Estoy agotado de "Madrid"

Cirujano de hierro

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Toledo Sur
Me he entretenido contando todas las veces que veía el nombre de la capital en algún sitio y siempre lo hacía al lado de una cerveza.


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Madrid. La Pradera. Madrid. Un clavel en la solapa. Madrid. San Isidro. Madrid. Mi chica con mantón, la vida cañón. Madrid. La verbena. Madrid. Las Vistillas, el templo de Debod, Malasaña. Madrid. Tomarse una cerveza en Madrid. Madrid mola. Madrid. Neochulapismo. Pruebe nuestro vermú madrileño de Madrid. Gildas a tres euros. Madrid. Parpusa. El madrileño. Madrid. Mahouisidro. Madrid. Madrid. El Chotis. Tan de Madrid como Tomavistas. Madrid. Pedazo de la España en que nací. Lo reconozco: estoy oficialmente harto de "Madrid".

No me refiero a Madrid, la ciudad, de la que nunca me canso. Me refiero a esa idea de "Madrid" que ha alcanzado su paroxismo durante este último San Isidro y que todos hemos contribuido a crear. Un "Madrid" que parece una verbena continua en la que lo tradicional (lo neochulapo, como contaban mis compañeros esta semana) se da la mano con el consumo exacerbado. Ahora se repite machaconamente "Madrid mola Madrid mola Madrid mola" cuando lo bonito que tenía Madrid era que nos daba igual Madrid y sus fiestas, e incluso nos parecían un poco horteras.

Estos días me he entretenido en contar todas las veces que veía el nombre de Madrid y, siempre, siempre, lo hacía unido a una marca (generalmente de cerveza). Una semana antes me había llegado una nota de prensa inenarrable que promocionaba una "neotaberna castiza", en "Malasaña", donde se pueden "honrar las raíces madrileñas" con "una buena comida castiza". Si te presentabas el miércoles con "un clavel o una berratina", te regalaban un vermut "como homenaje al patrón de la increíble Madrid". Pero ninguna ciudad increíble necesita que le coloquen tal adjetivo.


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Una cosmogonía de nombres y conceptos que todos utilizamos, como bien señalaba Raquel Peláez: la derecha de Ayuso y Almeida y la izquierda de Más Madrid y Sumar, la asociación de vecinos y las marcas de vermú, tu novia publicista y tu tío el canallita pijo. Pero me gustaba más Madrid cuando no hablábamos de nosotros todo el rato. Como bien dice el editor Manuel Guedán, "reconoces un barrio gentrificado cuando su nombre empieza a aparecer por todo el barrio". Y Madrid no puede dejar de hablar de sí misma.





Porque la etapa final de la gentrificación puede que sea el reemplazo completo de las viejas tiendas de barrio por las cadenas de establecimientos que son exactamente iguales en Berlín, Hong Kong o Los Angeles, pero la intermedia, la que estamos viviendo, es la creación artificial de una identidad reconocible a través de rasgos fácilmente identificables (una ropa: mantón; un lugar: la Pradera; un símbolo: el clavel; una ideología: la cerveza) que permitan convertir la ciudad en un producto de consumo que vender, primero a nosotros, y luego, a los de fuera.

No soy capaz de deshacerme de la agobiante sensación de que ese "Madrid" entrecomillado que estamos inventándonos entre todos y que se está empaquetando para vender al señor visitante es una visión idealizada de la vida (nada ideal) de mi abuelo. La de comprar un pollo en Mingo los domingos y comerlo en la Casa de Campo, ir a las Vistillas en agosto y ponerse parpusa a mediados de mayo, cosas que ni siquiera sé si llegó a hacer o solo imagino que las hizo de igual manera que inventamos las cosas que supuestamente se han hecho siempre en Madrid. Una visión idealizada del casticismo folclórico de la posguerra pero sin las espinas de las penurias económicas y las implicaciones ideológicas del franquismo sociológico. Let’s party like it’s 1949!


"Un buen día te pones un clavel y al siguiente te suben 200 euros el alquiler"


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Muchas personas sienten la defensa de las tradiciones y de la identidad local como una resistencia frente a la oleada turística capitalista. Supongo que puede serlo, pero cada vez más tengo la sensación de que hay una línea directa entre esa reivindicación de las raíces y la gentrificación (vía turistificación) de la ciudad. Un buen día te pones un clavel, al otro te compras una camiseta del Rayo, al siguiente empiezas a hablar sin parar de lo guay que es vivir en Lavapiés y de repente, te han subido 200 euros el alquiler del piso.

