Es ya demasiado el tiempo que llevo aguardando volver a sentirme vivo. Presupongo que es algo imposible de concebir para la mayoría. No es síndrome de Cotard, no es que tenga el convencimiento de que he muerto ni de que me corrompo y espumo en mohos, bejines o líquenes; es, más bien, un cansancio, un aprisionamiento, un no percibir el mundo como creo recordar que solía hacerlo -como sospecho que debería seguir haciéndolo- que jamás conoce remedio.
Cuando alguien, que he debido atraer con no sé qué de mis formas -pues raro es el día en que no quiera incluirme el que sea en sus planes, sin que me vea yo, por lo común, con fuerzas para corresponder a tales muestras de amistad - se inquieta al descubrir que aquellos altozanos de acidez casi vitriólica y resabiado escepticismo son en verdad antiguos santuarios que, por hastío, he ido dejando a la merced del viento y de la tierra, de la erosión y del olvido, y da inicio a su previsible interrogatorio, sólo logro contestar, si procuro ser escrupulosamente honesto: ¡Dejé de ver, dejé de oír, dejé de comprender!
Y es que yo era, por ejemplo, dibujante. Y, si bien es cierto que sólo intenté ejecutar un par de obras con seriedad -con ambición- pronto acabé asqueado, y de ahí en adelante destiné mi escaso esfuerzo a realizar retratos de hombres feos y gordos sólo por soliviantar a los muchos que conocía que, sin tener ni intuición ni conocimientos, presumían de sus obrillas de principiante cual si fueran las -merecedoras de sobrecogimiento y reverencia- magnas obras de un genio.
¿Por qué prefería trazar mis líneas en el peor papel con el más barato de los bolígrafos -aún mejor si lo había hallado en el suelo de la calle- y bosquejar rostros horrendos o dinosaurios deprimidos, coartados por la ansiedad social, en lugar de bellas damas flotando en las tinieblas de una negrura total, como en mis inicios? Porque había dejado de ver. Porque las sombras estaban deslavadas para mí. Porque las formas eran toscas sin remedio. Porque cuando alguien se conmovía con lo que yo hubiera realizado y alababa mi sensibilidad incomparable sólo lograba sentirme como un gran farsante y un patán.
El momento culminante de mi carrera artística fue aquel en que una mujer procedente de Las Indias Occidentales (esto es un mero guiño a los que dicen que hablo en castellano antiguo [acusación que, junto a la de que era nancy y rompía escaparates de judíos -desconocía que la diáspora los hubiera traído a mi pueblo- y otras no menos disparatadas, me han dirigido muchas veces los sicofantes de esta tierra] y con el que quiero decir que no recuerdo el país concreto) quiso quedar conmigo e invitarme a lo que fuera que gustase mi gaznate, de tanto como le apasionaba mi obra (esto me había acontecido ya en múltiples ocasiones cuando hacía música, que era horrenda, nefanda, inexcusable, pero que deleitaba, váyase a saber por qué, a las féminas, hasta el punto en que viajaban desde otras comunidades por tener ocasión de conocer en persona al <<genio>> que había realizado, por ejemplo, un disco pésimo que luego se me reprochó no haber sido capaz de igualar jamás, aun a pesar de mis muchísimos intentos) y le intrigaba mi carácter.
¿Qué tuvo de especial, empero, esta cita? Pues, muy sencillo, que acabé siendo agredido por aquella mujer en mitad de una plaza muy pública de una ciudad muy poblada por ser, en sus palabras: judío -era ella indígena-, por estar entre los nequiciosos manipuladores que impedían al Agartha mostrarse, por negar entre risas que la evidencia demostrara que la tierra fuese plana, por manifestar que me preocupaba que una doctora como ella creyese en tales cosas, y por ser un farsante que, debido a su simplicidad, en modo alguno podía haber ejecutado cualesquiera de aquellas obras que ella admiraba. Esto último le dije que lo tenía por muy halagüeño, cosa que redobló la intensidad de su violencia.
