La Habana: la ciudad detenida

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sencillaco Premium Deluxe - Desde 2009 dando por ojo ciego
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Detrás tuyo platano en mano, ladrón
Otro artículo que me ha gustado mucho porque refleja las consecuencias del socialismo y porque lo publica El País, que ya es raro.

El artículo es muy largo, así que solo pongo el principio.

La Habana: la ciudad detenida

Es la ciudad que prometió cambiarlo todo gracias a la revolución. Y la que ahora, en nombre de esa misma revolución, frena todo cambio. Quizá sea la capital más hermosa del idioma español. Y a la vez es un lugar roto y triste, lleno de contradicciones, donde cobra más un taxista que un médico y el tiempo parece haberse parado hace varias décadas. Cuarta entrega de una serie en la que martín Caparrós toma el pulso a grandes urbes de Latinoamérica

ELLA ESPERA QUE su casa no se le caiga encima.
Lo espera: de verdad lo espera pero teme.

Ella no es una metáfora.
Ella –llamémosla Ella, por si acaso– vive aquí desde 1976 cuando, a sus seis años, su progenitora se juntó con un señor que vivía aquí. Aquí, entonces, era una de las esquinas más presuntuosas de La Habana Vieja: un edificio monumental de fines del siglo XIX, cedro, vitrales, mármoles, la pompa de esos tiempos. Aquí, entonces, cada cuarto era el hogar de una familia, y había más de treinta: se habían mudado después de la revolución, cuando los dueños escaparon.

(Ese momento literalmente milagroso que solemos llamar revolución, cuando tantas normas cambiaron de sentido, tantas cosas que tenían dueño dejaron de tenerlo y había que ver a quién y a qué servían. Digo, por ejemplo: esos lugares que muchos habían mirado con deseo, con envidia, con rencor convertidos de pronto en casas para muchos o casas para jefes o escuelas o clínicas o centros culturales o focos de la revolución siguiente, un suponer.)


Aquí, en los noventa, plena penuria del final soviético, de pronto un techo se desmoronó. Fue lo primero; durante los veinte años siguientes –Ella se graduó de enfermera, se casó, tuvo dos hijos– el edificio se fue cayendo a trozos: un suelo acá, una escalera allá, todo un ala sobre una cisterna. Nunca hubo muertos, si acaso algún herido. Nadie reparaba; según se deshacía, evacuaban familias: ya solo quedan ocho. Entre ellas, la de Ella: ella, sus hijos, su pequeña nieta. Le pregunto si no tiene miedo.
–¡Claro que tengo miedo! ¿Cómo no voy a tener miedo? Esto se viene abajo, imagínate, cada vez que oyes un ruidito el corazón se te para, te piensas que se viene el derrumbe.
La casa que fue espléndida es, ahora, un basurero de sí misma: agujeros en el suelo, árboles en los huecos, andamios en el aire, escaleras cortadas, barandas que se sueltan. Le pregunto por qué se queda.
–¿Y qué quiere, que duerma en la calle? Esto es lo único que tengo. Yo soy pobre, no puedo irme a ningún lado. Lo unico que puedo hacer es esperar.
Dice, desesperada. En medio de las ruinas sus dos habitaciones están limpias, ordenadas, cuidadas con cariño; afuera es el naufragio.
–Y así hay miles.
Dice: que ese edificio es uno como tantos. Le pregunto cómo se arregla todo esto.
–Bueno, el que lo tiene que arreglar es el Estado. Si yo tuviera dinero ya me habría comprado algo, pero no tengo.
Ella es morena, sonriente, alta, delgada; ya no es enfermera, ahora gana más limpiando casas.
No es, insisto, metáfora de nada.

Dos viejos vehículos circulan frente a un edificio semidestruido.
Dos viejos vehículos circulan frente a un edificio semidestruido. YANDER ZAMORA

Una ciudad detenida en el tiempo. Una ciudad –que parece– detenida en el tiempo. Una ciudad donde aquellos que prometieron un gran cambio detienen todo cambio –en nombre de aquellos cambios que siguen prometiendo. Una ciudad que se parece a un trabalenguas, cuyo nombre es el nombre de un veneno: los habanos. Y hay, también, habaneras: unas canciones que ya pocos tocan, de las que descienden, dicen, otras; el tango y los tanguillos, por ejemplo.

Es invierno, alguien se queja del frío que nos hace:
–Casi veinte grados, mi hermano. Era verdá que el tiempo estaba loco.

Hay prejuicios. Siempre hay, pero sobre La Habana más. Si se aceptan los prejuicios, La Habana sería una ciudad vieja semiderruida donde se mezclarían pilinguis, vividores, turistas talluditos y retratos del Che, coches de los cincuentas y una alegría que poco justifica. Si no se aceptan sería eso mismo –y tantas otras cosas.
Y es, sin duda, una ciudad histórica. También: una ciudad llena de historias y de historia. Lo más difícil, para contar La Habana, es que todo parece siempre atravesado por la historia: que hay que hablar siempre de la historia, que siempre hay una que contar.

