Mistermaguf
Madmaxista
Como podemos comprobar a diario, no pasa un solo día sin que se dé a conocer alguna propuesta, insinuación, proyecto, chantaje, presión, amenaza o advertencia acerca de qué tipo de intervención(es) debería realizar el gobierno con respecto al “sektor”, en el sentido, claro, de pagar los platos rotos (y los que están en la estantería a punto de caer) mediante subvenciones abiertas o encubiertas, prebendas o garantías de cualquier tipo.
Por supuesto que la presión está centrada básicamente en dos aspectos: por un lado, la explosión brutal de paro que se va a producir, y por el otro, el arrastre que tal situación provocará sobre toda la economía española. La tercera cuestión, que por el momento no forma parte del chantaje público -pero lo hará en el momento oportuno-, pasa por la cuestión bancaria. Por el momento, está claro que no conviene morder la mano del amo, pero es solo cuestión de tiempo: en cuanto la situación empeore, las solicitudes en el sentido de que el gobierno presione a los bancos para que solvente la situación pasarán a ser ladridos poco amables.
Por el momento, todo parece indicar que el gobierno se mantiene en una soporífera inacción, aunque cada vez me da más la impresión que se trata de una inacción premeditada y expectante, cuya estrategia es dejar madurar la situación hasta niveles en los que negociar ventajosamente con un adversario desarmado y jadeante. Las parcas declaraciones de Solbes al respecto serían avisos a los navegantes, de que no está dispuesto a hacer nada mientras no se bajen de la burra.
Ahora bien, más allá de las supuestas estrategias que podamos presuponer, lo que cada día se va viendo con más nitidez es la progenitora del asunto: ¿tiene algún sentido rescatar al sector en la manera que ellos pretenden? Con dos o tres millones de viviendas vacías, equivalentes a la demanda natural de muchos años, ¿tiene alguna utilidad desviar fondos públicos a mantener un aparato que sólo podrá provocar nuevas pérdidas, cada vez mayores? Yo creo que a nadie que tenga más de dos dedos de frente, forme parte o no del gobierno, le puede caber alguna duda de que la construcción residencial, con o sin subvenciones, va a reducirse a como poco la tercera parte de lo que hemos visto en estos años; por la sencilla razón de que no hay demanda que pueda absorber siquiera lo que ya está terminado, al precio que sea. En otras palabras, la construcción residencial va necesariamente a destruír -como mínimo- un millón de puestos de trabajo directos ocurra lo que ocurra. También habrá destrucción de trabajo de las industrias y servicios subsidiarios a la construcción, ocurra lo que ocurra, y es un hecho descartado que la situación económica será muy mala en los años venideros.
En otras palabras, lo que está claro es que rescatar la construcción residencial es tirar el escaso dinero que dispondrá la administración en un pozo sin fondo, y que una intervención en este sentido sólo puede agravar la situación.
Por lo tanto, la lógica indica que si hay algo que subvencionar, es la producción y el empleo alternativo a cualquier cosa que no huela a ladrillos, y a la gente que quedará en el paro; y si queda algo, viabilizar de alguna manera la economía de la masa pepitil que ha quedado pillada en la estafa. Más allá de que nos resulte simpática o no la idea de financiar a los ex-triunfadores del pisito con nuestros impuestos, está claro que en términos económicos vale más un pepito con el agua al cuello que uno muerto: éstos ya tienen décadas por delante para reflexionar sobre lo que han hecho con sus vidas, y lo que no podrá permitir el estado es que una parte considerable de la población –cuyo grueso se concentra precisamente en la generación de recambio laboral- quede marginalizada e inoperante debido a la ruina económica crónica. Una de las subvenciones que en éste sentido deberá instrumentarse, es un plan de choque con respecto a la natalidad, con una enorme batería de prestaciones y alicientes para evitar que la ya preocupante tasa de natalidad española termine de desplomarse debido a la esclavitud hipotecaria en que se ha metido buena parte de la generación actualmente responsable de la procreación de la siguiente generación. Para ello, además de las subvenciones económicas directas, deberá implementarse un extenso plan de infraestructuras y servicios destinados a garantizar la asistencia gratuita en guarderías públicas, así como la sanidad y medicina pediátrica; y una reforma laboral destinada a la especial protección de la maternidad.
Y, por supuesto, las prestaciones del paro se comerán en breve buena parte del superávit fiscal; y algo habrá que hacer para recolocar a toda la población desempleada en algún tipo de actividad. Como consecuencia de esto, el estado deberá reservarse su capacidad avalista en todo tipo de proyecto productivo que necesite ser subvencionado, y olvidarse de quemar esos cartuchos en titulizaciones hipotecarias.
Bien, y a todo esto, ¿qué hacer con los millones de pisitos vacíos? Cualquiera diría que la respuesta es evidente: usarlos para reducir los costes de habitación y reducir el riesgo de tensión social, creando una sociedad pública de alquiler con el estado como garante.
De una manera u otra, la impresión que tengo es que las negociaciones se encaminan inevitablemente en ese sentido. Lo que está por decidirse son las formas, los métodos y los resultados. Si el gobierno es hábil con el timing, podrá proclamarse salvador y salir airoso: para los que hace tiempo estamos en el tema, la sensación predominante es que la actual administración pierde un tiempo precioso; pero no hay que olvidar que el grueso de la población recién empieza a vislumbrar el desmadre –hay quienes todavía niegan que aquí pase nada- y no hay nada peor, en términos políticos, que salir con los botines de punta en el momento inapropiado. La crisis debe madurar hasta hacerse evidente para el más despistado, y la prensa generalista oficiosa ya ha dado la señal de que ha comenzado a hacer su parte.
