Del AZT a TARGA: una breve historia del VIH y sus tratamientos
Autor y lugar:
Maite Suárez
Contenido:
La infección por el retrovirus VIH no es la primera enfermedad que ha pasado de los animales al ser humano (la enfermedad de las “vacas locas” sería quizá el ejemplo más reciente), ni tampoco la primera gran enfermedad humana conocida, pero sus consecuencias están resultando más devastadoras que cualquier otra registrada por la historia. Hoy, unos 42 millones de personas viven con VIH en el mundo, la mayoría en países en desarrollo, otros 22 millones han muerto de SIDA desde el principio de la epidemia, y el número de niñ@s huérfan@s como consecuencia del VIH llega a los 14 millones. Las investigaciones más recientes sobre los orígenes de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo indican que es muy probable que una forma simia del VIH pasara por vez primera de los chimpancés a los seres humanos hace más de 3 siglos, sobre el año 1675, y comenzara a establecerse como un bichito epidémico en África hacia 1930. La primera persona cuya muerte por SIDA se considera probada, gracias al análisis de las muestras de su sangre conservadas, sería un hombre bantú fallecido en 1959 en lo que hoy es la República Democrática del Congo.
La punta del iceberg: los primeros casos
En el verano de 1981, los Centros para el Control de las Enfermedades de Estados Unidos (los CDC según sus siglas en inglés) publicaron en su boletín semanal un artículo de Michael Gottlieb, un médico de California, que describía cinco casos de una relativamente rara neumonía (por
Pneumocistis carinii o PCP), todos ellos en jóvenes hombres gays perfectamente sanos hasta entonces. Aunque muy pronto comenzaron a aparecer otros informes similares, el artículo de Gottlieb, que se titulaba
‘Pneumocistis carinii, Los Angeles’, habría de pasar a la historia como el primero de los cientos de miles de trabajos que la literatura médica ha producido sobre el VIH/SIDA en los 22 años transcurridos desde entonces.
En aquel momento, l@s médic@s ignoraban por completo las razones subyacentes a este "síndrome de inmunodeficiencia en gays", como se calificó provisionalmente a la nueva enfermedad, pero las hipótesis, y aún más los hechos, se movían con rapidez: a finales de 1981 se registraron los primeros casos de PCP entre usuari@ s de drojas intravenosas, y poco después similares cuadros inmunes aparecieron en haitian@s, heroinóman@s y hemofílic@s. Para entonces ya se había producido el primer caso de SIDA en Gran Bretaña (y en España, aunque el registro oficial sólo se inició dos años después), y otros países y continentes habían comenzado a reconocer el síndrome en hombres gays y en usuari@s de drojas por vía parenteral (UDVP), pero también en mujeres y niñ@s. L@s pacientes solían estar muy enferm@s; much@s morían a pesar de los intensos cuidados médicos recibidos. Sufrían enfermedades propias de una depresión inmune severa, como la PCP, y cánceres de piel como el sarcoma de Kaposi, hasta entonces conocido como una afección de hombres mayores de los pueblos costeros del Mediterráneo. La impotencia de l@s médic@s, que veían cómo sus jóvenes pacientes sucumbían a la devastación de sus defensas inmunes, corría pareja con la desesperación de l@s enferm@s y sus seres querid@s. Clínic@s, científic@s y responsables sanitarios, primero de EE UU y paulatinamente de todo el mundo occidental, empezaron a organizarse, a crear registros de casos, a intercambiar información, muestras, hipótesis... Los más rápidos y potentes, EE UU a la cabeza, se constituyeron en fuerzas de choque para afrontar la investigación sobre las causas de la dolencia, sobre su trasmisión, su tratamiento y sus consecuencias de salud pública. En el silencio de los laboratorios, l@s científic@s se afanaban en la búsqueda de respuestas; en la sociedad crecía el miedo y la alerta, y la lucha de las comunidades más afectadas no había hecho más que empezar.
