Pato de goma
Himbersor
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Díselo a mi tía parte del día en casa/bar. Son unos parásitos y encima quejicas
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¿Que puede verse en las 4 torres a esa hora?
Estás hablando de IT. Y más concretamente, de posiciones muy particulares que requieren algo más de un par de añitos en el extranjero(CCIEs, RHCE, todas las certificaciones de Oracle...)Te podrías sorprender lo que hacen profesionales de la privada (no tienen por qué ser médicos) que, a nada que vives unos añitos en el extranjero y coges experiencia, vuelven con su puesto de PM a Españita, de teletrabajo, superando ampliamente los 100k/año y con acciones de la empresa que te facilitan la vida “bastante”…
Pero para eso hay que ser listo, currar duro y querer ser de los mejores
Un funci no podría aspirar a eso, jamás.
Esa y no otra, es la única manera de hacer pasta en este pu-to país de erial.
Ser funci es migajas de pan.
Existen los concursos y promociones internas. Quien se quiere quedar 40 años en el mismo puesto se puede quedar. Quien quiere probar otras cosas, o ganar más, o cambiar de campo ... puede hacerlo.No se trata de lo que ganes, sino de siempre hacer lo mismo. 40 años, 8 horas al día. Para mí no tiene sentido una vida así. Tienes que tener o mucha vocación o tener 0 aspiraciones profesionales.
Y ni de coña la mayoría de funcivagos cobra eso. Sin embargo, en el ámbito privado, con alta formación y experiencia, en unos años puedes llegar a cobra eso o más fácilmente.
Estás hablando de IT. Y más concretamente, de posiciones muy particulares que requieren algo más de un par de añitos en el extranjero(CCIEs, RHCE, todas las certificaciones de Oracle...)
Un químico hace lo que dices y vuelve a España a cobrar como mucho 27k brutos al año. Y así con muchos otros profesionales.
Es cierto, ser funci es un sufrimiento continuo. Dejad el funcionariado para los españoles patriotas que nos sacrificamos por los demás, y vosotros seguid descargando camiones delante del jefe antes de la hora de entrada, que os vea bien, que eso sí es disfrutar de la vida.
En la privada a poco que seas padefo (como la inmensa mayoría de gente) tienes lo mismo pero con jornada partida (de 8 de la mañana a 8 de la tarde con interrupción al mediodía, todo el puñetero día en el tajo), presencialismo (hasta que no se va el jefe no levanta el ojo ciego ni Dios) y horas extra sin cobrar.
Lo que sí tienes son emociones fuertes. Pero es a partir de los 50 años cuando te echan a la fruta calle por viejuno y no tienes otra que meterte a autónomo ya que no te quieren en ningún sitio (por viejo y por viciado en los procesos de la empresa en la que has tirado los años de tu juventud.
Esto es lo normal en el currante medio.
El currante top envió a la cosa al jefe a los 30 años y se llevó consigo la cartera de clientes al negocio que se había montado. Y no, por mucho que hayáis compartido cafeses tampoco te quiere en su negocio (por viejuno)
Mi primera reacción ha sido la de empatizar con el funcivago promedio. Sentir lástima por sus insulsas vidas. Luego, reflexionando más a fondo sobre el tema esa lástima se ha transformado en ardor de estomago. Es cierto que la mayoría de los funcionarios viven inmersos en carreras profesionales sin ningún tipo de aliciente ni motivación. Sin embargo, esto no debe de ser motivo de lástima por dos motivos:
Lo sé a ciencia cierta porque yo mismo lo soy desde hace unos años, tras pasar por la empresa privada. Suena a tópico, pero cuando uno tiene asegurado un aspecto de su vida (en este caso el laboral), deja de valorarlo como se merece. Ocurre con nuestra familia, con nuestra pareja. Cuando uno es funcionario, da el trabajo por sentado y pierde cierta “hambre” que considero muy necesaria para el día a día: ese repruebo al hijomio del jefe, al pelota del compañero, ese soñar con irse de la empresa y volar muy lejos y mandar a todos a tomar por el ojo ciego; tener el objetivo de aterrizar en un sitio nuevo, con nuevos horizontes y objetivos, o poder dar pasos que te acerquen al sueño que alimenta a muchos: pegar un buen pelotazo con alguna idea novedosa, acabar en una gran empresa que salga a bolsa y te caiga, aunque sea por casualidad, un buen pico.