Le digo que aquí en general me sonríen poco y me dice que por algo será.
–¿Por qué?
–No sé, por algo.
La ambigüedad es un arte muy local.

La historia está por todos lados. Está en la persistencia de esos edificios que tienen de 400 a 60 años; está en la persistencia de esos coches que también tienen 60; está en los carteles que hablan de una revolución que ya no revoluciona, en los restos de un movimiento que llegó para cambiarlo todo y ahora se dedica a conservarlo sin piedad.

–Lo que no funciona es que un camarero de la Ciudad Vieja gane diez veces más que un médico.
–No, no funciona. ¿Y entonces?
–Entonces nada. Yo no quiero ser camarero. Yo soy médico, ayudo a las personas.

Hace 257 años los españoles la habían perdido a manos de una flota inglesa. Tras un año de ocupación la canjearon por la Florida, una península anegada que no sabían usar. Y para evitar la repetición de la jugada –no tenían mucho más que entregar– edificaron fuertes con murallas tremendas. La Habana, entonces, ya tenía como 50.000 habitantes y esos palacios, esas iglesias, esas plazas que la volvían una villa imperiosa. “Siempre fidelísima”, decía ya entonces su escudo, iniciando una carcajada que duró varios siglos: siempre Fidelísima.
Mientras tanto creció, prosperó más. En 1837 inauguró el primer tren de América Latina; Cuba era rica, orgullosa, pujante, una colonia. Después se liberaron y se sintieron todavía más ricos. A principios del siglo XX se lanzaron a edificar con pompa y ambición y dinero del azúcar y el tabaco. En La Habana hay –al menos– dos edificios de tamaño y pretensión mayores que cualquier otro en la región. El Capitolio y la Universidad son bruto revoleo de escalinatas y columnas, cúpulas y estatuas, el ansia de una ciudad playa que se inventaba sus alturas, la ambición de un país nuevo por presentarse clásico. Cuba estaba –como siempre– a punto de transformarse en algo grande.
Y construyeron más edificios tan pomposos, explosiones neoclásicas, y el mar tan a menudo y el cielo siempre a mano: La Habana debe ser la capital más bonita del idioma. Y también la más rota y también la más triste. La Habana me entristece. Camino, miro, pregunto, escucho y me entristece. Para mi generación y alguna más, para los que creímos en todas estas cosas, La Habana es el resumen del fracaso, el lugar donde todo iba a ser y no fue nada.

–Imagínate, mi hermano. Un lugar donde hace 60 años que gobiernan los mismos. ¿Dónde tú vas a encontrar algo parecido?

La Habana es la melancolía.
Varias, diversas melancolías: aquí hay una para cada uno, todas para todos.

Unos pioneros (estudiantes de nivel de primaria) hacen educación física frente al Capitolio.
Unos pioneros (estudiantes de nivel de primaria) hacen educación física frente al Capitolio. YANDER ZAMORA

–Yo quiero vender Cuba, pero diferente. Que no sea solamente las paredes rotas, esos carros, la ropa en los balcones, la negra en la ventana, el perrito, el tabaco; nuestra imagen es eso. Te lo digo con conocimiento de causa; yo he trabajado con Chanel, con Vogue, y ellos siempre vienen buscando lo mismo. Yo quiero mostrarles que tenemos muchas otras cosas, playas, paisajes, montañas, gente extraordinaria, pero no hay caso; solo pueden ver eso.
Hace ya 30 años, a sus 10, Luis Mario era un niño comunista –un pionero– con todos los honores: hijo de militares de alto rango, educado, entrenado, se sabía todos los catecismos y podía desarmar una kalashnikof con los ojos cerrados.
–Cuando era niño todos teníamos esos grandes ideales comunistas; después empiezas a conocer mundo y te das cuenta de que hay muchas cosas que repensar.
Hace 20, a sus 20, Luis Mario empezaba a ser fotógrafo y se hacía unos dólares armando vacaciones para italianos ricos que venían a disfrutar La Habana.
–Eso me permitió tener un poder adquisitivo importante, entender el poder del dinero.
Después sus amigos le consiguieron acomodo en Roma: fotografiaba moda y arquitectura, viajaba, se divertía, vivía mucho mejor que lo que nunca había imaginado. Al cabo de diez años volvió a La Habana para ocuparse de su progenitora –y buscarse la vida.
–La ciudad no había cambiado mucho. Pero justo entonces empezaron a abrirse cosas, pareció que se iba a poder emprender… Aunque después mucho de lo que se anunciaba no se concretó, fue un momento histórico, a bastantes nos cambió la vida.
En Cuba no existía, entre otras cosas, la publicidad. Luis Mario descubrió que esos jóvenes que fabricaban y trataban de vender nuevos productos –camisetas, zapatos, restaurantes, tours, estéticas–, necesitaban fotógrafos, diseñadores, publicistas, y armó su productora. Pero sus imágenes no tenían soporte; para dárselo produjo también una revista digital sobre bellezas, fiestas, mercancías, frivolidades varias: Vistar Magazine. Fue el primer medio no estatal en medio siglo.

