Espartano27
Madmaxista
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Empezaria en el señorio de Vizcaya entre frondosos bosques verdes y torneos y justas medievales en las que competiria nuestro heroe Don Diego Lopez de Haro. Deberia ser una mezcla de el primer caballero, 300 y el señor de los anillos, me la rezuma 3 huevones si la hace hollywood, o una coproduccion entre paises, pero que este a la altura de nuestros heroes.
A las seis, que es cuando comenzaba a clarear, quizás a las siete que es cuando el Sol hace su rotunda aparición, en esa época del año, y en ese lugar de España, las fuerzas que habrían de conformar el haz cristiano, comienzan a descender de la Mesa del Rey. Bajan por la ladera sur, que es la menos abrupta. Los fiel a la religión del amores aguardan frente a ellos, al otro lado del llano. Muestran la misma disposición que la víspera, y si no fuera porque les habían visto romper filas al anochecer, pensarían que no se habían movido. Desde allí llega el insoportable golpear de tambores, que tanto ha contribuido a que no pegaran ojo durante la pasada noche. Cuando las tropas están desplegadas se hace un silencio, que solo rompe el ulular de los gritos bereberes. El rey de Castilla, don Alfonso, lentamente se coloca ante todos y se dirige a los cruzados.
– Hoy es un día que cambiará la historia. Nuestras vidas y las de los nuestros, han llegado al final de un camino, del camino de la esclavitud. Hoy es el día en que caeremos bajo la espada o en el que rescataremos aquella libertad, perdida hace quinientos años. Todos los que habéis llegado hasta aquí, habéis apostado por un futuro que hoy se decidirá. Y si al atardecer no nos encontramos en el paraíso, será porque continuamos el camino que juntos comenzamos en Toledo y que solo terminará cuando veamos el mar. Ya no volveremos a llamarnos nunca más aragoneses, ni navarros, ni portugueses, ni leoneses, ni castellanos, sino que nos llamaremos españoles. ¡Por la libertad! ¡Adelante España!
Un grito unánime surge entre los cruzados. El rey de Castilla regresa al punto donde le esperan los reyes de Navarra y Aragón, y juntos se retiraron hasta sus posiciones. Su lugar es ocupado por el arzobispo primado, don Rodrigo Jiménez de Rada, ¡que Dios tenga en su gloria! Todos los cruzados, en total recogimiento, reciben la bendición.
– ¡Padre! Comportaos de forma que después del día de hoy no me llamen hijo de fistro.
Esto le dijo su hijo al Señor de Vizcaya, recordando la fama que arrastró tras la triste rendición que protagonizó en Alarcos. Tampoco había tenido suerte en su matrimonio, ya que la progenitora de don Lope había huido con un herrero. Por eso, recordando el hecho, don Diego le contestó.
– Tú preocúpate de que no te llamen me gusta la fruta. Y estate atento, que esto comienza ya.
Se ordena el ataque. Don Diego López de Haro, Señor de Vizcaya, parte a la cabeza de la vanguardia. Es en ese momento, cuando un contingente de tropas andalusíes que ocupaban la cima de las colinas que flanqueaban a su ejército, dan media vuelta y abandonan el campo de batalla. Según se registró en las crónicas de ambos lados, la ejecución del alcaide de la fortaleza de Calatrava, había sido la gota que había colmado el vaso de los desprecios con que el Califa venía tratando a los andalusíes. Los cruzados que lo ven aún temiendo que pueda ser un ardid, continúan su avance.
El hostigamiento de los arqueros y ballesteros fiel a la religión del amores, que intentan romper la formación y hacer fracasar la carga, es repelido por la reacción de la abnegada milicia madrileña, mientras la caballería pesada continúa su marcha. Tan solo cuando Diego López de Haro comprueba que la línea almohade está a la distancia adecuada, ordena cargar. Puestos en fuga los hostigadores sarracenos, los madrileños se unen a la carga. El resultado del choque contra la primera línea de los islamitas, es la matanza de los voluntarios de al-Andalus, que habían acudido con la esperanza de recibir el martirio. Prácticamente toda la vanguardia desaparece aplastada bajo los cascos de los caballos cristianos.
Al mismo tiempo, las vanguardias de las alas cristianas, consiguen hacer retroceder a las posiciones más elevadas a la caballería ligera almohade. Demasiado tarde se dan cuenta los almohades, de que la movilidad, su gran baza, es inútil en este terreno, y contra esta formación.
