Por qué el fulastre no era Trump sino los que se reían de él

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Por qué el fulastre no era Trump sino los que se reían de él

Cómo el bloque progresista perdió la batalla cultural contra Trump al fiarlo todo a la superioridad jovenlandesal en un contexto de hartazgo explosivo

Animales de compañia

Carlos Prieto

10.11.2016 – 17:28 H.

No ha habido trabajo más fácil en 2016 que el de presentador de informativo satírico de la televisión estadounidense: bastaba con decir que Donald Trump era un fulastre (y sus potenciales votantes más cretinos todavía) para que la audiencia progresista se rompiera las manos a aplaudir. Lo curioso es que el modus operandi de la prensa seria y de la campaña de Hillary Clinton para combatir a Trump ha sido muy parecido: superioridad jovenlandesal contra la (denunciaban satisfechos) idiocia trumpista. ¿Pero quién es aquí el fulastre en realidad?

El año electoral ha consistido básicamente en jugar al juego propuesto por Trump, el de la batalla cultural (o sea, choques entre conservadores y progresistas en torno a la jovenlandesal, las costumbres y los estilos de vida). En efecto, la campaña que ha llevado a Trump en la Casa Blanca ha sido el ejemplo más depurado y chirriante vivido hasta ahora de guerra cultural. Trump ha jugado a fondo la baza de incendiar al progresismo cultural a golpe de improperio. No ha quedado minoría racial por difamar, feminista por insultar, ni izquierdista por soliviantar... Trump ha ganado esta refriega por KO técnico; entre otras cosas, por la suficiencia jovenlandesal con la que el bloque progresista entró al trapo. Obviamente la batatilla cultural no ha sido el único motivo de la victoria de Trump -la incapacidad de los demócratas para leer el malestar social pasará a la historia- pero sí ha sido un factor clave.

La élite progre

Contexto: En los años noventa, los neocon estadounidenses convirtieron la guerra cultural en una lucha de clases a la inversa: las élites ya no eran los ricos sino los esnobs progresistas; esos neoyorquinos cosmopolitas que vivían a lo grande, veían cine afrancesado y se burlaban de los granjeros precarios del Medio Oeste por sus hobbies -las carreras de coches de la Nascar- y sus opiniones conservadoras sobre jovenlandesal sensual.

El contraataque cultural necon triunfó porque -al margen de su chusca distorsión de la lucha de clases a golpe de resentimiento- se apoyaba en malestares reales, y hasta tuvo algo de profecía autocumplida: un cuarto de siglo después, “progre” y “élite” se han convertido en sinónimos. ¿Hay algo más mainstream (y más calcinado) hoy día que figuras de grandes partidos progresistas internacionales como Felipe González y Hillary Clinton?

Por otro lado, el descrédito de los vips culturales progresistas como prescriptores políticos ha alcanzado máximos históricos en 2016: la farándula progre internacional clamó contra el Brexit y contra Trump, con el éxito ya conocido, incapaces de dinamizar una alternativa política a la austeridad que fuera más allá del 'votad a los nuestros hagan lo que hagan, que los otros son fulastres y están locos'.

No es extraño que el escritor y periodista Thomas Frank, el mayor experto estadounidense en guerras culturales, fuera uno de los primeros en alertar en marzo de este año de que ridiculizar a Trump en lugar de tomárselo en serio no era buena estrategia. Y es que, el trumpismo era una versión mejorada de las guerras culturales noventeras de los neocon: al discurso antiprogre tradicional se le sumaba una novedosa andanada contra el establishment financiero. La derecha se echaba al monte en plena era del malestar social. Trump era un enemigo mucho más temible de lo que parecía. O los demócratas lograban contrarrestar políticamente los cañonazos del trumpismo contra el daño que la deslocalización y el libre comercio habían hecho al cinturón industrial de EEUU... o iban a tener un serio problema.


“Los mensajes de Trump dan forma al contraataque populista contra el liberalismo que ha ido cobrando forma lentamente durante décadas y podría llegar a ocupar la Casa Blanca, cuando todo el mundo se verá obligado a tomar en serio sus locas ideas. Sin embargo, aún no podemos afrontar esta realidad. No sabemos admitir que nosotros, los de ideas progresistas, tenemos alguna responsabilidad en el ascenso de Trump, a causa de la frustración de millones de personas de clase trabajadora, de sus ciudades arruinadas y sus vidas en caída libre. Es mucho más fácil burlarse de ellos por sus almas retorcidas y racistas, y cerrar los ojos ante la evidente realidad de la que el trumpismo es sólo una expresión vulgar y cruda: que el neoliberalismo ha fracasado por completo”, escribió Frank hace ocho meses. ¿La respuesta de los demócratas? Elegir al candidato más establishment que tenían a mano -Hillary- para combatir a un movimiento basado en el repruebo al... establishment. De traca, sí.

Hillary Clinton ha sacado cerca de 10 millones de votos menos que Obama en 2008, y 6 millones menos que Obama en 2012; y eso que competía contra un candidato -Trump- que generaba toneladas de rechazo y pavor. O el progresismo fofo como imparable rodillo desmovilizador en un contexto de hartazgo explosivo. Y luego que si Bernie Sanders está fuera de la realidad...

Thomas Frank ha publicado ahora un artículo en 'The Guardian' en el que concluye lo siguiente sobre el ‘clintoncidio’: “La América de cuello blanco se ha pasado todo el año insultando y silenciando a todo aquel que no compartiera su valoración. Y resulta que han perdido. Quizá ha llegado la hora de valorar si su estridente santurronería, bramada desde un estatus de clase alta, echa para atrás a la gente. Un problema aún mayor es que una especie de complacencia crónica echó raíces hace años años en el progresismo americano... Es el progresismo de los ricos, que primero falló a las clases medias, y ahora ha fallado electoralmente”.


Resultados Elecciones Estados Unidos 2016: Por qué el fulastre no era Trump sino los que se reían de él. Blogs de Animales de compañía
 
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