Esta maldita, maldita época

Mateo77

Laico católico
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Esta época se comienza a configurar con la caída de Constantinopla, el Renacimiento y el descubrimiento de América, luego se afianza en el tiempo de la Ilustración, asalta el poder con las revoluciones y toma el control con la caída de los imperios terrestres en la primera guerra mundial y los insulares en la segunda. Es una época de antropocentrismo, que ha traído un indudable progreso en la calidad de vida material y grandes avances en el ámbito de lo intelectual.

En lo material las clases medias y bajas occidentales tienen estándares de vida en muchos aspectos iguales o superiores a los de la clase más alta de unas generaciones atrás. Desde varios platos de comida asegurados cada día hasta acceso a servicios sanitarios, pasando por comodidades como ropa adecuada a cada temporada, calefacción, educación, cultura y entretenimiento variado, turismo y un entorno de relativa paz. Se puede argumentar que el número de excluidos aun es grande, pero esto es una constante del “espíritu de la época”: parte de la estrategia para desterrar el sufrimiento humano es el ocultar a los más desgraciados. El sufrimiento es invisibilizado, desde un anciano desterrado en una residencia e impulsado hacia la eutanasia hasta el aborto de un hijo no es deseado, pasando por los más desfavorecidos tanto en nuestras sociedades como en países menos desarrollados. A modo de sucedáneo se consumen contenidos que muestran una vida imposiblemente feliz, y con el ascenso de las redes sociales, hasta las propias miserias se ocultan voluntariamente tras un selfie con un encuadre bien calculado para mostrar el mejor aspecto posible. La época de la abundancia lo es en gran medida por todo el esfuerzo dedicado a ocultar el sufrimiento.

Por supuesto, como todo fruto de esta época, es un bienestar con fecha de caducidad. Esta época está marcada por lo efímero, gobiernos elegidos para durar unos años, matrimonios donde el “hasta que la muerte os separe” tiene un asterisco que apunta a la letra pequeña que lo redefine, bienes de consumo con obsolescencia programada, verdades siempre cambiantes, amistades virtuales, identidades fluídas.

Lo efímero es señal de lo irreal que es el bienestar material que esta época promete. Y sin embargo, el aspecto material no es la gran maldición de la época.

En lo intelectual también se han logrado grandes avances. La educación básica ha llegado a prácticamente todo ser humano, y el acceso a estudios más avanzados está crecientemente al alcance de todo aquel que verdaderamente los busque. Se han despejado grandes regiones de oscuridad que mantenían sometido al ser humano con cadenas sutiles. La luz de la razón ciertamente ha brillado con abundancia sobre este mundo. La ciencia ha profundizado en el conocimiento del planeta y del espacio exterior, la tecnología ha facilitado la vida de miles de millones de seres humanos, la cultura ha dedicado grandes esfuerzos a explorar las posibilidades creativas de la humanidad. Por supuesto, esta democratización de la creatividad y la comunicación ha generado un inmenso ruido, alarga las vigilias y acorta los descansos, mantiene el cerebro en un continuo estado de sobreestimulación que acaba por aislarnos de la realidad, perdidos en un mundo propio construido mediante la meticulosa selección (o sutil imposición) de contenidos escogidos para poblar nuestras mentes y configurar nuestra individualidad.

Todo esto desemboca en un inmenso ejercicio de antiestéticaldad narcisista, custodiado por la máxima de la tolerancia. Y sin embargo, las conquistas intelectuales no son la gran maldición de esta época.

Nos queda un ambito olvidado, calificado de irreal, mítico, solo apto para ser explorado en historias de ficción. Un ámbito que incluso la propia Iglesia crecientemente desconoce. Hablo de las regiones de lo espiritual. El ser humano, vuelto hacia la extensión exterior de lo material y hacia la intimidad interior de su individualidad, se ha olvidado de elevar su mirada a los Cielos y sobre ellos, a Dios. Las interacciones con lo espiritual se suelen restringir a las aguas inferiores, con sus espíritus caídos y sus afanes pragmáticos de lograr ganancias materiales o intelectuales. En esta época de deslumbrantes luceros de la razón, el consumo de productos basura espirituales como el tarot o los horóscopos está a la orden del día. Cualquier exorcista podrá atestiguar el alarmante aumento de casos de su competencia, pero nuevamente, esta desagradable manifestación del sufrimiento humano es ocultado para que la fiesta se alargue un poco más.

El ser humano, en su confort material y su ensimismamiento narcisista se ha alejado de Dios. Olvida que el sufrimiento solo es postergado, y mientras puede, disfruta del momento sin preocuparse de nada más. Corrompe la naturaleza de todas las criaturas a su alcance, criaturas que tan sabiamente han sido constituidas por Dios para lograr una armonía universal. El sueño de restauración del Paraíso perdido, el Reino de los Cielos, es sustituido por un Estado de desorden profundo, que apenas es mantenido bajo control mediante giros de timón cada vez más fuertes hasta la colisión final. Se dilapida la herencia recibida y se compromete el futuro, y mientras todo naufraga la proverbial música de la orquesta del Titanic continúa amenizando la fiesta del presente.

