Españolas en las Indias (Cuadernos Hispanoamericanos)

EL CURIOSO IMPERTINENTE

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La revista mensual 'Cuadernos Hispanoamericanos' publicó hace un año unas artículos monográficos como aproximación a las primeras mujeres de Castilla y los restantes reinos españoles que hicieron la carrera de Indias, al margen de las concesiones al feminista radicalsmo imperante son muy interesantes de leer.


http://www.aecid.es/Centro-Documentacion/Documentos/documentos adjuntos/CHA_JULIO-AGOSTO 2015.pdf

MUJERES HISPANO-LUSAS
en la expansión ultramarina de los ss. XV y XVI

Juan Francisco Maura

Perdoneme los soldados portugueses esta memoria de su
frialdad, q’ se puede llamar dichosa, por aver sido motivo
de q’ saliesse aqui a la luz del mundo una heroina Portuguessa.
–Mascarenhas. Historia de la ciudad de Ceuta
I
Un pueblo que por razones religiosas, políticas o culturales ignora,
discrimina, humilla y maltrata física e intelectualmente a madres,
hijas y hermanas, no es un pueblo ni civilizado ni valiente.
Las mujeres representan la mitad de la población de este planeta
y todavía en pleno siglo XXI no han recibido el respeto y reconocimiento
que merecen. Dicha declaración de principios no obedece
a ninguna orientación de género, sino simple y llanamente a
una pura razón de justicia. Por esa razón necesitamos enmendar
las negligencias, amnesias o falta de interés del pasado y sacar a
la luz aquellos hechos llevados a cabo por mujeres; en este caso,
mujeres hispano-lusas, las primeras en tener una dimensión global
en la historia universal. No hubo océano ni continente donde
no pusiesen sus pies, y en parte gracias a ellas hoy el legado lingüístico
y cultural de la península Ibérica es compartido por más
personas que el de ninguna otra región occidental.
Aunque gracias a la fortaleza, determinación y entrega de
estas mujeres, y a la sensibilidad de algunos historiadores, tenemos
información sobre ellas, no siempre fue el caso. Sin contar
con las que existieron en la península Ibérica antes de la llegada
de los fiel a la religión del amores, encontraremos que durante la Córdoba califal
aparece un número considerable de mujeres sobresalientes:
literatas, músicas, maestras, doctoras, teólogas y científicas. Entre
ellas encontramos a Çobh (Aurora), la mujer del califa Alhaquén
II, probablemente el monarca más culto de su tiempo, además de
Mozna y Lobna, secretarias de Abderramán III y Alhaquén II,
respectivamente. Se cuenta que Aixa no tuvo rival entre los españoles
de su tiempo en cuanto a su conocimiento sobre ciencia,
literatura, poesía y elegancia de estilo, tal como atestiguan los numerosos
códices compuestos por su puño y letra (Simonet 15).
Algo parecido ocurre con Wallada, la hija del califa Mohamed III
que, al igual que Meriem en Sevilla, sobresalió por su estilo poé-
tico y sus dotes pedagógicas en humanidades y literatura. Con
respecto a Granada, escribe el arabista Simonet:
«Sólo en el reino arábigo de los Nazaritas resplandeció una
brillante pléyada de maestras, literatas y escritoras ilustres, como
Meriem bent Ibrahim, Mosada, Leila, Mohcha, Hamda, Rihana,
la Vellisiya (la de Vélez), y aquellas tres insignes poetisas, Nazhun,
Zat’nab y Hafza, bastarán para ennoblecer á Granada en lo tocante
al ingenio y á la sabiduría» (16).
Lo mismo ocurrirá con mujeres involucradas en la construcción
y financiación de obras para su gente (Conde 193). De la misma
manera, aparecerán personajes femeninos relevantes en la Espa-
ña cristiana medieval, como Leonor López de Córdoba, presunta
autora de Memorias, primera biografía escrita en castellano, doña
Urraca, Teresa de Cartagena u otras muchas que dejaron dentro y
fuera de cortes y conventos su impronta a lo largo de ese periodo
que se ha venido en llamar «Reconquista», que duraría casi ocho
siglos. Sea como fuere, las huellas y el legado de estos personajes
no pueden ni deben caer en el olvido en los anales de la historia2
.
En el presente trabajo incluiré una selección de mujeres fundamentales
en la expansión ibérica ultramarina de los siglos XV y
XVI, resaltando el importante –indispensable, diría yo– papel jugado
por mujeres portuguesas y españolas en el llamado pre-descubrimiento
y primeros años de la conquista y colonización ultramarina.
Ya desde los primeros años de la presencia española
en las Américas observamos cómo las mujeres están presentes
en todos los documentos de compraventa, préstamos, herencias,
deudas y bienes de todo tipo.
Pese a lo realizado hasta la fecha, todavía está por escribir una
épica formal sobre las gestas de estas mujeres, que no forman parte
del discurso crítico del descubrimiento y conquista de las tierras
ultramarinas por razones de sesso, poder y falta de información. Así
pues, el objetivo de este trabajo será el de presentar, en síntesis,

