Mis cuentos (01) Blanco y neցro

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Blanco y neցro





Risas enlatadas. Lentos movimientos. Un tufillo en el aire, propio de las películas de serie B.


Alice, la joven aspirante a actriz revelación, sucumbía ante las buenas vibraciones provenientes del extraño antro, donde, sin temor aparente, las calaveras y sombríos artilugios fantasmales estaban colgados en las paredes como si fuesen cruces cristianas. Dos focos emitían una luz brillante que resultaba todo un alivio en un lugar tan aterrador.


Todo iba viento en popa. La joven recitaba esas largas frases de carrerilla sin prestar atención a las cámaras. Imaginaba que la película sería todo un éxito, pero las cosas empezaron a ponerse muy antiestéticas. Como una naranja «bichada», apetitosa por fuera pero podrida por dentro.


El antiguo almacén acondicionado como lugar de grabación, sucumbió ante tantos artilugios conectados a la antigua red eléctrica. El perfecto e «improvisado» set de grabación se iba al traste, como un viaje frustrado a causa de una fuerte marejada. El corte de luz le estaba jugando una mala pasada: veía su futuro truncado, como un jugador pillado haciendo trampas en un juego de azar. No escuchaba los gritos del director exigiendo a los operarios establecer la corriente eléctrica.


Lo que todos ignoraban era que Alice tenía escotofobia: miedo a la oscuridad.


Su corazón latía cada vez más rápido. Cerraba los ojos intentando tranquilizarse, pero percibía ruidos cercanos: tablas rotas, corrientes de agua, cuchillos afilados participando en duelos…La mujer se tocó la barriga. Notaba como sus órganos se contraían como si fuesen un acordeón. La columna se enroscaba en si misma provocando estallidos, una rotura, desquebrajándose en partes iguales.


Alice se sostenía sobre el suelo, en posición de cuclillas, tanteándolo, sufriendo mil y una imágenes que evocaban el terror. Pensaba que la niña de El Exorcista se escondía tras ella, acechándola, contando los dedos de sus manos para luego comérselos, o preparando su cabeza para luego girarla en el sentido de las agujas del reloj. El miedo crecía, se alimentaba y envolvía la mente.


(No pasa nada, te estás sugestionando, todo esto lo creas tú sola)


La joven creaba un diálogo con un receptor omiso, callado, que hacía señas a monstruos del inframundo. Uno de los dedos de su mano tropezó con una pequeña abertura del tamaño de un dado. La joven no gritó, permaneció callada por miedo a despertar más monstruos.


(Mamá, por favor, enciende la luz, tengo miedo)


Alice oyó pasos y asemejó el sonido al andar de un dinosaurio grande y pesado. Notó la saliva del animal bajando por su cuello, su camisa, sus pechos. Intentó esconderse del monstruo, pero el lugar estaba bañado en tonalidades de escalas grisáceas, excepto algunos pequeños detalles como las columnas rojas cubiertas de sangre.


(Mamá, ayúdame. Avanzo por un suelo roto y rodeada de saliva de dinosaurio pegajosa que crea objetos inanimados con puntas picudas. Si chocan conmigo, despedazaran mi cuerpo, como si fuese un jarrón que cae de una repisa)


A escasos treinta metros de la joven, el director la buscaba dando gritos. Alice no escuchaba, intentaba guiar su cuerpo, enmudecido, a unas vigas que la llamaban con palabras obscenas con el objetivo de martirizarla en una cruz. Pero,


(¿Qué es peor? ¿Morir engullida en un puente que sufre un proceso de rotura o morir cerca de una viga parlante?)


finalmente, la joven pensó que, en los segundos restantes, embarcaría su mente en el maravilloso mundo de la luz. El mundo onírico.





Alice estaba en su casa envuelta en el calor y la luminosidad de la sala principal. La televisión emitía un episodio de Expediente X. La joven tenía grabado todos los episodios en cintas de video, formato VHS. Por las mañanas veía uno o dos episodios que acompañaba con una taza de leche y cereales. Seguía la serie por el protagonista. Imaginaba que cogía su mano e iban juntos rodeando el parque. Sus amigas quedaban boquiabiertas. Dirían «qué chico más guapo, el de la tele, qué guay». Alice sonreiría, contenta. Él es solo para ella.


La progenitora de Alice se despertaba todos los días a las siete y media de la mañana y siempre con la misma bata y la misma frase: «apaga la tele y ve al colegio». Alice no hacía caso y se quedaba escondida detrás de los arbustos esperando ver el coche de su progenitora saliendo del garaje. De ese modo, ella podía colarse de nuevo en la casa y terminar con el capítulo que había dejado a medias.


Mientras Alice estaba sola en la casa, prendía todas las luces a pesar de que la luz natural era suficiente. Si detectaba un diminuto rincón sin luz, se quedaba horas observándolo sin hacer ningún movimiento hasta que la progenitora regresaba de trabajar, (aproximadamente a las cinco y media de la tarde). Más de una vez Alice se quedó sin desayunar, sin almorzar y sin cenar, esperando a que la progenitora volviera y la salvase de «el rincón oscuro».


