‘Generación pogre’: las raíces de un nuevo puritanismo

Marchamaliano

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‘Generación pogre’: fanáticos de un nuevo puritanismo

La ola de destrucción de estatuas de personajes históricos que está ocurriendo estos días en Estados Unidos tiene raíces sociológicas y culturales profundas. Nuestro corresponsal en Nueva York explica el auge de lo políticamente correcto, cada vez más vigoroso entre los jóvenes de la Generación Z. Los nacidos a partir de 1995 se han criado en entornos superprotegidos y acuden a universidades tomadas por la hipercorreción política







Una ola de revisionismo histórico recorre Estados Unidos. De costa a costa, las estatuas de multitud de personajes, en otro tiempo venerados, acaban siendo derribadas o presa del vandalismo. La caída de los símbolos, aunque cada caso tenga sus particularidades, refleja algo más que un brote de iconoclastia o corrección política. El país de las barras y estrellas vive un cambio generacional: el ascenso a primera línea de una juventud más diversa, combativa y susceptible. Una hornada de “guerreros de la justicia social” que se ha gestado en las universidades y que empieza a tomar posiciones de responsabilidad.
Podemos incluso definir el año en que las cosas empezaron a cambiar: 2013. El momento en que la llamada Generación Z llegó a la universidad. Varios estudios indican que este corte generacional, a diferencia de otros, es bastante limpio. Las personas nacidas a partir de 1995 se habrían educado en un contexto social y tecnológico sin precedentes, cuyas consecuencias apenas estarían aflorando a la superficie.
Las primeras pulsaciones de esta nueva hornada saltaron a la vista de Greg Lukianoff, abogado público y presidente de FIRE, un grupo defensor de la libertad de expresión en las universidades de EEUU. En 2014 Lukianoff empezó a observar varias cosas: primero, que las iniciativas estudiantiles para desinvitar a oradores y conferenciantes se habían disparado. Los alumnos, organizados en asociaciones y prestos a manifestarse, presionaban a la directiva para que rescindiese la invitación a determinados panelistas por considerar que su mensaje oprimía de alguna manera al cuerpo estudiantil y por tanto no tenía espacio en el campus.
“Stay angry, stay pogre”, decían los carteles en las manifestaciones de estas últimas semanas. Angry significa “enfadado” y pogre lo podríamos traducir como “políticamente despierto”
Reunión de estudantes en una universidad de EEUU. | Foto: Rawpixel Estudiantes belicosos
Si la universidad ignoraba las peticiones y mantenía la invitación, muchas veces los estudiantes le hacían un escrache al invitado. Bloqueaban la entrada a la sala de conferencias o gritaban tanto que nadie podía escuchar al panelista. Si este era guiado a una sala resguardada para que diese su discurso por la radio, o en streaming, lo estudiantes golpeaban con las palmas abiertas las paredes del estudio para hacer un ruido insoportable. Fue lo que le sucedió al sociólogo conservador Charles Murray en Middlebury College, en 2016. Cuando Murray y la profesora que lo había invitado, Allison Stanger, salieron del estudio, la turba los roció de insultos y alguien le causó a Stanger una contusión al tirarle del pelo. Su coche abandonó el campus escoltado por seguridad, entre los empellones de los alumnos.
“Se trata de un cambio generacional. Las personas nacidas a partir de 1995 se habrían educado en un contexto social y tecnológico sin precedentes”
Murray es un reconocido conservador que, en un libro publicado hace 26 años, añadió el coeficiente intelectual como un posible factor que explicase la pobreza. Una idea que le ganó el epíteto de “fascista” y “supremacista blanco” por parte de los estudiantes y de algunos profesores de Middlebury College. Otros académicos y pensadores de la derecha, así como políticos republicanos, jefes de policía, escritores, cómicos o activistas de los derechos humanos, han sido igualmente desinvitados o escracheados. La ira estudiantil ha llegado a arremeter contra el demócrata Eric Holder, fiscal general durante la administración Obama, o Madeleine Albright, primera mujer en ocupar la secretaría de Estado. Los estudiantes de Scripps College alegaron que Albright, una “feminista blanca”, había “posibilitado el genocidio de Ruanda”.
Según la contabilidad de FIRE, entre 2000 y 2018 hubo 379 iniciativas para cancelar invitaciones a hablar en universidades, la mayoría desde 2013 en adelante. De estas peticiones, casi la mitad tuvieron éxito. De la otra mitad, los eventos que sí se celebraron, aproximadamente un tercio fueron objeto de protesta o sabotaje.
El germen del fanatismo
Esa fue la primera alarma que se encendió en la mente de Greg Lukianoff. Otro elemento que no le pasó desapercibido es que, en muchas de las universidades, empezaban a aparecer peticiones de colocar trigger warnings en los materiales de estudio: advertencias sobre contenidos que podrían herir la sensibilidad de los estudiantes. La novela El Gran Gatsby, por ejemplo, podría resultar ofensiva dadas las actitudes misóginas de algunos de sus personajes. En otros clásicos norteamericanos, como La cabaña del Tío Tom o dar de baja de la suscripción de la vida a un ruiseñor, aparecen epítetos racistas contra los personas de color, y por tanto había que advertir de antemano para evitar que algunos estudiantes de color se sintiesen vejados. Los mismo con Miss Dalloway, de Virginia Woolf, o Metamorfosis, donde el poeta romano Ovidio incluye descripciones de una violación.