una dimensión poco conocida de la epopeya femenina, con algunos
ejemplos notables de los lances de las mujeres que participaron
en la conquista y defensa de la ciudad norteafricana de Ceuta
por parte de los portugueses, así como de la conquista de América
por la española. Para ello, se analizarán textualmente algunos documentos
desde la perspectiva en que fueron narrados y este examen
primario ofrecerá una serie de registros en el discurso escrito de la
épica novomundista, dada la psicología interpretativa del narrador
al presentar los sucesos protagonizados por mujeres. En la siguiente
cita refleja cómo lucharon las mujeres portuguesas a principios
del siglo XV en la famosa «reconquista». Se trata, en este caso, de
la conquista «ultramarina» de Ceuta, primera ciudad de una larga
lista de conquistas portuguesas. Destaca, sin embargo, cómo el historiador
se referirá a ellas como el «sesso frágil»:
«Ya a este tiempo aviam llegado Portugueses de socorro a
aquella parte, q’ incorporados embistieron tan reciamente con los
jovenlandeses, q’ les hizieron dexar lo q’ havian ganado, siendo siempre el
q’ iva delante Gonçalo Vello, q’ mato al ultimo jovenlandés q’ se quedo sobre
la muralla, y fue herido en esta ocasion. Perdieron en ella otros
muchos las vidas, assi en la pelea como despeñados, i ahogados; i
en todas partes recibieron considerable daño, viendo lo poco q’ havian
obrado las fustas, se recogieron a sus cuarteles, no quedando
otro cuidado al Conde, q’ prevenir aquella noche de nuevos socorros
de gente, i bastimentos los puestos de mayor peligro. A las mugeres
se les debe gran parte del successo, por q’ sirvieron de manera, q’
no fue necesario q’ soldado alguno se apartasse de las murallas, i
no solo ayudaron por este camino, mãs muchas mudando de traje,
i bien armadas, obraron mas de lo q’ se podia esperar de su sesso
frágil» (Mascarenhas 130).
El mismo Mascarenhas, resaltando el valor de estas mujeres lusas
y dejando atrás el término «sesso frágil», ensalzará sin titubeos el
valor de estas mujeres portuguesas por encima del de los hombres
en su lucha contra castellanos y jovenlandeses. Llegará al extremo
de regalarnos el nombre propio de una de estas heroínas:
«Començose la ciudad a batir de tierra por los jovenlandeses, i de mar
por los castellanos, a la parte q’ llaman de Almina. Diorenle fortissimos
combates. La artilleria con q’ se hallava Mendes, eran unes
[sic] pocos e pequeños cañones de hierro, como en tiempos en q’ se
usavan poco estos mortales instrumentos. Tampoco tenia artillero
alguno, ni aun hombre q’ osasse poner fuego aquellas inuteles [sic]
bombardas. Andava Doña Isabel de Galvan, muger de Rui Mendes

