Pienso muchas veces en la cantidad de decisiones que tomamos a diario para resolver pequeños problemas que surgen en la cotidianeidad.
Esas decisiones están condicionadas por nuestra forma de ser, y por nuestra cultura. Por resumir muy burdamente, en cultura, aunque sea un anatema, incluyo todos los factores exógenos a un individuo.
Personajes auténticamente rompedores con el ideario impuesto hay muy pocos. Casi todo lo que hacemos está imbuido de la influencia social del entorno donde nos movemos, de ahí que seamos, en la mayoría de los casos tremendamente gregarios.
En épocas anteriores las sociedades tenían otras preocupaciones. Cubrir las necesidades básicas le llevaba a un individuo prácticamente todo el día. Con el aumento del tiempo disponible, el individuo se ha infantilizado. Tiene tiempo disponible para ocuparse de detalles irrelevantes para un individuo cuya preocupación es simplemente su propia supervivencia.
Hay demasiadas personas emocionalmente inmaduras e inestables. El conseguir las cosas con gran facilidad lleva a que se demande mayor consumo y esta retroalimentación engancha al indiviuo en una espiral cuasi ludopática. Tiene un problema, que el peso de la razón, en la toma de decisiones importantes, es cada vez menor.
Puede que las decisiones se tomen con el corazón, pero cuando una persona racional, madura, sensata y curtida, hace un análisis de esa decisión a posteriori y comprueba que es errónea lo más probable es que trate de resolver, por retracto o por modificación, la decisión tomada.
En cuanto a la cuestión
¿Qué hay más allá de nosotros? ¿Para qué sirve un piso o el dinero si eliminamos a la variable humana? ¿Tienen valor sólo en sí mismos? Me gustaría saber vuestra opinión.
¿Para qué sirve un piso? Pues yo diría, que depende del país. En España, el piso es mucho más que una solución habitacional. Es un símbolo de triunfo, de estatus, de estar en la onda social, de epatar al vecino, o al amigo y los que viven de esto lo saben. Tanto es así que España entera es ladrillo-dependiente desde un punto de vista económico.
Por otro lado está el uso como piso-hucha por parte del inversor más recalcitrante y tradicional. Todo ha sido montado para que el valor en sí mismo de un piso tenga una serie de suplementos adicionales, con respecto a otros países del entorno. Los ayuntamientos, los bancos, los especuladores han contado con la innegable contribución de ese pensamiento español.
Piense que si no existiera el comprador final, es decir, el que al final carga con el muerto, esta monumental pantomima y/o estafa, en la que los propios estafadores son estafados por otros más hábiles, en la que algo que cuesta hacerlo X se adquiere por 5X con el absoluto convencimiento del adquiriente, no se habría montado semejante embrollo.
El problema, ahora, es que los millones de compradores finales de los últimos 5 años, se niegan a que la cruda realidad les escupa a la cara que les han tomado el pelo. Es duro saberse estafado y muy malo para la autoestima, por eso los estafadores, están desplegando, desde hace meses, una monumental campaña mediática para que los estafados digieran esta píldora envenenada.
Termino, si realmente si eliminanos la variable humana, el dinero o un piso no vale absolutamente para nada.