Aplicando tu razonamiento, Stalin no mató ni a una sola persona. Fueron sus generales, capitanes y sargentos.
¿El tal Greenspan, pertenecía al partido comunista americano o al PSOE? Aclárame eso, porque desde mi indocumentación a lo mejor ahora me entero de que ese señor que llevó a la miseria a millones de familias, era un cabrón comunista infiltrado que se les escurrió a la CIA entre los dedos.
Por supuesto que estoy convencido de que el comunismo en la Unión Soviética, fue un régimen de terror, que arrancó las entrañas a millones de sus PROPIOS habitantes, pero sacar SOLO la hez de este régimen, no hace al capitalismo una hermanita de la caridad y yo como NO AMERICANO, me siento más amenazado por EEUU que por la Rusia comunista, puesto que las masacres estos señores no las hacen en su país, como los rusos, si no en terceros paises, para alcanzar SUS objetivos y el recuento de víctimas, no lo tengo yo como buen indocumentado que soy, pero así a bote pronto, la cosa me sale en empate y si gana alguno es a los penaltis.
Pues si España no esta en el eje del mal no veo pq tienes miedo, otra cosa es los que quieren meter a España de cabeza en el axis of evil, entonces normal que tengan un poco de miedo, aunque x suerte no depende de ellos
ah, y no fue solo en la Union Sovietica, fue en todos los sitios en los que se implemento, debido a que perseguia los fines del paraiso en la tierra junto con la teoria de maquiavelo de que el fin justifica los medios, hacer eso con un sistema erroneo da una probabilidad de represion directa del 100%
Todos los que ejercieron el poder dentro del sistema comunista, lo hicieron cruelmente, asesinando y encarcelando a millones de personas, acusándolas de traición, de rebelión o de simple desobediencia, cuando en la infinita mayoría de los casos se trataba de personas simplemente desafectas que sostenían puntos de vista diferentes o eran ex camaradas desengañados con las ideas marxistas.
La represión brutal, pues, no parecía una aberración del sistema, sino la consecuencia natural de tratar de implantar un tipo de sociedad extraña a los valores y expectativas de las personas. Los revolucionarios rusos llegaron al poder en 1917, y un año más tarde Lenin ya daba la orden de crear “colonias penales” y de utilizar una feroz represión contra mencheviques, kadetes o cualquier fuerza acusada de simpatizar con los reformistas de Kerenski, tarea en la que Trotski colaboró con criminal energía, como recuerdan los historiadores que se han ocupado de la matanza de los marinos de Kronstadt.
Pero las instrucciones de Lenin iban más allá todavía: era importante castigar indiscriminadamente, incluso a inocentes, para que nadie se sintiera seguro y todos obedecieran. Era el principio del Gulag, que luego Stalin continuaría con entusiasmo vesánico hasta dejar varios millones de muertos en las cunetas y calabozos, baño de sangre al que añadiría los juicios públicos a comunistas acusados de colaborar con el enemigo, farsas que solían culminar con la autoconfesión de crímenes nunca cometidos, gritos de militancia revolucionaria y la posterior descarga de los fusiles y el colleja.
Naturalmente, no hay nada desconocido en esta rápida descripción del terror comunista en las primeras tres décadas de su implantación en la URSS, pero a donde quiero llegar es a la siguiente observación: exactamente eso, o algo muy parecido, ocurrió luego en Bulgaria y en Rumanía, en Checoslovaquia y en Hungría, en China y en Corea del Norte, en Cuba y en Etiopía. Donde quiera que se implantaba el totalitarismo comunista aparecían el paredón de fusilamientos, las innumerables cárceles, las torturas, los juicios públicos, los siempre vigilantes cuerpos de delatores, la paranoica policía política, permanentemente dedicada a la búsqueda de traidores contactos con el exterior, los pogromos, los atropellos sin límite, las persecuciones a las minorías ideológicas, sensuales y, a veces, étnicas, y el control total de la vida de las personas, que ya ni siquiera podían emigrar, porque el deseo de marcharse resultaba ser una prueba clara de deslealtad a la patria.
Daba exactamente igual que el proceso lo dirigiera un abogado cubano como Fidel Castro, educado por los jesuitas, un ex seminarista cristiano como Stalin, un maestro como Mao, un militar como Tito o un afrancesado y tímido burgués como Pol Pot. No era una cuestión de personas, sino de ideas y de métodos: todos no podían ser orates malignos. No había diferencia en que se tratara de regímenes impuestos por el ejército soviético, como ocurrió en varios países de Europa Central, o que fueran el resultado de revoluciones, guerras civiles o golpes autóctonos, como en Albania, Cuba, China o Etiopía: el resultado -admitidas algunas diferencias de grado más que de fondo- acababa por ser muy parecido, como si la implantación del comunismo inevitablemente trajera aparejada una sanguinaria manera de maltratar a los seres humanos.