de Vasconcelos, con sus criadas, i con otras mugeres, i hijas de Capitanes,
i soldados, sirviendo calderas de aceite hirviendo, piedras,
i otras cosas necesarias a la defensa. Y passando por el muro, vio
aun soldado con una cuerda encendida, sin atreverse a dar fuego
a una bombarda arrebatole interpidamente [sic] la cuerda de las
manos, i incendiendo un cañon de aquellos, subito mato dos hombres,
q’ fueron solos los q’ [en] esta ocasion murieron con nuestra
artilleria. Perdoneme los soldados portugueses esta memoria de su
frialdad, q’ se puede llamar dichosa, por aver sido motivo de q’ saliesse
aqui a la luz del mundo una heroina Portuguessa, mostrosse
q’ tambien sabia quemar polvora, como pastillas en un estrado, si
bien ninguna fueron tan olorosas como esta polvora a lo menos
en el tiempo de la fama» (Mascarenhas 249-250).
Las españolas que participaron en la conquista de México en
1519-21, un siglo después, no fueron a la zaga de sus vecinas portuguesas3
. Una de las constantes en la exploración, conquista y
colonización hispano-lusa de todo el mundo fue la participación
tanto de mujeres como de hombres, de todos los niveles sociales
y raciales. En el siguiente episodio de la conquista de México,
narrado por Francisco Cervantes de Salazar, se nos cuenta cómo
una mujer, en uno de los enfrentamientos ocurridos por la toma
de Tenochtitlán, increpa espada en mano a los españoles animándoles
a que hagan frente a los soldados mexicas que ya les estaban
poniendo en retirada. El nombre de esta mujer «de noble linaje»,
como dice el documento, es el de Beatriz Bermúdez de Velasco.
Estando los mexicanos rodeados por el lago y por la tierra
de los españoles, no les quedaba otra salida –si se descartaba la
rendición– que lanzarse a la desesperada en contra de sus enemigos.
Esto hicieron, y con tanto valor y fortuna que, matando e
hiriendo a cuantos podían, consiguieron «afrentosamente volver
las espaldas» a tres capitanías de españoles y de indios aliados,
haciendo que se dirigieran en retirada hacia su real. Fue aquí
cuando Beatriz Bermúdez, viendo el «lamentable» panorama que
se ofrecía ante sus ojos, intervino de esta suerte:
«Saliendo a ellos en medio de la calzada con una rodela de
indios e una espada española e con una celada en la cabeza, armado
el cuerpo con un escaupil, les dixo: ¡Vergüenza, vergüenza,
españoles, empacho, empacho! ¿Qué es esto que vengáis huyendo
de una gente tan vil, a quien tantas veces habéis vencido? Volved a
ayudar a socorrer a vuestros compañeros que quedan peleando, haciendo
lo que deben; y si no, por Dios os prometo de no dexar pasar

a hombre de vosotros que no le mate; que los que de tan ruin gente
vienen huyendo merecen que mueran a manos de una flaca mujer
como yo» (211; lib. 5, cap. 169).
Las españolas, solteras, casadas, doncellas, mulatas, humildes o
de «noble linaje» salieron a pelear dentro y fuera de sus campamentos
contra los mexicas, luchando cuerpo a cuerpo, a caballo o
a pie, como los mejores. Igualmente lo hicieron criadas y señoras
portuguesas, al lado de sus maridos fuera de las murallas, capturando
jovenlandeses a caballo con lanzas escudos y bombardas como en
1418 en la conquista y defensa de Ceuta o, posteriormente, en
otras partes de África, América y Asia (Mascarenhas 130).
II
Y dicen algunos, que la nobleza es una alabanza que proviene
de los merecimientos y antigüedad de los padres; yo digo que la ajena
luz nunca te hará claro si la propia no tienes. Y por tanto no te
estimes en la claridad de tu padre, que tan magnífico fué, sino en
la tuya. Y así se gana la honra, que es el mayor bien del hombre.
–La Celestina, Acto II, 334
.
Beatriz de Portugal, al igual que su sobrina Isabel la Católica,
fue fundamental en la historia de los descubrimientos y, según
algunos, predescubrimientos portugueses. Se casó con un hijo
adoptivo de Enrique el Navegante, fue suegra de Juan II de Portugal
–primer monarca visitado por Colón a la vuelta de su primer
viaje– y progenitora del rey Manuel I. Le fue otorgada por el Papa la
gobernación de la Orden de Cristo y tuvo una influencia enorme
en todos los aconteceres marítimos de su época. Entre otras cosas,
la infanta Beatriz dio en donación la capitanía de Angra –la
isla Tercera, en las Azores– a João Vaz Côrte-Real que, según un
autor contemporáneo –Gaspar Frutuoso–, descubrió América en
1474. Algunos conjeturan que mandó naves en dirección a Occidente
y que éstas descubrieron las Antillas y Terranova antes que
Cristóbal Colón:
«Dizem alguns que Jácome de Bruges, primeiro capitão da
ilha Terceira de Jesus Cristo, era framengo e que veio povoar a
ilha, da parte da Praia, por mandado do infante Dom Anrique,
e, estando-a povoando, veio ter ali João Vaz Corte-Real, que dizem
alguns que era francês, outros que era genoês de nação, e vinha do
descobrimento da Terra Nova do Bacalhau, e o Jácome de Bruges o
recolheu e lhe disse que lhe largaria ametade da ilha, a qual acei-

