Klaus María
Fiat iustitia et pirias mundus
Nuestros países quedan escindidos entre una élite bien integrada en la nueva economía y una nueva clase popular crecientemente precaria. Christophe Guilluy lo define en No Society: el fin de la clase media occidental.
Según este geógrafo francés, las reformas económicas de los años 80 en el caso del Reino Unido y Estados Unidos —añadiríamos que también en España, con una reconversión que siguió un camino similar— supusieron el canto del cisne de la clase obrera y el inicio de un proceso de globalización que tras haber desindustrializado las sociedades occidentales acomete, a continuación, la liquidación de la agricultura (la cual, como vemos en las recientes movilizaciones, se resiste a morir). ¿Qué nos queda entonces? Países escindidos entre una élite, bien integrada en la nueva economía, que se percibe a sí misma como cosmopolita, garante de un nuevo código jovenlandesal liberal-progresista y que se concentra geográficamente en unos pocos núcleos urbanos (una «gente de arriba» o «gente de cualquier sitio», que el autor estima en torno al 25% de la población), frente a unas nuevas clases populares, crecientemente precarias, de jovenlandesal «anticuada», de las que aquellas aspiran a desembarazarse, pues rotos los lazos nacionales son considerados un lastre: «La Francia periférica» —en nuestro caso podríamos hablar de «La España vaciada»— los «brexiteers» o, en el contexto estadounidense, aquellos «deplorables» a los que se refirió Hillary Clinton, que viven en zonas rurales, carecen de títulos universitarios y son trumpistas entusiastas.
Para el sector que sí sale beneficiado de la globalización la situación es mucho más halagüeña. Entre 1980 y 2007 el salario medio aumentó un 0,82% anual, para el 0,01% de los mejor pagados el incremento fue del 340%. Para el conjunto de Francia, señala nuestro autor, hasta 1999 el crecimiento del empleo beneficiaba a todo el territorio francés, aunque desde 2006 hasta 2013 se ha concentrado casi exclusivamente en los núcleos urbanos de más de 500.000 habitantes y en los de menos de 100.000 se ha creado un ínfimo 0,6% de los nuevos puestos de trabajo. Esto ha disparado el precio del alquiler en las grandes ciudades, desplazando de ellas a las clases bajas y acelerando así esa redistribución poblacional.
Ante la atomización social la reacción inicial es que tanto las críticas como la búsqueda de soluciones se centran en el plano jovenlandesal-individual. Si alguien está en condiciones laborales precarias y no puede acceder a una vivienda se le reprochará ser vago, paguitero, miembro de una generación de cristal que ha abandonado la cultura del esfuerzo y que se lo gasta todo en el Netflix y en vicios, que si yo a tu edad tal y cual… Respecto a quien busca soluciones, a menudo recurrirá a la especulación en criptomonedas —mera ludopatía— o a los libros, cursos y maestrillos de autoayuda, véase ese extravagante personaje llamado Amadeo Lladós, como si vía ejercicios gimnásticos uno pudiera llegar a ganar un sueldo digno en un país cuyo sistema productivo ha sido desmantelado en aras de la globalización/integración europea.
Pero desesperarse no vale de nada y en esta vida casi siempre hay una solución. Señala Guilluy que las zonas en las que emergió el entonces llamado Frente Nacional estaban sujetas a una doble inseguridad, la social (ligada a los efectos del modelo económico) y cultural (relacionada con el multiculturalismo). Solo de esa combinación ha ido surgiendo de forma creciente el voto populista en Francia y, posteriormente en Estados Unidos de una manera casi calcada, el voto a Trump. Nada menos que el 69% de los votantes de Le Pen se incluían en 2017 en la etiqueta de «quienes llegan a fin de mes con muchas dificultades» y como esos problemas estructurales a los que quiere dar respuesta a falta de solución van empeorando, ahora mismo está ya bordeando la mayoría absoluta. Quien quiera emular su éxito en otro país deberá apelar a ambas cuestiones.
Hemos sido testigos de que la reacción ante ellos de la clase dirigente ha sido una huida hacia adelante, recurriendo a los comodines del antifascismo y antirracismo —como ya pasó con Marchais hace más de 40 años—, aunque cada vez están funcionando peor. En estos últimos tiempos ha tenido lugar una irrefrenable deslegitimación de los agentes de difusión de la ideología dominante, ya fuera Hollywood, el ámbito académico, los medios de comunicación… De manera que, salvo algún incidente dramático en absoluto descartable, parece que Trump será reelegido y en 2027, esta vez sí, Le Pen podría ganar. Su fórmula, en conclusión, es sencilla y no es impuesta desde arriba, sino que surge de abajo: «soberanismo, proteccionismo, preservación de los servicios públicos, rechazo a las desigualdades, regulación de los flujos migratorios, fronteras: estos temas son comunes a las clases populares de todo el mundo».
