Ser funcionario no es tan bonito como lo pintan

LADRIC

MORENAS DE PIEL BLANQUITA
Desde
15 Ago 2014
Mensajes
10.698
Reputación
23.959






Lo sé a ciencia cierta porque yo mismo lo soy desde hace unos años, tras pasar por la empresa privada. Suena a tópico, pero cuando uno tiene asegurado un aspecto de su vida (en este caso el laboral), deja de valorarlo como se merece. Ocurre con nuestra familia, con nuestra pareja. Cuando uno es funcionario, da el trabajo por sentado y pierde cierta “hambre” que considero muy necesaria para el día a día: ese repruebo al hijomio del jefe, al pelota del compañero, ese soñar con irse de la empresa y volar muy lejos y mandar a todos a tomar por el ojo ciego; tener el objetivo de aterrizar en un sitio nuevo, con nuevos horizontes y objetivos, o poder dar pasos que te acerquen al sueño que alimenta a muchos: pegar un buen pelotazo con alguna idea novedosa, acabar en una gran empresa que salga a bolsa y te caiga, aunque sea por casualidad, un buen pico.

Como funcionario sabes exactamente qué estarás haciendo, si la salud lo permite, tal día como hoy dentro de cinco, seis o diez años. Sabes que seguirás en esa oficina, en ese escritorio. Sabes incluso en qué bar desayunarás el día 16 de enero de 2040. Sabes exactamente cuánto cobrarás, y te salva del absoluto vacío la tímida motivación del trienio, del sexenio. Vas midiendo el tiempo en base a estos hitos temporales. Años que se marchan como viéndolos desde un tren a toda velocidad y que se traducen en esas rimbombantes (y no tan suculentas) subidas en la nómina. Ves al compañero caradura que pide citas médicas un par de mañanas a la semana y que sin embargo cobra exactamente igual que tú. O a la compañera que aún no sabe manejar el ratón y tiene un uno por ciento de tu rendimiento, pero lleva acumulados cuatro sexenios que se gasta en bisutería y jerséis estridentes.

Con estupor compruebo que, tras la explosión de alegría inicial al conseguir la plaza, la seguridad del funcionariado acaba produciendo monstruos. Siempre me fijo en uno de mis compañeros. Tiene unos cincuenta y cinco años (desde los veinticinco con plaza) y dos hijos estudiando la carrera en otra ciudad. Coincido con el tipo a la entrada y a la salida y en su mero caminar puedo apreciar su total hastío vital. Vive a diez minutos andando de la oficina y sus piernas ya avanzan en modo automático. El mismo camino, las mismas paredes, las mismas tareas, los mismos problemas con la fotocopiadora, prácticamente las mismas caras. Estoy seguro de que ve la vida a cámara rápida, de que no puede creerse que hayan pasado treinta años. A mí mismo me está empezando a ocurrir: no cambia el lugar, pero cambian ligeramente los rostros y los cuerpos. Pasa el verano y las caras vuelven más bronceadas y ligeramente más arrugadas. Esos mismos compañeros te darán la enhorabuena por el nacimiento de tus hijos y el pésame por la fin de tus padres. Así un año tras otro hasta que toque jubilarse.

Todas esas sensaciones puedo apreciarlas solo en su forma de caminar y de hablar. Mi compañero es la definición estándar de funcionario, el ejemplo viviente de lo que provoca vivir cómodamente del Estado. Es un hombre cordial pero de ademanes lentos, que jamás te contará su vida ni quiere saber de la tuya. No sé si es conformista, pero vive en un piso de los ochenta (sin piscina ni jardines comunes), con un pequeño balcón que nadie usa. No sé qué hará allí por las tardes, pero el sueldo tampoco da para grandes dispendios ni locuras (especialmente con dos hijos en la universidad). Lo imagino echando la siesta, mirando luego los programas de la tarde como quien oye llover. Un día y otro, de un cubículo durante las mañanas a otro en las tardes, como la mayor parte de la población, pero sin el sueño de huir que mantiene el fuego encendido. Atrapado en esa realidad vivida a medio gas, como un perro sobrealimentado y aburrido que no sobreviviría ni un día si se le pasara por la cabeza escapar de su amo.

Asumo mi destino y sé que probablemente acabe como él, acomodado, enlentecido, encerrado entre cuatro paredes físicas y mentales, hinchado y pálido como una planta con demasiada agua, acaso matando el gusanillo de la escritura dándomelas de profundo mediante tristes textos en un foro de internet. En definitiva, digiriendo el hastío vital. No negaré que la de funcionario es una vida cómoda, pero también carente de buena parte del sentido que nos mueve.

655444524_222456624_1706x960.jpg
 
Volver