tou, e despois Jácome de Bruges se foi pera sua terra e desapareceu,
de maneira que não tornou mais, e a infanta Dona Breatis, por
vaga, deu a ilha ao dito João Vaz Corte-Real e a Álvaro Martins
Homem, da casa da mesma infanta, e foi a ilha partida antre eles»
(Frutuoso, Libro 6, cap. 9, 36).
A pesar de todo, y como ha sido siempre habitual en la historia
de la expansión portuguesa, el secretismo y la escasa información
de la que disponemos hace de esta enigmática figura femenina
un personaje fascinante. Estas afirmaciones, por el momento, no
pasan de ser conjeturas. De cualquier manera, ya son varios los
trabajos, incluso libros, dedicados a su persona5
.
No es necesario mencionar a la monarca española Isabel I
de Castilla en cuanto al enorme apoyo que otorgó al proyecto de
Cristóbal Colón. Gracias, entre otros factores, al interés de estas
dos grandes mujeres, España, junto con Portugal, pasaron a ser
las primeras naciones en tener una dimensión universal. No obstante,
no solo hubo aciertos; también se cometieron injusticias
como mencionaba al principio del presente trabajo. Uno de ellos
fue el ocurrido hace más de 500 años con unas dos mil «meninas
y meninos castellanos» que terminaron sus días a miles de
kilómetros de su tierra natal y que, por razones religiosas, fueron
apartados de sus padres y diezmados por cobras y cocodrilos.
Este caso, merecedor de la mayor atención, está relacionado con
la expulsión de los judíos de España y ocurrió en el mismo año
en que el almirante genovés partía hacia América en su segundo
viaje de 1493. La expulsión en los siglos XV y XVI de aquellos
españoles que no compartían la religión cristiana no solo fue una
enorme injusticia, ya que llevaban más de mil quinientos años
en la península, sino además un grave y triste error que, debido
a la escasa información de la que disponemos, ha dado origen a
múltiples interpretaciones.
En un artículo publicado recientemente en la presente revista,
incluí los nombres de las primeras españolas que viajaron
con Cristóbal Colón en su segundo viaje de 1493: dos Catalinas
y una María6
. Efectivamente, esos son los tres primeros nombres
propios documentados de mujeres españolas que partieron para
las Américas. En la expedición portuguesa de ese mismo año, nos
referimos a un grupo de niños y niñas que tuvieron que hacer un
recorrido similar en cuanto a distancia y fechas, aunque el destino
fuese distinto. Estos «meninos» fueron mandados a la isla
de Santo Tomé, en el corazón del atlántico africano, cerca de lo

que hoy es Guinea Ecuatorial. Algunos dicen que los tripulantes
de Colón, al llegar a la altura de las Canarias, se cruzaron en el
camino con un barco de bandera portuguesa que llevaba a estos
pobres niños hispano judíos a miles de kilómetros de la península7
. Una triste historia que trata de niños y niñas desgarrados a la
fuerza del seno paternal por no poder pagar los padres las condiciones
establecidas por la Corona para establecerse en Portugal
y para que no compartiesen con ellos las «Leyes de Moisés». Así
nos lo cuenta el historiador portugués, contemporáneo a los hechos,
García de Resende:
«No anno de quatrocentos, e noventa, e tres, em Torres Vedras,
deu el Rey a Alvaro de Caminha cavalleiro de sua casa, a Capitania
da ilha de S. Thome de juro, e de herdade, com cem mil reis de
renda cada anno pagos na casa da Mina. E porque os judeus Castelhanos,
que de seus Reynos se naó fahiraó nos termos limitados,
os mandou tomar por captivos segundo a condição da entrada, e
lhes tomou os filhos, e filhas pequenos, que alli eraõ captivos, e os
mandou tornar todos Christaõs, e com o dito Alvaro de Caminha
os mandou todos à dita ilha de S. Thome, para que fendo apartados
dos pays, e suas doutrinas, e de quem lhes podesse fallar na ley
de Moyses, foísem bons Christaõs, e também para que crecendo, e
casandose, podesse com elles povoar a dita ilha, que por esta causa
dahi em diante foy em crecimiento» (77)8
.
Otra fuente inestimable para el caso que nos ocupa, así como
para el estudio de los descubrimientos portugueses, es el códice
manuscrito de Valentim Fernandes. El texto referente a los niños
y niñas hispanos nos cuenta que en el año 1506, el capitán Álvaro
de Caminha los bautizó y los empezó a casar porque las mujeres
blancas «parían» más neցros que blancos y las chicas negras más
de los blancos. Por esa misma fecha de 1506, trece años después
de su llegada, ya sólo quedaban 600 «meninos» de los 2000 que
habían partido originalmente. Escribe el cronista:
«Ylha de Sam Thome
Ho seguinte escreuj eu Valentym Fernandez alemam de Gonçalo
Piriz marinheyro que foy a esta e outras ylhas / muytas vezes /
homen maduro e de credito anno de 1506 / no dezembro /
ylha de Sam Thome
Ho primeyro capitán desta ilha foy Aluaro de Camjnha fidalgo
del rey de Portugal / Ao qual elrey dom Joham deu a juridiçam
della / E o mandou pera la no anno de 1492 / E foy com o dito capitam
muyta gente de seu grado por seu soldo amtre os quaes forom