En ocasiones, por la noche, la joven se despertaba llorando. Imaginaba que había algo debajo de la cama, algo del tamaño de un alienígena. No era nada. Su progenitora se lo repetía una y otra vez: «Alice, niña, lo estás sugestionando todo, no hay nada debajo de tu cama. Duerme con nosotros y verás cómo te calmas», y para tranquilizarla leía largos cuentos en voz alta. Pero a la joven lo que en realidad le interesaba era la acción: ver a Mulder sortear los peligros de la noche y lo desconocido. No escuchar historias de animales que hablan.


Alice recibía muñecos en su cumpleaños (clones con el aspecto de Mulder que la ayudan cuando la atormentada noche viene a reclamar el cuerpo de los vivos). Abrazada a los muñecos ahuyentaba las «cosas».


Pero esas «cosas» nunca se iban. A veces volvían, y con más fuerza. Y eso estaba ocurriendo en el almacén.





Alice abrió los ojos después de abandonar todos esos recuerdos de la niñez. Recuerdos que abarcan tantos temores y miedos, como momentos felices. La joven dio un paso, luego otro. Notó como algo —o alguien—, agarraba su blusa por la espalda. Alice corrió, sorteó el suelo resbaladizo y roto, mientras las maderas volaban por los aires impactando contra el techo y las repisas donde ella escenificaba su parte del guión. A salvo, observó cómo las repisas caían al suelo y abrían otro hueco desde donde emergía un dragón, rugiendo y maldiciendo con palabras malsonantes. Alice cerró los ojos y corrió con más ganas. No fue hacia la viga roja bañada en sangre, sino más allá, a una selva que esperaba impaciente susurrando frases que provenían del tronco de los árboles: «Ven aquí, nosotros te protegeremos».


Las maderas del suelo se convirtieron en fango, y las pocas repisas que quedaban en pie sufrían una transformación: moldeaban el tonalidad y aspecto hasta convertirse en árboles comunicados por extensas lianas, donde unos monos saltaban.


(No, monos no, repruebo los monos)


El dinosaurio había vuelto. Derribaba con sus garras las copas de los árboles, provocando un aumento considerable en el movimiento de las arenas movedizas que simulaban una especie de guandoca para Alice: no podía correr ni escapar.


Fuera, lejos del mundo de las pesadillas, los operarios que trabajaban en el desarrollo de la película, subían y bajaban las palancas del cuadro eléctrico.


Todos seguían en la oscuridad eterna.


Dentro de la locura, el dinosaurio recortaba distancias y el fango alcanzaba la nariz de Alice. La joven pensó que iba a morir, pero no lo hizo, respiraba incluso debajo del fango. Una escalera de madera con bordes brillantes se extendió ante la joven como un espejismo. Alice no dudó, y aventuró sus piernas hacia los escalones. Cuando levantó la vista, divisó en el último escalón una figura que la observaba con una linterna que no proyectaba luz, sino sombras.


«Eh, tú, por favor ¿puedes ayudarme?», gritó Alice siendo lo único que se le ocurría en ese momento.


La sombra con facciones humanas no contestó y las sombras, en colectivo, envolvieron el cuerpo de Alice. Intentaban engullirla como si la joven fuese un conjunto de papas al remojo en una cacerola.


(Mamá, veo sombras, ¿puedes quedarte a dormir conmigo?)


Sombras, sombras y sombras. Todas susurraban en el oído de la joven antiguos recuerdos que creía olvidados: muñecos aferrados a su cuerpo transmitiendo sudor y calor; voces de las «cosas» que le impedían conciliar el sueño; gritos de miedo en plena noche cuando notaba un ligero tacto muy distinto a los que estaba habitualmente acostumbrada; y por último, se vio a si misma extrayendo una tarjeta de crédito y depositándola en una cesta con un montón de bombillas en un centro comercial.


Cuando quedaran dos pares de peldaños, Alice pudo ver el rostro de la sombra con todas sus facciones bien definidas.


La sombra era una persona, y ella la conocía bastante bien.





Los operarios dieron con una combinación de interruptores que prendió las bombillas de algunas instancias, pero no de todas. Eran mayoría las habitaciones que seguían a oscuras. El director dejó de gritar el nombre de su actriz predilecta en el momento en el que la vio llorando, acurrucada en el suelo como si fuese un bebé. Acto seguido había tocado su espalda pero ella había salido corriendo. No volvió a pensar en Alice. El director que dos años atrás había sido nominado para el Óscar no podía permitir que una de sus actrices, por muy principal que fuese, le recriminase algo en público. Estaba despedida.





Mulder estaba allí, delante de la joven. Sonreía mostrando sus espléndidos dientes blancos. Nada más verla a ella, apuntó a las sombras con su linterna. Una luz blanquecina dispersó las sombras.


Los fuertes brazos de Mulder secaban las lágrimas de Alice como si fuesen un enorme trapo de seda. Una luz embaucadora hacía que el terror acumulado de la joven, se desprendiese de ella, y una densa satisfacción envolvía su cuerpo. Hacía mucho tiempo que Alice no sentía tanta felicidad.


El mundo de la oscuridad se transformó en el de la luz.
 
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