Lukianoff, además, vio que los servicios de ayuda psicológica de los campus se veían desbordados y que los alumnos, como él mismo sabía por experiencia propia, tendían a mostrar comportamientos típicos de las personas depresivas. Solían caer en el catastrofismo, tomándose pequeños baches rutinarios como si fueran atentados a su integridad personal. A la hora de interactuar con otras personas, los estudiantes se ponían siempre en lo peor, asumiendo que los comentarios torpes o fuera de lugar eran “microagresiones” intencionadas, y practicaban el pensamiento binario: la idea de que el mundo se divide entre buenos y malos, personas de color y blancos, oprimidos y opresores. Lo más grave es que sus profesores, en lugar de intentar corregir estas actitudes mentales, parecían reforzarlas.
Sopesando estas ideas, Greg Lukianoff quedó para comer con el psicólogo social y experto en comportamientos políticos, el profesor de Yale Jonathan Haidt. De su encuentro salió un artículo, The Coddling of the American Mind (“el consentimiento de la mente americana”) publicado en The Atlantic en 2015. El texto, que ilustraba los brotes fanáticos en las universidades y sus posibles motivos, provocó la magia de la identificación: muchos observadores de dentro y fuera del mundo académico reconocieron estos cambios en la dinámica estudiantil. El entonces presidente Barack Obama vio en estas actitudes una “receta para el dogmatismo” y animó a los estudiantes a escuchar y a no tener miedo de las opiniones discordantes.
Tres años después, en 2018, The Coddling of the American Mind se había transformado en un libro donde Lukianoff y Haidt indagan en las razones que habían expuesto en su artículo. Las variadas y profundas raíces del fanatismo en las universidades más prestigiosas del mundo.
Crianza paranoica
Uno de los mimbres que explican este paisaje es la “crianza paranoica” de los niños. A principios de los años noventa, dos crímenes abominables contra dos menores habían generado un clima de miedo a los pervertidos y al secuestro infantil. Las fotos de los menores desaparecidos empapelaron los cartones de leche y los muros de las ciudades, y la televisión desarrolló todo un género de sucesos y misterios sin resolver. La ola de terror, pese a la bajada general del crimen y las ínfimas posibilidades de secuestro, hizo que los padres fueran estrechando la vigilancia de sus criaturas, hasta no dejarlas solas ni un minuto en todo el día.
La preocupación de los padres se extendió a los colegios y a la ley. Las madres que dejaban a sus niños cinco minutos en el aparcamiento, dentro del coche, para comprar unos auriculares, eran denunciadas, y algunas ciudades de Estados Unidos obligaban a no dejar que los menores de 16 años anduvieran solos por la calle.
El cambio de modelo no ha pasado desapercibido. En España existe el fenómeno de Yo fui a EGB: la nostalgia por ese mundo de bocadillos de chocolate, columpios oxidados y el juego del escondite hasta bien entrada la noche, sin que ningún adulto interrumpiese la lenta iniciación de los niños en las verdades de la madurez: el dolor, las caídas, la competición, las traiciones, las alianzas. En Estados Unidos hay un fenómeno equivalente.
Aquel mundo de los chichones, las peleas a la puerta del colegio y las rodillas llenas de rasguños ha pasado a la historia, y si bien la “crianza paranoica” ha reducido al mínimo todo tipo de percances y accidentes, las investigaciones citadas por Lukianoff y Haidt reflejan consecuencias perniciosas en el medio plazo. La ausencia de libertad y riesgo en nombre de la seguridad debilita a los niños, los hace miedosos y dependientes e incrementa, a la larga, la incidencia de trastornos mentales como la ansiedad y la depresión.
“La carrera por llegar a Yale o a Harvard, o a cualquier otra universidad de nivel igual o inferior, es tan agresiva que empieza en la escuela primaria”
No solo es una cuestión familiar. El sistema educativo norteamericano se ha vuelto mucho más competitivo, en todos los órdenes. La demanda de las grandes universidades ha crecido tanto en los últimos 20 años que estas solo admiten a un puñado selecto de alumnos (7% de los postulados, en el caso de Yale). La carrera por llegar a Yale o a Harvard, o a cualquier otra universidad de nivel igual o inferior, es tan agresiva que empieza en la escuela primaria. Por eso el volumen de deberes y actividades extraescolares ha salido disparado, a costa, una vez más, del tiempo libre para jugar, desarrollar la imaginación y pillarse los dedos en las trampas del entorno.
La presión constante sobre los niños y adolescentes incidiría en su salud mental. Entre 2005 y 2017, la proporción de jóvenes de entre 12 y 17 años que sufrió un “gran episodio depresivo en el último año” subió un 50%, hasta el 13,2% de los encuestados. El efecto ha sido más clamoroso, y trágico, en determinadas regiones, por ejemplo, las que rodean a las grandes corporaciones tecnológicas de California. Un estudio del Centro de Prevención y Control de Enfermedades recoge que, en 2016, el índice de suicidio adolescente en Palo Alto, dentro de Silicon Valley, era cuatro veces mayor a la media nacional.
Las redes sociales
Un tercer mimbre, según Lukianoff y Haidt, es el impacto de las redes sociales. El motivo principal por el que 2013 es el año clave es este: cuando salió el primer iPhone, en 2007, los nacidos en 1995 estaban ya a las puertas de la adolescencia. Facebook, Twitter y sus variantes se incorporaron orgánicamente a su desarrollo juvenil, con todas sus ventajas e inconvenientes: incluidos la adicción y la sobreexposición constante a los juicios y opiniones de los demás. Muchos de los escasos momentos de ocio, en lugar de ser empleados jugando al fútbol o corriendo por un patio, se invertían en el mundo de los likes, los perfiles filtrados y la carrera por aparentar una vida más interesante y exitosa que la de los demás.