En 1982 se acuñó por vez primera el acrónimo inglés
AIDS, que en español en seguida se llamó SIDA: Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida. En el verano de ese mismo año ya se disponía de evidencias científicas claras de que la trasmisión de lo que se creía era un agente infeccioso aún sin identificar se producía a través de la sangre y del intercambio de fluidos sensuales. Si así era, estaba claro que afectaba a la gente en lo más íntimo de sus comportamientos, y que su potencial dañino tanto para individuos como para sociedades enteras era considerable. Una epidemia paralela de miedo y estigma iba impregnando el tejido social a medida que "el bicho" se extendía por los 5 continentes, mientras que los primeros grupos de personas afectadas, mayormente hombres gays, empezaban a organizarse ante una crisis de salud pública que l@s más visionari@s ya profetizaban como única en la historia de la humanidad. A finales de 1982, se habían diagnosticado en EE UU 1.614 casos de SIDA, de los que 619 ya habían muerto. El VIH había comenzado a invadir nuestras vidas, y poc@s se imaginaban entonces hasta qué punto iba a cambiarlas para siempre.
La búsqueda del bichito
En mayo de 1983 un equipo del Instituto Pasteur en París encabezado por Luc Montagnier publicó en la revista
Science el hallazgo de un nuevo bichito, al que bautizaron LAV y que, sin llegar a demostrarlo, sugerían como causa plausible del SIDA. Un año después, la entonces ministra de salud de EE UU, Margaret Heckler, anunció que el doctor estadounidense Robert Gallo, entonces ya muy conocido por haber aislado los dos primeros
retrovirus humanos, había encontrado la causa del SIDA: un retrovirus al que llamó HTLV-3. Aunque Gallo defendió desde el principio la paternidad de su hallazgo, su colega Montagnier, que como tal había enviado en su momento muestras de LAV a Gallo y su equipo, aseguraba que se trataba de su propio bichito, que quizá habría contaminado las muestras del laboratorio estadounidense. La polémica entre l@s científic@s a ambos lados del Atlántico estaba servida y habría de arreciar en los siguientes años, necesitando incluso de la intervención de los presidentes Reagan y Mitterand para llegar a un acuerdo sobre las patentes de la prueba del VIH, un hecho nunca visto en las relaciones entre ciencia y política.
Hoy parece aceptado que el LAV de Montagnier y el HTVL-3 de Gallo eran en efecto el mismo bichito, que el francés fue quien realmente lo encontró, y el estadounidense quien confirmó su identificación y desarrolló el primer test o prueba para su detección en sangre, que a su vez permitió que los productos sanguíneos comenzaran a cribarse por todo el mundo desarrollado. En 1985 se celebró en Atlanta la primera Conferencia Internacional del SIDA, y ese mismo año murió Rock Hudson, pocos meses después de haber dejado a medio mundo consternado tras anunciar que tenía SIDA. Aún faltaban 2 años para que, en 1987, el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, dijera por vez primera la palabra
AIDS, para que el Comité Internacional para la Taxonomía de los bichito decidiera la nomenclatura oficial del bichito (VIH, por bichito de la Inmunodeficiencia Humana), y para que se aprobara el primer fármaco
antirretroviral de la historia del VIH, el AZT.
A finales de 1986 un total de 85 países del mundo había informado de la existencia de casos de SIDA a la Organización Mundial de la Salud, OMS. Estados Unidos, el país con más casos registrados entonces, contaba con unos 42.000, de los que más de la mitad ya había muerto.
La era del AZT
Hacia 1986 el trabajo de grupos de investigación de medio mundo ya había conseguido una "foto" bastante clara de cómo era el VIH y cómo conseguía reproducirse en las células que infectaba. El conocimiento molecular de las células humanas y de los bichito había avanzado considerablemente justo en los años anteriores al SIDA, y ello permitió que much@s científic@s punter@s aplicaran su experiencia al conocimiento del VIH y a la identificación de los posibles puntos vulnerables en su ciclo reproductivo. Sólo así sería posible desarrollar medicamentos que, actuando sobre tales puntos, impidieran la reproducción viral y frenaran la devastación del sistema inmune de l@s pacientes.