Según este geógrafo francés, las reformas económicas de los años 80 en el caso del Reino Unido y Estados Unidos —añadiríamos que también en España, con una reconversión que siguió un camino similar— supusieron el canto del cisne de la clase obrera y el inicio de un proceso de globalización que tras haber desindustrializado las sociedades occidentales acomete, a continuación, la liquidación de la agricultura (la cual, como vemos en las recientes movilizaciones, se resiste a morir). ¿Qué nos queda entonces? Países escindidos entre una élite, bien integrada en la nueva economía, que se percibe a sí misma como cosmopolita, garante de un nuevo código jovenlandesal liberal-progresista y que se concentra geográficamente en unos pocos núcleos urbanos (una «gente de arriba» o «gente de cualquier sitio», que el autor estima en torno al 25% de la población), frente a unas nuevas clases populares, crecientemente precarias, de jovenlandesal «anticuada», de las que aquellas aspiran a desembarazarse, pues rotos los lazos nacionales son considerados un lastre: «La Francia periférica» —en nuestro caso podríamos hablar de «La España vaciada»— los «brexiteers» o, en el contexto estadounidense, aquellos «deplorables» a los que se refirió Hillary Clinton, que viven en zonas rurales, carecen de títulos universitarios y son trumpistas entusiastas.
Para el sector que sí sale beneficiado de la globalización la situación es mucho más halagüeña. Entre 1980 y 2007 el salario medio aumentó un 0,82% anual, para el 0,01% de los mejor pagados el incremento fue del 340%. Para el conjunto de Francia, señala nuestro autor, hasta 1999 el crecimiento del empleo beneficiaba a todo el territorio francés, aunque desde 2006 hasta 2013 se ha concentrado casi exclusivamente en los núcleos urbanos de más de 500.000 habitantes y en los de menos de 100.000 se ha creado un ínfimo 0,6% de los nuevos puestos de trabajo. Esto ha disparado el precio del alquiler en las grandes ciudades, desplazando de ellas a las clases bajas y acelerando así esa redistribución poblacional.
Ante la atomización social la reacción inicial es que tanto las críticas como la búsqueda de soluciones se centran en el plano jovenlandesal-individual. Si alguien está en condiciones laborales precarias y no puede acceder a una vivienda se le reprochará ser vago, paguitero, miembro de una generación de cristal que ha abandonado la cultura del esfuerzo y que se lo gasta todo en el Netflix y en vicios, que si yo a tu edad tal y cual… Respecto a quien busca soluciones, a menudo recurrirá a la especulación en criptomonedas —mera ludopatía— o a los libros, cursos y maestrillos de autoayuda, véase ese extravagante personaje llamado Amadeo Lladós, como si vía ejercicios gimnásticos uno pudiera llegar a ganar un sueldo digno en un país cuyo sistema productivo ha sido desmantelado en aras de la globalización/integración europea.
Pero desesperarse no vale de nada y en esta vida casi siempre hay una solución. Señala Guilluy que las zonas en las que emergió el entonces llamado Frente Nacional estaban sujetas a una doble inseguridad, la social (ligada a los efectos del modelo económico) y cultural (relacionada con el multiculturalismo). Solo de esa combinación ha ido surgiendo de forma creciente el voto populista en Francia y, posteriormente en Estados Unidos de una manera casi calcada, el voto a Trump. Nada menos que el 69% de los votantes de Le Pen se incluían en 2017 en la etiqueta de «quienes llegan a fin de mes con muchas dificultades» y como esos problemas estructurales a los que quiere dar respuesta a falta de solución van empeorando, ahora mismo está ya bordeando la mayoría absoluta. Quien quiera emular su éxito en otro país deberá apelar a ambas cuestiones.
Hemos sido testigos de que la reacción ante ellos de la clase dirigente ha sido una huida hacia adelante, recurriendo a los comodines del antifascismo y antirracismo —como ya pasó con Marchais hace más de 40 años—, aunque cada vez están funcionando peor. En estos últimos tiempos ha tenido lugar una irrefrenable deslegitimación de los agentes de difusión de la ideología dominante, ya fuera Hollywood, el ámbito académico, los medios de comunicación… De manera que, salvo algún incidente dramático en absoluto descartable, parece que Trump será reelegido y en 2027, esta vez sí, Le Pen podría ganar. Su fórmula, en conclusión, es sencilla y no es impuesta desde arriba, sino que surge de abajo: «soberanismo, proteccionismo, preservación de los servicios públicos, rechazo a las desigualdades, regulación de los flujos migratorios, fronteras: estos temas son comunes a las clases populares de todo el mundo».
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