Este habría sido el equipaje con el que la Generación Z llegó al campus, en otoño de 2013. ¿Y qué tipo de instituciones los recibieron?
Las universidades americanas tampoco se habían mantenido estáticas, congeladas en el tiempo. Los campus de todo el país, especialmente en las dos costas, habían tenido su propia evolución. Una evolución hacia la izquierda.
Universidades más progresistas
Hasta los años noventa, una buena parte del profesorado americano estaba compuesto por veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Una mayoría de hombres que, al volver de combatir en Europa o el Pacífico, habían aprovechado las becas públicas para estudiar e iniciar una carrera académica. Lukianoff y Haidt estiman, en base a los sondeos de aquellos años, que el ratio ideológico del campus medio era de dos profesores progresistas por cada profesor conservador: dos contra uno. Una media razonable, teniendo en cuenta que el mundo educativo, a diferencia del militar, por ejemplo, suele tender hacia la izquierda (los autores del libro que nos ocupa se reconocen abiertamente progresistas).
En los años noventa, la llamada Gran Generación colgó finalmente las botas, y quienes tomaron el testigo fueron los estudiantes que se habían formado en los años sesenta y setenta: la época de la lucha por los derechos civiles y las protestas contra la Guerra de Vietnam, la época de la experimentación, el feminismo y la revolución de las costumbres sociales. La Generación del Baby Boom creció en este vivero, y escoró los campus hacia posiciones aún más progresistas.
“La proporción de docentes izquierdistas frente a docentes conservadores es de cinco a uno actualmente en las universidades estadounidenses”
La izquierdización universitaria, en las últimas dos décadas, ha terminado arrinconando a las posiciones conservadoras. Los datos de Higher Education Research Institute reflejan que, en 2011, la proporción de docentes izquierdistas frente a docentes conservadores era de cinco a uno. En los campos de humanidades y ciencias sociales la diferencia es mayor, de diez a uno. En 2017, en la disciplina de psicología, había 17 profesores autoconsiderados de izquierdas por cada profesor de derechas.
En otras palabras, muchas universidades, sobre todo en las zonas costeras de Estados Unidos, de mayor tradición progresista, se han convertido prácticamente en monocultivos: lugares donde la dinámica inherente a la investigación y el proceso educativo, la diversidad y armonización de opiniones distintas, se ha visto mermada por la ideología.
Una disciplina que ha imperado en los departamentos de estudios sociales y culturales es la marcusiana, por el filósofo neomarxista alemán Herbert Marcuse, que en los años cincuenta y sesenta dio clase en las universidades de Columbia, Harvard, Brandeis y California. Su teoría del control social, en la que llamaba a los grupos oprimidos a revertir las estructuras de poder e imponerse a las élites, goza de plena salud y se ha ramificado hacia las perspectivas raciales y de género contemporáneas: la visión de la historia como una dialéctica entre grupos opuestos, una guerra contínua por el control de los recursos, con buenos y malos, esclavos y esclavistas, vencedores y vencidos.

