P
PRI$OE
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El alcalde de Nueva Orleáns pierde los estribos. Se despacha en una
entrevista con una emisora local. ¿Está conmocionado por la
devastación o quiere salvar su ojo ciego? ¿Tiene razón o tira hacia lo
alto para desviar su responsabilidad? Uno ha aprendido a desconfiar de
los políticos. Y cuando la izquierda norteamericana, como Alberto
Acereda escribe aquí, ha encontrado en el huracán un filón para
atacar a Bush, toda desconfianza es poca. El alcalde es del Partido
Demócrata. La gobernadora también. Clinton, otro sureño, dice que no
debe hacerse política con las catástrofes. Reconforta saber que
piensa así. Debería convencer a sus correligionarios.
Los medios televisivos nadan como peces en el agua de la catástrofe.
Egoístamente, quiero ver qué sucede en el barrio que conozco de Nueva
Orleáns, el French Quarter, pero las cámaras andan en otras misiones.
¿Se han embarcado en la lancha rápida del sensacionalismo? Uno ha
aprendido a desconfiar de las imágenes. Habrá que ir separando el
trigo de la paja. De momento, algo salta a la vista: miles de personas
desoyeron los llamamientos a la evacuación de la ciudad. Tal vez no
tenían adonde ir, tal vez no pudieron moverse, tal vez no quisieron
hacerlo.
La oposición aprovecha el momento catastrófico, ese en el que el
habitante de la sociedad desarrollada percibe que ésta no garantiza la
plena seguridad. Y quiere llevar a su molino el agua de ese río de
emociones disparadas, de histeria que aflora, de quejas seguramente
razonables. Es la hora de los demagogos. Dios castiga a los que no
firman el Protocolo de Kyoto. Katrina es hija del calentamiento global.
Millones de dólares se destinaron a Irak y no a mejorar las
infraestructuras de la zona. ¿Por qué debía desviarse el dinero de
Irak y no otro? ¿Qué hay del presupuesto de Luisiana?
Una insensatez tras otra y sigo sin enterarme de qué ha pasado en el
French Quarter. Tal vez no he buscado suficiente. Pero ya sé que los
saqueos son comprensibles actos de protesta contra la falta de ayuda.
Los pobres se rebelan de ese modo contra la injusticia y la
desigualdad. Que les roben a comerciantes humildes, que ataquen a otros
pobres, no cambia el esquema. Podada esa fronda ideológica, me quedo
con el hecho: en diez años, no ha mejorado en Nueva Orleáns eso que
llamamos seguridad ciudadana.
Entonces, cuando uno llegaba allí, si tenía la suerte de conocer a
algún residente, éste cogía el mapa del turista y empezaba a
marcarlo. Al final, del centro urbano, quedaba sólo un pequeño
cuadrante seguro para el visitante. Incluso ahí, decían, asesinaron
hace unos meses a un amigo nuestro. Sin motivo. Ya no era la ciudad
donde estaba la Casa del Sol Naciente. La pedestre realidad del turismo
se había comido la leyenda. Era ciudad de convenciones, y el French
Quarter, un decorado del que habían huido los personajes de Truman
Capote. Los clubs de jazz, que estaban puerta con puerta, mantenían el
mito a duras penas. Ahora deben de estar inundados, tal vez destruidos.
Pero eso no me lo cuentan.
Cristina Losada
entrevista con una emisora local. ¿Está conmocionado por la
devastación o quiere salvar su ojo ciego? ¿Tiene razón o tira hacia lo
alto para desviar su responsabilidad? Uno ha aprendido a desconfiar de
los políticos. Y cuando la izquierda norteamericana, como Alberto
Acereda escribe aquí, ha encontrado en el huracán un filón para
atacar a Bush, toda desconfianza es poca. El alcalde es del Partido
Demócrata. La gobernadora también. Clinton, otro sureño, dice que no
debe hacerse política con las catástrofes. Reconforta saber que
piensa así. Debería convencer a sus correligionarios.
Los medios televisivos nadan como peces en el agua de la catástrofe.
Egoístamente, quiero ver qué sucede en el barrio que conozco de Nueva
Orleáns, el French Quarter, pero las cámaras andan en otras misiones.
¿Se han embarcado en la lancha rápida del sensacionalismo? Uno ha
aprendido a desconfiar de las imágenes. Habrá que ir separando el
trigo de la paja. De momento, algo salta a la vista: miles de personas
desoyeron los llamamientos a la evacuación de la ciudad. Tal vez no
tenían adonde ir, tal vez no pudieron moverse, tal vez no quisieron
hacerlo.
La oposición aprovecha el momento catastrófico, ese en el que el
habitante de la sociedad desarrollada percibe que ésta no garantiza la
plena seguridad. Y quiere llevar a su molino el agua de ese río de
emociones disparadas, de histeria que aflora, de quejas seguramente
razonables. Es la hora de los demagogos. Dios castiga a los que no
firman el Protocolo de Kyoto. Katrina es hija del calentamiento global.
Millones de dólares se destinaron a Irak y no a mejorar las
infraestructuras de la zona. ¿Por qué debía desviarse el dinero de
Irak y no otro? ¿Qué hay del presupuesto de Luisiana?
Una insensatez tras otra y sigo sin enterarme de qué ha pasado en el
French Quarter. Tal vez no he buscado suficiente. Pero ya sé que los
saqueos son comprensibles actos de protesta contra la falta de ayuda.
Los pobres se rebelan de ese modo contra la injusticia y la
desigualdad. Que les roben a comerciantes humildes, que ataquen a otros
pobres, no cambia el esquema. Podada esa fronda ideológica, me quedo
con el hecho: en diez años, no ha mejorado en Nueva Orleáns eso que
llamamos seguridad ciudadana.
Entonces, cuando uno llegaba allí, si tenía la suerte de conocer a
algún residente, éste cogía el mapa del turista y empezaba a
marcarlo. Al final, del centro urbano, quedaba sólo un pequeño
cuadrante seguro para el visitante. Incluso ahí, decían, asesinaron
hace unos meses a un amigo nuestro. Sin motivo. Ya no era la ciudad
donde estaba la Casa del Sol Naciente. La pedestre realidad del turismo
se había comido la leyenda. Era ciudad de convenciones, y el French
Quarter, un decorado del que habían huido los personajes de Truman
Capote. Los clubs de jazz, que estaban puerta con puerta, mantenían el
mito a duras penas. Ahora deben de estar inundados, tal vez destruidos.
Pero eso no me lo cuentan.
Cristina Losada