Me temo que somos aquellos que no dejamos de hablar del barrio, de la ciudad y de la identidad local, los que estamos haciendo el trabajo sucio y acelerando su conversión en marca. Ya se imaginan el perfil de las personas que hablo. Alguien más o menos progresista, con unos orígenes más o menos de barrio o de ciudad periférica, pero un nivel socioeconómico más o menos acomodado que por los avatares del destino, tiene cierta influencia ideológica a través de libros, conferencias o tribunas como esta.

Personas que tal vez en algún momento vivieron (vivimos) en el centro y han terminado siendo expulsadas por el precio de la vivienda al otro lado del río (Carabanchel, Usera, Vallecas) y que a medida que descubrían esos barrios iban narrando, cantando o ilustrando lo auténticos que eran en comparación con el gentrificado centro, sin darse cuenta de que haciéndolo tal vez estén contribuyendo a que ocurra lo mismo, como hablaba hace poco con el letrista de uno de esos grupos que cantan sobre los barrios. En definitiva, lo que alguna vez fue la burbuja de Arganzuela son los modernos que nunca habían pisado un barrio y ahora son más de barrio que tú.

La avanzadilla que, con buena intención, ha convertido los antes despreciados barrios en lugares culturalmente deseables, abriendo la puerta de entrada a gente que antes nunca se habría planteado venir. Miro en el callejero los restaurantes que más me gustan de Carabanchel Bajo, es decir, al lado de mi casa (esos bares de viejos para gente que nunca iría a bares de viejos) y me fijo en que todos los han abierto actores emigrados de otras esquinas de la ciudad. Las canciones de los grupos pop madrileños están plagados de referencias a las calles, bares y barrios de Madrid, las mismas calles, bares y barrios que aparecen en la guía Lonely Planet de los turistas. ¿Somos el veneno?

Veo también un nuevo coliving cerca de la Avenida de la Peseta, en uno de los antiguos barrios más peligrosos de la capital y admiro la forma en que se promociona: "Find a local cerveceria for refreshing beers with friends, sip wine in a cosy bodega or share tapas in Carabanchel"; "Snack on montaditos, sample grilled meats or dine in restaurants serving upscale Spanish dishes"; o la definitiva, una reivindicación del centro comercial Islazul que hay que vivirlo para saber lo que es: "In Carabanchel, discover high street fashions, gaming stores and cafés at Islazul shopping center".

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Porque el turismo no vende ni lugares, ni productos, ni ya ni siquiera experiencias, sino identidades. El turismo de las ciudades lo que nos vende, exactamente, es a nosotros y nuestro estilo de vida. Esa existencia de terraceo, cañitas y fiestas nocturnas a la que aspira el nómada digital emigrado del norte de Europa con un sueldo tres veces superior al nuestro. Pensamos que poniéndonos el clavel en la solapa somos los protagonistas de la experiencia madrileña, pero tal vez en realidad nos estamos convirtiendo en los figurantes de una Madrid experience con la que otros se llenan los bolsillos. Cuanto más hablas de tu barrio, más cerca estás de perderlo.


"La gentrificación está asfaltada de orgullo de barrio y buenas intenciones"


La posición tercera: ni me va ni me viene

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La buena intención de todos los que presumimos de casticismo, de raíces, de vida de barrio, de autenticidad, que publicamos libros y artículos o preparamos paseos por nuestros lugares de origen parece fuera de toda duda. De lo que más pecamos quizá sea de inocencia al no ser conscientes de las externalidades que ello supone a la hora de idealizar una vida que, hasta hace no tanto, era simplemente una vida para vivirla y no para hacer alarde de ella.

El ejemplo más claro es Vallecas: ¿cuánta gente que va hoy de vallecana de toda la vida se ha acercado al barrio por el magnetismo de autenticidad obrera que desprende? O Malasaña, que necesitó convertirse en el barrio de la noche canalla por antonomasia para que décadas después se reencarnase como el rincón cool de la ciudad, convirtiéndose en una fotocopia para modernos de lo que un día fue, extirpada su personalidad real y sustituida por ese simulacro de identidad que define a los barrios céntricos de las capitales europeas. Primero, la autenticidad; luego, la desaparición.

La gentrificación está asfaltada de orgullo de barrio, de camisetas de "El Barrio or die", de buenas intenciones y de repetir sin parar lo guay que es todo: no podemos evitar habernos criado en la era de la hipervisibilidad, el marketing y la hipertrofia de identidades. Por eso tal vez lo más saludable sea esa indiferencia con unas gotitas de cariño con la que la gente de generaciones anteriores solía relacionarse con sus barrios. Madrid molaba más cuando no molaba. Una actitud tercera, como la de aquella gente que no habla de sus pueblos para que no se les llenen de gente. Que le vamos a romper el nombre a Madrid de tanto usarlo.


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