dous carpynteiros de mjnha casa e morreron la / E assi mandou o
dito rey com este capitam ij [2000] menjnos de viij [8] annos pera
baixo que tomou aos judeus castellanos e os mandou baptizar dos
quaes morrerom porem pello presente seram viuos antre machos e
femeas bem vj [600] E o dito capitam os casou porem poucas dellas
parem dos homens aluos / muyto mais parem as aluas dos neցros
E as negras dos homens aluos» (Fol. 197/ 65. Citado en Códice
Valemtin Fernandes 162-163).
A pesar de todas las bajas que hubo entre estos niños desterrados,
parece que la isla de Santo Tomé pasó a ser una de las más
prósperas del continente africano, ya que para el año de 1525
pasará a tener la categoría de ciudad9
. Otros autores destacan
la crueldad del rey portugués por desterrar a estos niños a una
isla donde era sabido que lo único que había era serpientes y un
tipo de cocodrilo que llegaba a medir los diez metros (Cunha
de Azevedo 26):
«[O]s jovenlandesadores eram lagartos, serpes e outras muito peçonhentas
bichas... chegados aqueles inocentes ao lugar deserto de S.
Tomé que sua sepultura havia de ser, tiraram-nos em terra, ali
desapiedadamente deixando-os, foram dos grandes lagartos de que
a ilha era povoada tragados quase todos; e o resto que no ventre
daquelas bichas no entrou, à fome desamparo se consumiram»
(Usque 28-29).
Otros autores, en cierta manera, justifican la acción del rey portugués
diciendo que no tendría ninguna lógica mandar a estos
pobres niños a una fin segura, no solo por problemas de conciencia
del monarca luso, sino por ser esta una empresa costosa.
Al parecer, el rey proveyó de esclavos y mantenimiento a estos ni-
ños durante varios años (Cunha de Azevedo 27). Como se ha visto,
esta acción traumática terminó resultando rentable. Sea como
fuere, a nadie le gustaría ver a sus hijos correr la misma suerte:
«D. João II foi provavelmente o primeiro monarca que teve
um projecto concreto de expansão, com uma incidência muito particular
na área de Mina e de S. Tomé, daí que não fosse por mero
capricho ou maldade que resolvesse aproveitar esses jovens num
projecto de colonização promissor, a nivel estratégico, agricola e
comercial» (Cunha de Azevedo 28).
Estas islas sufrieron varios intentos de ocupación por parte de los
holandeses en los años 1600-1647 que, aunque en un principio