Al igual que en otros retrovirus, la información genética del VIH está encapsulada en tiras únicas de
ARN, en lugar de tiras dobles de
ADN como sucede con la mayor parte de los seres vivos. El VIH infecta las células del sistema inmune metiéndose en su material genético (en su
ADN), pero para ello necesita, entre otras cosas, transformar su
ARN en ADN para poder encajar con el de la célula en cuestión. Esta transformación, o trascripción, la realiza un
enzima del VIH llamado
transcriptasa inversa, y la inhibición de este enzima por medios farmacológicos se reveló como una forma de frenar la replicación del VIH. El desarrollo de medicamentos contra patógenos virales era entonces una ciencia incipiente, pero a finales de 1986 la colaboración entre l@s científic@s de los Institutos Nacionales del Cáncer de EE UU y l@s de la compañía farmacéutica Burroughs Wellcome produjo los primeros resultados positivos de un ensayo clínico con pacientes con SIDA que recibían tratamiento con un fármaco llamado AZT, un ‘Inhibidor de la
Transcriptasa Inversa’ del VIH.
La zidovudina, o AZT, o Retrovir según su nombre comercial, se había sintetizado por primera vez en 1964 para su uso en oncología, pero no había progresado por ese camino. En pacientes con SIDA, el ensayo mencionado reveló un total de 19 muertes en el grupo que había recibido
placebo durante seis meses, frente a un solo fallecimiento en el grupo de pacientes que había recibido 1500mg de AZT al día durante el período del estudio. El ensayo se interrumpió, puesto que podía ser no ético seguir proporcionando
placebo a uno de los grupos, y AZT se convirtió en marzo de 1987 –un tiempo récord– en el primer fármaco aprobado para el tratamiento de pacientes con SIDA por parte de la todopoderosa Agencia del Medicamento estadounidense, la
FDA.
Estos primeros resultados positivos impulsaron toda una serie de estudios clínicos con AZT en distintos grupos de pacientes con infección por VIH, incluidos aquell@s que aún no estuvieran enferm@s y quizá pudieran retrasar su progresión tratándose antes de llegar a estarlo. En 1989 se dieron a conocer los resultados del mayor ensayo clínico con AZT realizado hasta la fecha: el ACTG 019. Este estudio, llevado a cabo en pacientes VIH+ con menos de 500 células
CD4, encontró, tras un seguimiento de dos años escasos, que el VIH de las personas que tomaron tratamiento con AZT de inmediato progresaba más lentamente que el de quienes tomaron placebo. Aunque el ensayo no mostró beneficios de supervivencia, pronto se convocó en EE UU un panel de expert@s que concluyó recomendando el tratamiento con AZT «para tod@s l@s pacientes con VIH y menos de 500 linfocitos CD4», lo que en la práctica abrió las puertas para que el fabricante de AZT, Burroughs Wellcome proclamara la utilidad de su fármaco para entre 100.000 y 200.000 pacientes con VIH –sólo en EE UU– y disfrutara de enormes aumentos en el precio de sus acciones en bolsa. En Europa, tales recomendaciones se tomaron con bastante más cautela, y much@s a ambos lados del Atlántico cuestionaron los puntos débiles del ACTG 019, dudando particularmente de que un seguimiento de dos años resultara suficiente para valorar los beneficios y riesgos de una terapia como el AZT, tan tóxica a las dosis entonces recomendadas. En 1993 y 1994, el hoy histórico ensayo anglofrancés Concorde mostró, con datos preliminares y luego completos, que el tratamiento temprano con AZT no ofrecía en absoluto beneficios clínicos a l@s pacientes: al cabo de tres años de seguimiento, un 18% de l@s pacientes estaba muerto o tenía SIDA, tanto si había tomado el fármaco como si no. El problema no era AZT, sino que se administrara solo.
