Mi primer coche fue un Seat 850 Especial. No pasaba de noventa y le temblaba hasta la progenitora que lo parió.
Luego tuve un Seat 1430, herencia de un hermano mayor: cuatro veces me lo intentaron robar los etnianos. El 1430 era, esencialmente, el coche ancestral de los etnianos: un coche al que Lorca hubiera dedicado alguna copla homoerótica.
Una vez, parado en un semáforo, un calé se me acercó a la ventanilla y me dijo "caray, payo, la de pibas que habrás acojonado con este cochazo". Tenía un antiguo casete de cartuchos en donde escuchaba la única cinta que tenía, una cinta de los latinoamericanos, que espero no volver a oír en mi vida.
Progresé y me compré un Citröen Visa, que era un poco tetrapléjico y le vibraba hasta el alma que no tenía. pero corría como un malo, y lo ponía a 160 como si nada.
Luego me compré un Audi 100 de segunda mano, lo puse a doscientos y me pegué un tortazo contra un árbol, y no me pasó nada. O eso creo.
Como no lo tenía a todo riesgo, me tuve que conformar con un Ford Fiesta feo y sucio, que olía a axila de albañil y, por supuesto, a ducados.
Volví a progresar y me compré un Peugeot 205, probablemente el coche de la transición española a la democracia. El 205, quien lo iba a decir, resultó ser un coche unamuniano, pues simbolizó la europeización de España.
Hace ya años que tengo mi querida c-15...
Algunas veces, cuando conduzco por las carreteras de La Sagra -porque estas cosas sólo pasan en esas carreteras- me encuentro con algún seat 1500 neցro, con tapicería roja, conducido por algún notario recién resucitado.
Imagínense ustedes, un Martes, a las tres de la madrugada en la carretera bacheada que va de Chozas de Canales a Camarena, abandonada de Dios y del gobierno, de cualquier gobierno, vas y te encuentras de repente con un Gordini, y dentro un señor cura, un cura con sotana y birrete, fumando un Lark Extralargo, con gafas de cabaretera, y conduciendo un Gordini impecable, nuevo, reluciente. Cosas del diablo.
La ciencia de los coches está en el corazón humano. Los coches representan la utopía del que cree que existe un lugar distinto del que está y al cual puede fugarse en una noche de primavera, cargado de ginebra, lleno de ilusión, con un billete premiado de la Once en el bolsillo, poniendo el coche a 180 en una recta que, de repente, está torcida, y al final te espera un chopo de dos metros de ancho, y una fin como cualquier otra.