Como funcionario sabes exactamente qué estarás haciendo, si la salud lo permite, tal día como hoy dentro de cinco, seis o diez años. Sabes que seguirás en esa oficina, en ese escritorio. Sabes incluso en qué bar desayunarás el día 16 de enero de 2040. Sabes exactamente cuánto cobrarás, y te salva del absoluto vacío la tímida motivación del trienio, del sexenio. Vas midiendo el tiempo en base a estos hitos temporales. Años que se marchan como viéndolos desde un tren a toda velocidad y que se traducen en esas rimbombantes (y no tan suculentas) subidas en la nómina. Ves al compañero caradura que pide citas médicas un par de mañanas a la semana y que sin embargo cobra exactamente igual que tú. O a la compañera que aún no sabe manejar el ratón y tiene un uno por ciento de tu rendimiento, pero lleva acumulados cuatro sexenios que se gasta en bisutería y jerséis estridentes.
Con estupor compruebo que, tras la explosión de alegría inicial al conseguir la plaza, la seguridad del funcionariado acaba produciendo monstruos. Siempre me fijo en uno de mis compañeros. Tiene unos cincuenta y cinco años (desde los veinticinco con plaza) y dos hijos estudiando la carrera en otra ciudad. Coincido con el tipo a la entrada y a la salida y en su mero caminar puedo apreciar su total hastío vital. Vive a diez minutos andando de la oficina y sus piernas ya avanzan en modo automático. El mismo camino, las mismas paredes, las mismas tareas, los mismos problemas con la fotocopiadora, prácticamente las mismas caras. Estoy seguro de que ve la vida a cámara rápida, de que no puede creerse que hayan pasado treinta años. A mí mismo me está empezando a ocurrir: no cambia el lugar, pero cambian ligeramente los rostros y los cuerpos. Pasa el verano y las caras vuelven más bronceadas y ligeramente más arrugadas. Esos mismos compañeros te darán la enhorabuena por el nacimiento de tus hijos y el pésame por la fin de tus padres. Así un año tras otro hasta que toque jubilarse.
Todas esas sensaciones puedo apreciarlas solo en su forma de caminar y de hablar. Mi compañero es la definición estándar de funcionario, el ejemplo viviente de lo que provoca vivir cómodamente del Estado. Es un hombre cordial pero de ademanes lentos, que jamás te contará su vida ni quiere saber de la tuya. No sé si es conformista, pero vive en un piso de los ochenta (sin piscina ni jardines comunes), con un pequeño balcón que nadie usa. No sé qué hará allí por las tardes, pero el sueldo tampoco da para grandes dispendios ni locuras (especialmente con dos hijos en la universidad). Lo imagino echando la siesta, mirando luego los programas de la tarde como quien oye llover. Un día y otro, de un cubículo durante las mañanas a otro en las tardes, como la mayor parte de la población, pero sin el sueño de huir que mantiene el fuego encendido. Atrapado en esa realidad vivida a medio gas, como un perro sobrealimentado y aburrido que no sobreviviría ni un día si se le pasara por la cabeza escapar de su amo.
Asumo mi destino y sé que probablemente acabe como él, acomodado, enlentecido, encerrado entre cuatro paredes físicas y mentales, hinchado y pálido como una planta con demasiada agua, acaso matando el gusanillo de la escritura dándomelas de profundo mediante tristes textos en un foro de internet. En definitiva, digiriendo el hastío vital. No negaré que la de funcionario es una vida cómoda, pero también carente de buena parte del sentido que nos mueve.
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