MÁS monoterapias, alguna biterapia, y mucho pesimismo
En los últimos años de la década de los 80 y los primeros de la de los 90 la aceleración de los procedimientos de la
FDA [véase caja final: ‘Una viñeta histórica: los logros del activismo’], y el progreso de varios ensayos sobre el tratamiento de las enfermedades oportunistas del VIH, permitió la aprobación, o la autorización para su uso precoz, de varios fármacos antirretrovirales contra el VIH y de otros para las enfermedades oportunistas más amenazadoras: a finales de 1988 se aprueba el interferón para el sarcoma de Kaposi, y la distribución pre-aprobatoria de ganciclovir para la infección por citomegalovirus (CMV); en junio de 1989 se aprueba la pentamidina aerosolizada para el tratamiento de la neumonía PCP, y poco después se autoriza el uso precoz de eritroproyetina en pacientes con anemia por AZT; a finales de ese mismo año, la FDA autoriza el uso de un segundo antirretroviral, la didanosina o ddI, para el tratamiento de pacientes con SIDA que no toleraban AZT. En 1991 ddI recibe la aprobación plena de la FDA, y el verano de este mismo año un tercer fármaco anti-VIH, ddC, recibe la suya. Los tres (AZT, ddI y ddC) son de la misma familia,
los inhibidores de la transcriptasa inversa del VIH análogos de nucleósido (ITIN), pero el hecho de que AZT no fuera ya el único fármaco disponible permitió el uso de otras monoterapias así como de los primeros ensayos clínicos con combinaciones de dos fármacos, que se esperaba pudieran ser menos tóxicas y más eficaces. Los primeros resultados de ensayos clínicos con biterapias del VIH se publicaron en 1992, y ese mismo año la FDA dio su visto bueno al uso de la combinación de AZT y ddC para el tratamiento de personas con SIDA.
La aprobación de cada uno de estos agentes traía consigo una cierta esperanza renacida, pero lo cierto es que ninguna de las monoterapias o biterapias probadas hasta entonces conseguía mostrar más que, en el mejor de los casos, un limitado beneficio clínico para l@s pacientes. En 1993 se celebró la IX C o n f e r e n c i a Internacional del SIDA en Berlín, Alemania. La tensión entre científic@ s, polític@s, compañías farmacéuticas y activistas alcanzaba cotas récord. L@s activistas criticaban la lentitud del progreso en la investigación y del desarrollo de tratamientos realmente eficaces, y la tibieza de los esfuerzos globales por frenar la epidemia. L@s expert@s en salud pública describían alarmad@s la rapidez con que el VIH continuaba expandiéndose por el mundo, particularmente entre los países más pobres. A pesar de que durante esta conferencia se presentaron los incipientes resultados positivos con las nuevas clases de fármacos que en un par de años estaban destinadas a cambiar dramáticamente el panorama terapéutico del VIH, el escepticismo y la impotencia acumulados tras años de esperanzas frustradas era inmenso, y quienes allí estuvieron hablan de la conferencia de Berlín como de uno de los momentos más deprimentes en la historia de los tratamientos del VIH.
La GRAN esperanza: Vancouver 1996
Tres años después del bajón de Berlín, en 1996, se celebró la Conferencia de Vancouver, en Canadá, que posiblemente pase a la historia del VIH como "la Conferencia del optimismo". ¿Qué había sucedido entre tanto para justificar tanta esperanza? Al menos tres factores clave se dieron la mano para ello en esos años cruciales.
Para empezar, en 1995 el doctor Ho presentó sus datos sobre las dinámicas del VIH, demostrando la producción diaria desde el momento mismo de la infección de unos 10.000 millones de nuevos bichito. Las partículas de VIH detectadas por las pruebas de
carga viral no estaban simplemente flotando en la sangre del paciente sin hacer nada, sino que acababan de ser producidas por una célula infectada y estaban a punto de infectar cuantas células CD4 encontraran en su camino por el torrente sanguíneo. La aparición de las enfermedades oportunistas asociadas a SIDA, por lo tanto, no era el resultado de una súbita reemergencia de un bichito "latente" durante años, sino de la destrucción progresiva del sistema inmune por parte del VIH.
En segundo lugar, en el mismo año 1996 el doctor e investigador de EE UU John Mellors dio a conocer sus extraordinarios datos de
cohorte sobre el impacto de las mediciones de
carga viral en la historia natural del VIH. A partir de entonces, las pruebas de carga viral, que hoy nos resultan tan familiares, se convirtieron progresivamente en el método principal para evaluar la eficacia antiviral de los tratamientos del VIH, tanto en los ensayos clínicos como en la práctica médica rutinaria. Los efectos terapéuticos de los fármacos ya podían medirse en semanas, incluso en días, mientras que hasta entonces los únicos marcadores disponibles eran el declive de los CD4, que sucedía a lo largo de meses o de años, y la progresión a SIDA o muerte.