La vanguardia castellana fuerza la carga hasta chocar con la siguiente línea, compuesta por las tropas almohades. A pesar del esfuerzo, consiguen hacerles retroceder hasta la base del cerro de Los Olivares, la colina sobre la que se encontraba el grueso del ejército del Miramamolín. Allí con la ventaja del desnivel, se hacen fuertes sin ceder un palmo de terreno.
En seguida, la segunda línea, compuesta por las órdenes militares, acude en auxilio de su vanguardia, que comienza a verse superada y está sufriendo gravísimas pérdidas. Pese a agradecer el apoyo, pierde movilidad, aumentando su fragilidad. En este punto se traba lo más duro del combate y la batalla alcanza un delicado punto de equilibrio. La milicia concejil madrileña, peor armada y peor protegida, acusa grandes pérdidas.
No pasa mucho hasta que Alfonso VIII, ve el estandarte del Señor de Vizcaya ordenar la retirada. ¡Traición! En verdad, los que se retiran para reordenar las filas son los madrileños, cuyo escudo con un oso neցro pasante sobre campo blanco, ha confundido en la lejanía con el de los señores de Vizcaya, dos lobos neցros también pasantes sobre campo blanco. Y es que han sufrido un terrible castigo puesto que han estado presentes en la vanguardia desde el primer momento. Junto a los madrileños, según la crónica del obispo de Narbona, se retiran otros hispanos, lo cual indicaba que el frente amenazaba con desmoronarse. Pero siempre hay alguien deseoso de hacer caer la honra de los otros, y esta vez fue a uno de Medina del Campo, al que le faltó tiempo para sacar al rey de su error, y al tiempo que le tranquilizaba, a los de Madrid injuriaba.
En ese delicado instante Alfonso VIII actúa con una enorme serenidad, y envía en apoyo de sus hombres solo a una parte de la retaguardia, lo que permite el regreso a la lucha de la milicia madrileña, y mantener así la posición. El objetivo del castellano es que el Miramamolín se adelante, utilizando sus mejores cartas, al movilizar sus reservas, permitiéndole de esta forma a don Alfonso guardar para sí el último movimiento de la partida.
Desde su tienda, un auténtico palacio fortificado, rodeado de sus consejeros y de su guardia de color, y con sus objetos mágicos al alcance de la mano, al-Nasir ve cómo finalmente la línea cristiana comienza a retroceder. Entonces, creyendo que la batalla ya se ha desequilibrado en su favor manda a su retaguardia a aplastar a los cristianos.
Alfonso VIII, con la seguridad de que el Miramamolín ya ha desplegado todas sus fuerzas, y consciente de que sus hombres no podrán resistir más, da la orden de cargar en ayuda de los suyos. Ya solo cabe vencer o morir en la batalla.
Al unísono los tres reyes cristianos, Alfonso VIII por Castilla, Pedro II por Aragón, Sancho VII por Navarra y todos los obispos por la Fe, se lanzan a la carga acompañados de sus nobles y vasallos. Se inicia la famosa carga de los tres reyes, un momento épico como pocos se pueden encontrar en los libros de historia.
¡Victoria o fin!, gritan todos excitados. En la línea de batalla los andalusíes, al contemplar cómo la retaguardia cristiana sigue intacta y se les echa encima, huyen soltando el lastre de las armas que portan. El frente almohade se hace añicos. Los cristianos que llevan ya combatiendo horas, y que hace escasos momentos estaban a punto de retroceder, recobran el ánimo y como un animal furioso que se revuelve, reinician el ataque. La huida en el campo almohade se vuelve generalizada. Imparables en su ascenso por el cerro de los Olivares, los reyes llegan hasta el palenque de al-Nasir, que no puede creer lo que está viendo. Los infieles han aplastado a su colosal ejército. ¡Era el malo quien le hablaba las veces que sentía que Alá le aseguraba la victoria! ¡El impresionante ejército que había conseguido reunir, con el que pensaba conquistar toda Europa, como volutas de humo, desaparecía ante sus ojos!, pensaba. Finalmente, tras ordenar la retirada, el mismísimo califa huye a uña de caballo. Los tres reyes han alcanzado la victoria. Mientras esto ocurre la desbandada infiel es generalizada. Sin perder el orden las alas cristianas se lanzan a la persecución de los desesperados fiel a la religión del amores. La cacería no concluye hasta que las sombras no se han unido en una sola. Para cuando los tres reyes, vestidos de sangre y gloria, pisan el alfombrado suelo de la tienda roja del califa, este ya se encuentra a varias leguas de distancia, volando a lomos de su montura.