Yo procuraba volver como podía a la estación de tren -puesto hasta este mismo año no he obtenido, por no habérmelo propuesto antes, el permiso de circulación de turismos-, y ella me acompañaba pegándome bolsazos y empellones mientras me gritaba que no la siguiera, pese a que yo, perplejo, aunque no poco divertido, la iba dejando atrás a cada momento con mis largas zancadas, motivo por el cual los espectadores no la creían cuando entre alaridos pedía que alguien impidiera que siguiese yo persiguiéndola.
Mas, vuelta a lo de antes, ¿por qué dejé de hacer música? ¿por qué dejé de escribir libros? ¿por qué dejé de vérmelas con mujeres? Porque nada me conmovía ya, ni siquiera el colmo del absurdo del que fue, como digo, mi momento culminante. Porque, en definitiva, ya no sentía el tirón del destino, ni lograba creer en él, ni hallaba finalidad en acción alguna.
A veces creo que yo sufrí la bendición de la locura – a la manera en cómo Dostoyevski decía sentirse agradecido de su epilepsia-, y esa demencia mía consistía en imaginar demasiado, en ser víctima de una ingenuidad sin límites, en sentir el destino, en ver la música y las letras como colores, en tener los recuerdos almacenados en escenarios repletos de actores, en una hiperestesia para la alegría; ¿por qué digo que lo sufrí, entonces? Pues, primeramente, porque lo mismo que podía resultar euforizante también se hacía muchas veces terrorífico. Por ejemplo, yo me miraba la mano izquierda en la ducha y la veía mucho más reducida que la derecha, o pasaba las noches en vela escuchando a alguien repetir mi nombre, o me desmayaba sin venir a cuento en mitad de la calle; y segundamente, porque la mayor parte de aquello ha desaparecido, y por eso digo que será inconcebible mi estado actual para la mayoría.
Por ejemplo, no han dejado de ocurrirme los extraños eventos en los que yo antes veía el destino, aquello a lo que Carl Jung -que ejemplifica contando que mientras trataba a un paciente que soñaba reiteradamente con un escarabajo dorado, escuchó tantos golpes en la ventana de su consulta que acabó por abrirla a ver qué es lo que acontecía, y entonces un escarabajo dorado, que era el que arremetía contra el cristal desde afuera, entró en la estancia y se posó sobre el paciente- definió como sincronicidades.
Uno de los más recientes es el siguiente:
A veces leo varios libros simultáneamente, si puede ser, en idiomas distintos. En español ando leyendo, muy lentamente, porque dedico la mayor parte de mi día a otras cosas, El tiempo amarillo, la autobiografía de Fernando Fernán-Gómez; en inglés, The Aesthetic Brain de Anjan Chatterjee, un libro sobre neuroestética, que, por no comprender la literatura ni la música, sino lo puramente visual, me anda dejando un tanto insatisfecho.
Bien, abrí el segundo para tener algo con lo que ocuparme mientras deponía -leo en un Kindle- y, al llegar a un párrafo en que se hablaba de la fascinación del autor por Ingrid Bergman, sentí vivos deseos de cambiar de lectura, por lo que me pasé al primero, que era el que tenía más avanzado, en pocas palabras llegué a un párrafo en que se hablaba de la fascinación del autor por Ingrid Bergman. Confuso, pensé que había cometido alguna clase de error, y ya no sabía a quién leía ni cómo limpiarme el trastero siquiera.
Se dirá que esto es una gran tontería, y que demuestra absolutamente nada ni puede interesar a persona alguna. Concédaseme, dada la hora que es, que termine de explayarme sobre el tema en una parte siguiente, y ya se juzgará entonces lo usual o lo inusual de lo que me acontece de continuo. Por mi parte, ya he confesado que nada de esto me conmueve, por lo que no creo que con lo que cuento se evidencie más que la enormidad de mi extravagancia, pero sé que quien me crea, y muchos a los que he contado estas historias lo hacen -aunque no otros tantos- se asombrará de mis peripecias, y no entenderá mi indiferencia ni mi escepticismo cuando narre los hechos de mi pasado.