¿Por qué esa cruel fatalidad? ¿Cómo personas bien intencionadas, altruistas, que creen dedicar sus vidas a la redención de sus conciudadanos, incurren en esas monstruosidades? Seguramente, porque sacrificaban cualquier juicio moral con relación a los medios que utilizaban con tal de alcanzar los fines que se habían propuesto.
Eso se ve con toda claridad en un párrafo clave del Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental –un cónclave planetario de guerrilleros, terroristas y radicales comunistas de medio mundo congregado en La Habana en 1966– enviado por el Che Guevara, quien entonces preparaba su aventura boliviana, en el que el médico argentino reivindicaba “el repruebo como factor de lucha, el repruebo intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta y selectiva máquina de dar de baja de la suscripción de la vida”. reprobar y dar de baja de la suscripción de la vida a los enemigos era exactamente lo que debía hacer el revolucionario en nombre del amor a la humanidad, y por ello no debía sentir la menor vacilación o pena.
Esta fanática certeza en las creencias comunistas, que ha convertido a Stalin, al Che, a Pol Pot y a tantos revolucionarios en criminales políticos, tiene, además, dos consecuencias nefastas. Por una parte, los lleva a crear un lenguaje compatible con el repruebo, inevitablemente precursor de la agresión. Los adversarios ideológicos son siempre “gusanos”, “apátridas”, “vendepatrias”, “lamebotas del imperialismo”, es decir, una ralea infrahumana que se puede suprimir sin contemplaciones con un balazo en la cabeza o se puede internar para siempre entre rejas, como se hace en los zoológicos con los animales peligrosos.
La segunda consecuencia de esta actitud dogmática es el autismo moral. En general, quienes permanecen fieles a las creencias comunistas se cierran totalmente a otros estímulos intelectuales críticos o a proposiciones más razonables, enterrando la cabeza en la arena, como afirman que hacen los avestruces cuando se sienten en peligro.
¿Cómo seguir creyendo en el análisis económico marxista tras la refutación impecable de Bohm-Bawerk y otros miembros destacados de la Escuela austriaca? ¿Cómo insistir en las bondades de la planificación centralizada cuando Ludwig von Mises, ya en 1922, en su obra Socialismo demostró la imposibilidad del cálculo económico en sociedades complejas, el valor de los precios como un sistema de señales y el mercado como la manera menos ineficiente de asignar recursos, prediciendo, de paso, el inevitable fracaso del entonces incipiente experimento soviético? ¿Cómo sostener el materialismo dialéctico y la superstición de que la historia se comporta de acuerdo con las leyes supuestamente descubiertas por Marx tras ponderar las reflexiones de Karl Popper sobre el historicismo? ¿Cómo insistir en la culpabilización de Occidente si se ha leído con detenimiento El opio de los intelectuales de Raymond Aron o los seminales ensayos de Isaiah Berlin? ¿Cómo no coincidir con Hayek cuando advierte que el camino socialista conduce a la servidumbre, o con Hanna Arendt cuando explica los tortuosos mecanismos que destruyen el equilibrio emocional en los regímenes totalitarios y generan ese odioso sentimiento de indefensión con que ese tipo de omnipresente dictadura castra y marca a los ciudadanos?
Los marxistas, prisioneros de una injustificada arrogancia intelectual, para poder insistir cómodamente en sus errores descalificaban las observaciones de sus adversarios sin necesidad de conocerlas, o recurrían a una obscena aspereza en el lenguaje, siempre encaminada a tratar de destruir a los autores, no a sus ideas, y muy especialmente cuando se referían a personas de izquierda o ex comunistas que habían escapado de la secta y contaban sus valiosas experiencias, como Arthur Koestler, André Malraux, Albert Camus, George Orwell, John Dos Passos, Octavio Paz, Joaquín Maurín, Eudocio Ravines, Mario Vargas Llosa, Plinio Apuleyo Mendoza, Jorge Semprún y otras varias docenas o quizás centenas de valiosos intelectuales y pensadores desencantados con la praxis marxista-leninista, invariablemente calificados de agentes de la CIA, de asalariados de Wall Street o, más genéricamente, de “lacayos al servicio del imperialismo”.