuerza, o el fraude, o ambos.
Somos, por lo tanto, llevados al reconocimiento de que las naciones y los gobiernos, si pueden existir legítimamente del todo, pueden existir sola-mente por consentimiento.
Pero estos hombres que claman y ejercen este dominio absoluto e irresponsable sobre nosotros, no se atreven a ser consistentes, y decir que son nuestros amos, o que les pertenecemos como propiedad. Ellos dicen que son sólo nuestros servidores, agentes, defensores, y representantes.
Pero esta declaración implica un absurdo, una contradicción. Ningún hombre puede ser mi servidor, agente, defensor o representante, y ser, al mismo tiempo, incontrolable por mí, e irresponsable ante mí por sus actos.
Si yo lo hice incontrolable por mí, e irresponsable ante mí, ya no es mi servidor, agente, defensor o representante. Si le di poder absoluto e irresponsable sobre mi propiedad, yo le di mi propiedad. Si le di poder absoluto e irresponsable sobre mí mismo, lo hice mi amo, y me di a él como esclavo. Y no es importante si lo llamo amo o esclavo, agente o propietario. La única pregunta es, ¿qué poder puse en sus manos? ¿Fue un poder absoluto e irresponsable? ¿O un poder limitado y responsable?
Todavía hay otra razón por la que no son ni nuestros servidores, agentes, defensores, ni representantes. Y esa razón es, que nosotros no nos hacemos responsables de sus actos. Si un hombre es mi servidor, agente o defensor, yo necesariamente me hago responsable de todos sus actos cometidos dentro de los límites del poder que yo le confié. Si le he confiado, como mi agente, o poder absoluto, o cualquier poder, sobre las personas o propiedades de otros, de esa manera me hago necesariamente responsable ante aquellas personas por cualquier daño que él pudiera ocasionarles, mientras que él actúe dentro de los límites del poder que le otorgué. Pero ningún individuo que pudiera ser perjudicado en su persona o propiedad, por actos del Congreso, puede ir a los electores individuales, y responsabilizarlos por estos actos de sus supuestos agentes o representantes. Este hecho prueba que estos pretendidos agentes del pueblo, de todos, son realmente los agentes de nadie.
Lysander Spooner, “Sin Traición: La constitución sin autoridad” (1867)