A las seis, que es cuando comenzaba a clarear, quizás a las siete que es cuando el Sol hace su rotunda aparición, en esa época del año, y en ese lugar de España, las fuerzas que habrían de conformar el haz cristiano, comienzan a descender de la Mesa del Rey. Bajan por la ladera sur, que es la menos abrupta. Los fiel a la religión del amores aguardan frente a ellos, al otro lado del llano. Muestran la misma disposición que la víspera, y si no fuera porque les habían visto romper filas al anochecer, pensarían que no se habían movido. Desde allí llega el insoportable golpear de tambores, que tanto ha contribuido a que no pegaran ojo durante la pasada noche. Cuando las tropas están desplegadas se hace un silencio, que solo rompe el ulular de los gritos bereberes. El rey de Castilla, don Alfonso, lentamente se coloca ante todos y se dirige a los cruzados.
– Hoy es un día que cambiará la historia. Nuestras vidas y las de los nuestros, han llegado al final de un camino, del camino de la esclavitud. Hoy es el día en que caeremos bajo la espada o en el que rescataremos aquella libertad, perdida hace quinientos años. Todos los que habéis llegado hasta aquí, habéis apostado por un futuro que hoy se decidirá. Y si al atardecer no nos encontramos en el paraíso, será porque continuamos el camino que juntos comenzamos en Toledo y que solo terminará cuando veamos el mar. Ya no volveremos a llamarnos nunca más aragoneses, ni navarros, ni portugueses, ni leoneses, ni castellanos, sino que nos llamaremos españoles. ¡Por la libertad! ¡Adelante España!
Un grito unánime surge entre los cruzados. El rey de Castilla regresa al punto donde le esperan los reyes de Navarra y Aragón, y juntos se retiraron hasta sus posiciones. Su lugar es ocupado por el arzobispo primado, don Rodrigo Jiménez de Rada, ¡que Dios tenga en su gloria! Todos los cruzados, en total recogimiento, reciben la bendición.
– ¡Padre! Comportaos de forma que después del día de hoy no me llamen hijo de fistro.
Esto le dijo su hijo al Señor de Vizcaya, recordando la fama que arrastró tras la triste rendición que protagonizó en Alarcos. Tampoco había tenido suerte en su matrimonio, ya que la progenitora de don Lope había huido con un herrero. Por eso, recordando el hecho, don Diego le contestó.
– Tú preocúpate de que no te llamen me gusta la fruta. Y estate atento, que esto comienza ya.
Se ordena el ataque. Don Diego López de Haro, Señor de Vizcaya, parte a la cabeza de la vanguardia. Es en ese momento, cuando un contingente de tropas andalusíes que ocupaban la cima de las colinas que flanqueaban a su ejército, dan media vuelta y abandonan el campo de batalla. Según se registró en las crónicas de ambos lados, la ejecución del alcaide de la fortaleza de Calatrava, había sido la gota que había colmado el vaso de los desprecios con que el Califa venía tratando a los andalusíes. Los cruzados que lo ven aún temiendo que pueda ser un ardid, continúan su avance.
El hostigamiento de los arqueros y ballesteros fiel a la religión del amores, que intentan romper la formación y hacer fracasar la carga, es repelido por la reacción de la abnegada milicia madrileña, mientras la caballería pesada continúa su marcha. Tan solo cuando Diego López de Haro comprueba que la línea almohade está a la distancia adecuada, ordena cargar. Puestos en fuga los hostigadores sarracenos, los madrileños se unen a la carga. El resultado del choque contra la primera línea de los islamitas, es la matanza de los voluntarios de al-Andalus, que habían acudido con la esperanza de recibir el martirio. Prácticamente toda la vanguardia desaparece aplastada bajo los cascos de los caballos cristianos.
Al mismo tiempo, las vanguardias de las alas cristianas, consiguen hacer retroceder a las posiciones más elevadas a la caballería ligera almohade. Demasiado tarde se dan cuenta los almohades, de que la movilidad, su gran baza, es inútil en este terreno, y contra esta formación.
