Cocorico
Pollo Campero
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Mi padre era obsesivo, como yo, y durante años estuvo especialmente obsesionado con los desperfectos en su coche. No soportaba la más mínima rayadura, ni el desconchón más diminuto.
A veces, cuando volvía del trabajo, se pasaba casi tres cuartos de hora dando vueltas con el coche buscando el sitio propicio para aparcar, aquel que consideraba suficientemente seguro.
En los parkings grandes aparcaba siempre en el quinto cachopo haciendo cábalas sobre cuál era el sitio en el que el coche podría estar más tiempo aislado.
Cuando los fines de semana salíamos alguna vez a comer fuera, le hacía sufrir mucho tener que aparcar en un sitio que no le gustara. Se esforzaba porque no se le notase, pero estaba como ausente, porque estaba totalmente absorbido por la rumiación mental de su obsesión... "Seguro que el que ha aparcado al lado ha abierto la puerta sin cuidado y me ha dado un golpe... El de delante o el de detrás me ha arañado al salir... algún hijomio ha sentado su trastero en mi capó o ha puesto encima un vaso de cerveza...".
Cada dos por tres el coche en el chapista. Discusiones con desconocidos que se negaban a dar parte al seguro por pequeños desperfectos. Dos veces tuvo que venir la Policía.
Al aparcar, revisaba la posición una docena de veces y cuando volvía al coche se le veía nervioso por si encontraba algún golpe o arañazo.
Tenía una enfermedad. Antes de esa obsesión tuvo muchas otras y después de que superara la del coche, otras tantas, hasta el día que se murió.
Hace treinta años, cuando me saqué el carné de conducir al cumplir la mayoría de edad, sabía que era cuestión de tiempo que le acabara pidiendo el coche. Él había temido ese momento durante mucho tiempo y yo también, por razones obvias.
Un sábado después de comer, me armé de valor y le pregunté: "bueno, papá, ¿me dejas el coche esta tarde? Él me miró y me dijo: "claro, hombre". Me temía un sermón de una hora para explicarme varias veces todas las precauciones que debía tomar. Pero no lo hizo. Cogió las llaves del coche y me dijo: "ven conmigo un momento".
Salimos a la calle, fuimos sin hablar hasta el coche y se puso a examinarlo por todos lados durante unos minutos.
Cuando acabó, cogió la llave del coche, se agachó junto a la puerta del copiloto y, durante siete u ocho eternos segundos, le metió un rayazo bien profundo de unos setenta centímetros de longitud que sonó realmente mal.
Mi padre se puso en pie, me entregó la llave del coche, me dio unas palmaditas en el hombro y, antes de volverse a casa, me dijo: "ten cuidado y pásatelo bien".
A veces, cuando volvía del trabajo, se pasaba casi tres cuartos de hora dando vueltas con el coche buscando el sitio propicio para aparcar, aquel que consideraba suficientemente seguro.
En los parkings grandes aparcaba siempre en el quinto cachopo haciendo cábalas sobre cuál era el sitio en el que el coche podría estar más tiempo aislado.
Cuando los fines de semana salíamos alguna vez a comer fuera, le hacía sufrir mucho tener que aparcar en un sitio que no le gustara. Se esforzaba porque no se le notase, pero estaba como ausente, porque estaba totalmente absorbido por la rumiación mental de su obsesión... "Seguro que el que ha aparcado al lado ha abierto la puerta sin cuidado y me ha dado un golpe... El de delante o el de detrás me ha arañado al salir... algún hijomio ha sentado su trastero en mi capó o ha puesto encima un vaso de cerveza...".
Cada dos por tres el coche en el chapista. Discusiones con desconocidos que se negaban a dar parte al seguro por pequeños desperfectos. Dos veces tuvo que venir la Policía.
Al aparcar, revisaba la posición una docena de veces y cuando volvía al coche se le veía nervioso por si encontraba algún golpe o arañazo.
Tenía una enfermedad. Antes de esa obsesión tuvo muchas otras y después de que superara la del coche, otras tantas, hasta el día que se murió.
Hace treinta años, cuando me saqué el carné de conducir al cumplir la mayoría de edad, sabía que era cuestión de tiempo que le acabara pidiendo el coche. Él había temido ese momento durante mucho tiempo y yo también, por razones obvias.
Un sábado después de comer, me armé de valor y le pregunté: "bueno, papá, ¿me dejas el coche esta tarde? Él me miró y me dijo: "claro, hombre". Me temía un sermón de una hora para explicarme varias veces todas las precauciones que debía tomar. Pero no lo hizo. Cogió las llaves del coche y me dijo: "ven conmigo un momento".
Salimos a la calle, fuimos sin hablar hasta el coche y se puso a examinarlo por todos lados durante unos minutos.
Cuando acabó, cogió la llave del coche, se agachó junto a la puerta del copiloto y, durante siete u ocho eternos segundos, le metió un rayazo bien profundo de unos setenta centímetros de longitud que sonó realmente mal.
Mi padre se puso en pie, me entregó la llave del coche, me dio unas palmaditas en el hombro y, antes de volverse a casa, me dijo: "ten cuidado y pásatelo bien".
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