Más que su objetivo, que sería terminar con la estigmatización de las minorías sensuales y de la gente de color, larvada en la historia de este país y todavía presente en las discriminaciones económicas y educativas o en el tratamiento por parte de la policía, lo que preocupa a los autores es la manera de conseguirlo: la tribalización en pequeñas identidades emboscadas y la búsqueda no de un terreno común, en la estela de Martin Luther King y su apelación a valores transversales como la solidaridad, la patria o la familia, sino de un enemigo. Un villano a quien culpar de las injusticias históricas y contra el que movilizar una cólera catártica.
“Cada palabra es mirada con lupa, a las opiniones discordantes se las traga la autocensura y todo tiene que ser planchado para quedar perfecto: igualitario, diverso, politicamente correcto, justo”
Lukianoff y Haidt, que hilvanan su tesis cautelosamente, aportando excepciones y cubriendo varios ángulos, por ejemplo la polarización política general o las crecientes provocaciones de la extrema derecha a los universitarios, trazan un cuadro sombrío. Un paisaje tenso e hipersensible, sin baches ni ofensas, sin dobles sentidos, donde cada palabra es mirada con lupa, a las opiniones discordantes se las traga la autocensura y todo tiene que ser planchado para quedar perfecto: igualitario, diverso, politicamente correcto, justo.

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Visilleras

de Complutum
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Un artículo interesante.

La pregunta es ¿Sucede lo mismo en España?

Por el momento no a unos niveles tan claros como en Estados Unidos porque aquí quien más quien menos ha jugado en una calle o en una plaza hasta las tantas de la noche sin estar sobreprotegido, incluso aquellos nacidos en los 90... en ciudades medianas y en pueblos, claro.

Otro cantar es la deriva absurda que se está viendo en segúnque sitios desde 2011 con la mezcla de banderitas, feminismo, progresismo cutre, y actitud de pijos prepotentes, lloricas y cobardes independentistas.
 
Última edición:

kikepm

Será en Octubre
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La sobreprotección de los niños es un mal de nuestro tiempo.

Solo conozco niños sobreprotegidos en mi entorno familiar o de amistades.


Los padres de ahora están tan agilipollados, que pretenden que sus principios educativos hacia sus hijos se impongan a cualquier cosa, sean normas familiares o sociales.

La consecuencia es que los niños de ahora no tienen absolutamente ninguna resistencia al fracaso, TODO LES SUPERA Y LES ANULA. No me imagino a ningún niño que conozco haciendo el trabajo que yo hago, simplemente no tienen la valía, los narices, para ellos todo son problemas irresolubles.

Dos palos con la mano abierta a todos estos padres, es lo que merecen.
 

Marchamaliano

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La sobreprotección de los niños es un mal de nuestro tiempo.

Solo conozco niños sobreprotegidos en mi entorno familiar o de amistades.


Los padres de ahora están tan agilipollados, que pretenden que sus principios educativos hacia sus hijos se impongan a cualquier cosa, sean normas familiares o sociales.

La consecuencia es que los niños de ahora no tienen absolutamente ninguna resistencia al fracaso, TODO LES SUPERA Y LES ANULA. No me imagino a ningún niño que conozco haciendo el trabajo que yo hago, simplemente no tienen la valía, los narices, para ellos todo son problemas irresolubles.

Dos palos con la mano abierta a todos estos padres, es lo que merecen.
Pues mira, creo que de momento no es mi caso como padre. Ya veremos.
 

Skylar

Benedicta tu in mulieribus
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El articulo es una fruta hez globalista y la web un chiringuito de la agenda 2030 que apesta. Ellos mismos lo dicen.

Sobre nosotros - EL ÁGORA DIARIO

Traduzco: os vamos a privatizar hasta el agua porque la generación que viene es aún más iluso que la anterior.