Si yo fuera sociólogo, antropólogo, economista, comunista, periodista incluso, estudiaría La Habana: la manera en que una ciudad, una sociedad, van adquiriendo lo peor del capitalismo. Cómo se construye eso que en el resto del mundo damos por supuesto: el consumo, la competencia, la publicidad, las clases. Y me detendría en la aparición de esos sectores nuevos: jóvenes que descubrieron esos mecanismos y tratan de aplicarlos, entre trabas y alientos, en una sociedad que los rechazó durante décadas. Y ganan dinero y viven mejor y lo muestran –y producen tensiones. Tras tantos esfuerzos y sacrificios para establecer una sociedad igualitaria, las desigualdades crecen, se ven cada vez más: se consolida la división en clases de una sociedad que intentó o pretendió no tenerlas.
(Pero muchos de estos jóvenes prósperos modernos vienen de las grandes familias de la Revolución. La idea está tan instalada que produce incluso leyendas urbanas: la cantidad de bares, por ejemplo, adjudicados a “un nieto de Fidel”.)

–Sí, estamos en un momento muy difícil de describir, porque están por pasar muchas cosas pero todavía no ha pasado casi nada. Es cierto que se están creando esas desigualdades, que hacen que algunos envidien a los que tienen y empiezan a mostrarlo…
Cuando Obama visitó La Habana, Luis Mario fue uno de los emprendedores invitados a verlo; allí contó sus ideas y consiguió inversores, pero ahora ha decidido trabajar solo con recursos nacionales. Esta mañana de sábado, en su oficina en medio de un gran galpón con decorados, máquinas, parrillas de luz, donde funciona su productora de televisión y su estudio de fotografía, Luis Mario tiene su mejor cara de sueño, un hijo chico que corretea y demanda, una camiseta verde leve que dice Misled Youth –juventud engañada.
–A mí no me gusta el capitalismo, no me gusta Estados Unidos, no me gusta la bandera americana, no me gusta lo que han hecho en el mundo, no me gusta su sistema: creo que no son libres, son prisioneros de un banco, siempre pagando las cuentas y las hipotecas…
Dice, pero sus preocupaciones son las de un empresario con clientes y empleados. Y tiene un tren de vida muy distinto de la mayoría de sus compatriotas.
–Sí, yo soy un privilegiado aquí en Cuba. Mi privilegio es que hay mucha gente que me quiere conocer, que le da placer estar conmigo, tener una cuenta de 250 dólares en un restaurante y que te digan no, tú aquí no pagas…
–Bueno, el verdadero privilegio es poder ir a ese restaurante, donde quizá sí tienes que pagar esa cuenta y son diez sueldos de un cubano medio.
–Sí, es cierto. Pero yo hago muchas cosas que me permiten vivir así. Aquí hay gente que tiene mucho más dinero, lo consigue mucho más fácil. Yo voy más sobre lo social, comparto más mi ganancia con la gente que trabaja conmigo, pero sí, no dejo de ser parte de esta sociedad elitista cubana… Me muevo en el sector de la cultura, donde siempre hay pintores que venden cuadros, músicos que hacen conciertos, hay más dinero que para el resto de los cubanos, sí, que ganan 400 o 500 pesos, menos de 20 dólares, y no les alcanza y a lo mejor tienen que hacer cosas indebidas, corrompen su jovenlandesal para poder llevarse alguito para sus casas…
Dice Luis Mario y se preocupa por lo que está diciendo. Empiezo a acostumbrarme a ese estilo cubano de relatos cautos, donde siempre faltan elementos, donde los silencios hablan tanto o más que las palabras.
–Digamos, un ejemplo mejor: tú tienes familia, tienes hijos, a lo mejor trabajas en una fábrica de tabacos y sabes que ese tabaco se está vendiendo en 13 dólares, pues te llevas algunos tabacos para venderlos. ¿Y eso cómo se combate? La única manera es llenándoles el refrigerador de comida. Porque la realidad es que ninguno de los dirigentes vive con ese salario, tienen sus cosas, tienen sus amistades… pero hay otro montón de gente que no encuentra salida, y yo estoy luchando por eso, porque esas personas no tengan que hacer nada malo para dar de comer a su familia.
 
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Una ciudad fresquita

Tengo casa cerca de alli para cuando quiera visitarla
 
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