La vanguardia castellana fuerza la carga hasta chocar con la siguiente línea, compuesta por las tropas almohades. A pesar del esfuerzo, consiguen hacerles retroceder hasta la base del cerro de Los Olivares, la colina sobre la que se encontraba el grueso del ejército del Miramamolín. Allí con la ventaja del desnivel, se hacen fuertes sin ceder un palmo de terreno.
En seguida, la segunda línea, compuesta por las órdenes militares, acude en auxilio de su vanguardia, que comienza a verse superada y está sufriendo gravísimas pérdidas. Pese a agradecer el apoyo, pierde movilidad, aumentando su fragilidad. En este punto se traba lo más duro del combate y la batalla alcanza un delicado punto de equilibrio. La milicia concejil madrileña, peor armada y peor protegida, acusa grandes pérdidas.
No pasa mucho hasta que Alfonso VIII, ve el estandarte del Señor de Vizcaya ordenar la retirada. ¡Traición! En verdad, los que se retiran para reordenar las filas son los madrileños, cuyo escudo con un oso neցro pasante sobre campo blanco, ha confundido en la lejanía con el de los señores de Vizcaya, dos lobos neցros también pasantes sobre campo blanco. Y es que han sufrido un terrible castigo puesto que han estado presentes en la vanguardia desde el primer momento. Junto a los madrileños, según la crónica del obispo de Narbona, se retiran otros hispanos, lo cual indicaba que el frente amenazaba con desmoronarse. Pero siempre hay alguien deseoso de hacer caer la honra de los otros, y esta vez fue a uno de Medina del Campo, al que le faltó tiempo para sacar al rey de su error, y al tiempo que le tranquilizaba, a los de Madrid injuriaba.
En ese delicado instante Alfonso VIII actúa con una enorme serenidad, y envía en apoyo de sus hombres solo a una parte de la retaguardia, lo que permite el regreso a la lucha de la milicia madrileña, y mantener así la posición. El objetivo del castellano es que el Miramamolín se adelante, utilizando sus mejores cartas, al movilizar sus reservas, permitiéndole de esta forma a don Alfonso guardar para sí el último movimiento de la partida.
Desde su tienda, un auténtico palacio fortificado, rodeado de sus consejeros y de su guardia de color, y con sus objetos mágicos al alcance de la mano, al-Nasir ve cómo finalmente la línea cristiana comienza a retroceder. Entonces, creyendo que la batalla ya se ha desequilibrado en su favor manda a su retaguardia a aplastar a los cristianos.
Alfonso VIII, con la seguridad de que el Miramamolín ya ha desplegado todas sus fuerzas, y consciente de que sus hombres no podrán resistir más, da la orden de cargar en ayuda de los suyos. Ya solo cabe vencer o morir en la batalla.
Al unísono los tres reyes cristianos, Alfonso VIII por Castilla, Pedro II por Aragón, Sancho VII por Navarra y todos los obispos por la Fe, se lanzan a la carga acompañados de sus nobles y vasallos. Se inicia la famosa carga de los tres reyes, un momento épico como pocos se pueden encontrar en los libros de historia.
¡Victoria o fin!, gritan todos excitados. En la línea de batalla los andalusíes, al contemplar cómo la retaguardia cristiana sigue intacta y se les echa encima, huyen soltando el lastre de las armas que portan. El frente almohade se hace añicos. Los cristianos que llevan ya combatiendo horas, y que hace escasos momentos estaban a punto de retroceder, recobran el ánimo y como un animal furioso que se revuelve, reinician el ataque. La huida en el campo almohade se vuelve generalizada. Imparables en su ascenso por el cerro de los Olivares, los reyes llegan hasta el palenque de al-Nasir, que no puede creer lo que está viendo. Los infieles han aplastado a su colosal ejército. ¡Era el malo quien le hablaba las veces que sentía que Alá le aseguraba la victoria! ¡El impresionante ejército que había conseguido reunir, con el que pensaba conquistar toda Europa, como volutas de humo, desaparecía ante sus ojos!, pensaba. Finalmente, tras ordenar la retirada, el mismísimo califa huye a uña de caballo. Los tres reyes han alcanzado la victoria. Mientras esto ocurre la desbandada infiel es generalizada. Sin perder el orden las alas cristianas se lanzan a la persecución de los desesperados fiel a la religión del amores. La cacería no concluye hasta que las sombras no se han unido en una sola. Para cuando los tres reyes, vestidos de sangre y gloria, pisan el alfombrado suelo de la tienda roja del califa, este ya se encuentra a varias leguas de distancia, volando a lomos de su montura.
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