El desorden es espantoso. Quien agudice sus sentidos espirituales, quien siga el camino de la fe y se esfuerce en contemplar la Creación con los ojos de Dios, no podrá menos que sentir claramente el profundo y extendido desasosiego espiritual. El dolor y la ira del Padre, el sufrimiento de Cristo entre los olivos, el clamor de los mártires, la intercesión desesperada de la Santísima Virgen y los santos. Toda la humanidad lo experimenta de una manera u otra, el desorden en la Creación acaba afectando a toda criatura de una forma u otra. Ante esto, la humanidad simplemente trata de adormecerse con cualquier entretenimiento, estupefaciente o vano proyecto que le permita evadirse de lo más profundo de sí misma y del desasosiego que ahí encuentra. El ensimismamiento no es contemplación interior sino vacía mirada que observa la decoración del refugio construido en torno, la colección de tesoros materiales e intelectuales que con tanto esfuerzo se ha conseguido reunir. De aquí la reacción histérica cuando esto se ve amenazado, ya sea por las inevitables crísis sistémicas (el sufrimiento postergado que acaba encontrando la puerta, a nivel individual o social) o como reacción para desoir a quien señala el lamentable estado de las cosas. El obstáculo contra la sanación es el valle tenebroso que hay que atravesar una vez se derriba el refugio propio y se pretende alcanzar el Reino. Sin fe en la Providencia las fuerzas no alcanzan para iniciar este trayecto, y sin la asistencia del Espíritu Santo no alcanzan para recorrerlo. ¿Quién tiene fe, quién está dispuesto a pedirle su asistencia?

Esta época es maldita principalmente por el hedor del desorden espiritual que se alza hasta Dios. La criatura que ha abandonado sus límites, y arde hasta su destrucción y hasta la destrucción de lo que tiene a su alrededor. El mundo espiritualmente incendiado, el mundo sin paz sino con espada. Este es el gran mal de nuestro tiempo, que afecta a todos y que la mayoría escoge ignorar: el gran desorden espiritual. Por mucho que gocemos de los más exquisitos placeres materiales y por mucho que nos atraigan las golosinas envenenadas de los avances científicos y culturales de la época, está presente la realidad del inmenso desorden espiritual. El hombre está llamado a trabajar el mundo en armonía para extender el Paraíso a todos los rincones, construir el Reino de Dios sobre la tierra y alcanzar la eternidad, en una armonía incesante con infinitos matices que excluyen todo aburrimiento, todo sufrimiento, todo malestar. La gloria del hombre es ser hijo de Dios en Cristo, desarrollando los dones recibidos dentro de los límites asignados, para mayor gloria de Dios, para bien propio y del prójimo. Y sin embargo, el hombre moderno cae de nuevo en el mal del primero de su especie, pretende ser su propio dios, y lo consigue, dios de un mundo sumido en caos y sufrimiento.

Esta época es maldita por el clamor de las almas encadenadas al pecado, es maldita por la queja de los animales extinguidos, los vergeles convertidos en eriales, los enormes basureros donde se confunden todo tipo de materiales. Cada feto abortado clama contra sus asesinos, cada matrimonio roto, cada suicida que derrama su sangre, cada alma humana forzada a una existencia cuasi-animal. Un clamor ensordecedor. Cada polución espiritual fruto de un acto sensual desordenado, cada gobernante corrupto, cada sacerdote que extravía su grey. El hombre que es despojado de los bienes que Dios le ha concedido, el niño que es abusado por quienes le habrían de proteger, el poderoso que introduce opresión injusta o esquiva la tarea de restaurar la justicia. Es inumerable la lista de males que maldicen esta época, y el resultado es opresivo para cualquiera con un mínimo sentido de lo espiritual. La existencia de la criatura deformada, fuera de sus límites, clama espiritualmente al Cielo como Adán, como la sangre de Abel, acusándo a Dios y acusando al resto de criaturas. “Padre, ¿por qué me has hecho asi y por qué me has puesto aquí?” Y de este modo se acusa también a sí misma.

Maldita, maldita es esta época en que la criatura humana ha salido de sus límites y se maldice a sí misma. ¡Regresad a vuestros límites, poned en orden vuestras vidas, regresad a la presencia de Dios!
Que Dios se apiade de todos nosotros y nos libre de las consecuencias de nuestros actos y de los actos del prójimo. Que Dios nos traspase con su amor, que el Espíritu Santo nos bendiga con su sabiduría, que la sangre derramada de Cristo nos alcance la redención y podamos así recuperar la cordura y la libertad, regresar a nuestros límites y ser admitidos en la presencia de Dios.

Sin esto, un descenso continuo hasta que llegue la conclusión de los tiempos y quede entonces confinado el desorden junto con todos sus acólitos irredentos en el lago de fuego, el abismo primigenio de oscuridad eterna.

Piedras que gritan - Esta maldita, maldita época
 
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