Por supuesto que la presión está centrada básicamente en dos aspectos: por un lado, la explosión brutal de paro que se va a producir, y por el otro, el arrastre que tal situación provocará sobre toda la economía española. La tercera cuestión, que por el momento no forma parte del chantaje público -pero lo hará en el momento oportuno-, pasa por la cuestión bancaria. Por el momento, está claro que no conviene morder la mano del amo, pero es solo cuestión de tiempo: en cuanto la situación empeore, las solicitudes en el sentido de que el gobierno presione a los bancos para que solvente la situación pasarán a ser ladridos poco amables.
Por el momento, todo parece indicar que el gobierno se mantiene en una soporífera inacción, aunque cada vez me da más la impresión que se trata de una inacción premeditada y expectante, cuya estrategia es dejar madurar la situación hasta niveles en los que negociar ventajosamente con un adversario desarmado y jadeante. Las parcas declaraciones de Solbes al respecto serían avisos a los navegantes, de que no está dispuesto a hacer nada mientras no se bajen de la burra.
Ahora bien, más allá de las supuestas estrategias que podamos presuponer, lo que cada día se va viendo con más nitidez es la progenitora del asunto: ¿tiene algún sentido rescatar al sector en la manera que ellos pretenden? Con dos o tres millones de viviendas vacías, equivalentes a la demanda natural de muchos años, ¿tiene alguna utilidad desviar fondos públicos a mantener un aparato que sólo podrá provocar nuevas pérdidas, cada vez mayores? Yo creo que a nadie que tenga más de dos dedos de frente, forme parte o no del gobierno, le puede caber alguna duda de que la construcción residencial, con o sin subvenciones, va a reducirse a como poco la tercera parte de lo que hemos visto en estos años; por la sencilla razón de que no hay demanda que pueda absorber siquiera lo que ya está terminado, al precio que sea. En otras palabras, la construcción residencial va necesariamente a destruír -como mínimo- un millón de puestos de trabajo directos ocurra lo que ocurra. También habrá destrucción de trabajo de las industrias y servicios subsidiarios a la construcción, ocurra lo que ocurra, y es un hecho descartado que la situación económica será muy mala en los años venideros.
En otras palabras, lo que está claro es que rescatar la construcción residencial es tirar el escaso dinero que dispondrá la administración en un pozo sin fondo, y que una intervención en este sentido sólo puede agravar la situación.
Por lo tanto, la lógica indica que si hay algo que subvencionar, es la producción y el empleo alternativo a cualquier cosa que no huela a ladrillos, y a la gente que quedará en el paro; y si queda algo, viabilizar de alguna manera la economía de la masa pepitil que ha quedado pillada en la estafa. Más allá de que nos resulte simpática o no la idea de financiar a los ex-triunfadores del pisito con nuestros impuestos, está claro que en términos económicos vale más un pepito con el agua al cuello que uno muerto: éstos ya tienen décadas por delante para reflexionar sobre lo que han hecho con sus vidas, y lo que no podrá permitir el estado es que una parte considerable de la población –cuyo grueso se concentra precisamente en la generación de recambio laboral- quede marginalizada e inoperante debido a la ruina económica crónica. Una de las subvenciones que en éste sentido deberá instrumentarse, es un plan de choque con respecto a la natalidad, con una enorme batería de prestaciones y alicientes para evitar que la ya preocupante tasa de natalidad española termine de desplomarse debido a la esclavitud hipotecaria en que se ha metido buena parte de la generación actualmente responsable de la procreación de la siguiente generación. Para ello, además de las subvenciones económicas directas, deberá implementarse un extenso plan de infraestructuras y servicios destinados a garantizar la asistencia gratuita en guarderías públicas, así como la sanidad y medicina pediátrica; y una reforma laboral destinada a la especial protección de la maternidad.
Y, por supuesto, las prestaciones del paro se comerán en breve buena parte del superávit fiscal; y algo habrá que hacer para recolocar a toda la población desempleada en algún tipo de actividad. Como consecuencia de esto, el estado deberá reservarse su capacidad avalista en todo tipo de proyecto productivo que necesite ser subvencionado, y olvidarse de quemar esos cartuchos en titulizaciones hipotecarias.
Bien, y a todo esto, ¿qué hacer con los millones de pisitos vacíos? Cualquiera diría que la respuesta es evidente: usarlos para reducir los costes de habitación y reducir el riesgo de tensión social, creando una sociedad pública de alquiler con el estado como garante.
De una manera u otra, la impresión que tengo es que las negociaciones se encaminan inevitablemente en ese sentido. Lo que está por decidirse son las formas, los métodos y los resultados. Si el gobierno es hábil con el timing, podrá proclamarse salvador y salir airoso: para los que hace tiempo estamos en el tema, la sensación predominante es que la actual administración pierde un tiempo precioso; pero no hay que olvidar que el grueso de la población recién empieza a vislumbrar el desmadre –hay quienes todavía niegan que aquí pase nada- y no hay nada peor, en términos políticos, que salir con los botines de punta en el momento inapropiado. La crisis debe madurar hasta hacerse evidente para el más despistado, y la prensa generalista oficiosa ya ha dado la señal de que ha comenzado a hacer su parte.