saliesen victoriosos, a la larga resultaron en fracaso por las condiciones
y la dureza del clima (Cunha de Azevedo 30). Caso triste
y singular el de esta temprana colonización de tierras africanas
realizada por «meninos castellanos» que en la más adversa de las
circunstancias supieron dar lo mejor de sí mismos para su supervivencia
y el engrandecimiento y gloria de la Corona portuguesa.
Otro episodio relevante, en cuanto al maltrato e injusticia
perpetrado con mujeres es el relacionado con las mujeres aventureras
que participaron en uno de los viajes que el célebre navegante
portugués Vasco de Gama realizó a la India. No solo desafiaron
los mares en uno de los viajes más peligrosos de la navegación de
todos los tiempos, sino que desobedecieron las órdenes de uno
de los hombres más testarudos, determinados y valientes de los
que se tenga noticia. No menos testarudas, determinadas y valientes
fueron estas mujeres, aunque por esa razón diesen buena
cuenta de ello sus espaldas. Allá por el año de 1524, el entonces
virrey y gobernador de la India Vasco de Gama, redactará severí-
simas leyes prohibiendo terminantemente la presencia de mujeres
en los viajes al Oriente asiático. Este proceder no es nuevo, ya
que otro excelso navegante portugués, en este caso nacionalizado
español y al servicio de España, Fernando de Magallanes, promulgó
la misma prohibición, según nos cuenta el cronista de la
primera expedición alrededor del mundo, Antonio de Pigafetta:
«Todas las mañanas se bajaba a tierra para oír la misa en la iglesia
de N. S. de Barrameda; y antes de partir, el jefe determinó que
toda la tripulación se confesase, prohibiendo en absoluto que se
embarcase mujer alguna en la escuadra» (Pigafetta 19).
Que se tenga noticia, en el largo periplo de la primera vuelta
al mundo no participó ninguna mujer española o portuguesa.
No así, como se verá a continuación, en el último viaje a la India
realizado por el gobernador y virrey Vasco de Gama en 1524, el
mismo año de su fin. Este acontecimiento no sólo resultará
doloroso para las mujeres, sino que le acarreará al virrey más de
un dolor de cabeza y un gran cargo de conciencia por la dureza de
su proceder. Pese a las duras penas y prohibiciones impuestas, a
mitad de viaje se encontrará a tres mujeres que viajaban clandestinamente
y que, al parecer, ya estaban prometidas con algunos
de los marinos a bordo. Las órdenes del virrey eran claras: «[Q]
ue nenhuma mulher solteira fosse na armada sob pena de açoites,
por evitar muitos pecados que se seguem de as levarem, como eu
vi» (Castanheda, lib. 6, cap. 71, 154). Ni la dureza de la travesía,
que debía cruzar el cabo de Buena Esperanza, una de las zonas

más peligrosas para la navegación, ni las amenazas del virrey Vasco
de Gama podrán detener la voluntad de tan intrépidas damas.
El cronista Gaspar Correia nos relata lo ocurrido en este suceso:
«O Visorey estando em Belem pera partir, sabendo o grande
inconviniente que era os homes trazerem molheres nas naos, assy
pera as almas como oniões e brigas, por nom aver causa pera estes
males mandou apregoar em terra, e nas naos, e seus assinados postos
nos pés dos mastos, que qualquer molher, que fosse achada nas
naos fora de Belem, seria pubricamente açoutada, aindaque fósse
casada, e seu marido tornaria a Portugal carregado de ferros; e o
capitão que em sua nao achasse molher e nom entregasse por ysso
perderia seu ordenado. Dos quaes pregões mandou o ouvidor fazer
auto» (Correia, tomo 2, cap. 1, 819-820).
Al llegar las naos de Vasco de Gama a Mozambique, el gobernador
descubrió a tres mujeres en sus barcos, a las que mandó
azotar nada más llegar a Goa (India) mediante la siguiente proclama:
«¡Por la justicia del rey nuestro Señor! Se envía azotar a estas
mujeres porque no tuvieron miedo de la justicia real y fueron por
su cuenta y riesgo en contra de lo establecido»: «Justiça d’el Rey
nosso senhor! Manda açoutar estas molheres, porque bom tiverão
temor de sua justiça, passando á India contra sua defensa» (Correia,
volumen 2, cap. 1, 819). Afortunadamente, estas mujeres
no se vieron solas, ya que todos los nobles, hidalgos, incluso el
mismo obispo y los hermanos de la Misericordia de dicha ciudad
de Goa, se unieron para pedir clemencia, incluso se ofrecieron a
pagar dinero para la redención de cautivos al virrey para frenar
tan desproporcionado y brutal castigo. Pero el virrey no les quiso
oír. Al día siguiente, cuando las tres mozas tenían que ser azotadas,
llegaron los hermanos de la Misericordia y los frailes de San
Francisco con el crucifijo del altar por las calles del pueblo para
ser escuchados. Sin embargo, esta acción tuvo el efecto contrario
en el ánimo del virrey, que les amenazó diciendo que con ese proceder
lo único que iban a conseguir era que la gente del pueblo
pensase que él era un hombre cruel y despiadado. El virrey les
pidió que no lo volviesen a hacer porque con esa actitud lo único
que iban a conseguir era que la gente despreciase su autoridad;
que si no castigaba a esas mujeres y ponía en ejecución sus amenazas,
no le tomarían en serio y muchos hombres se aprovecharían
de su buena voluntad dando por hecho que les perdonaría
sus desmanes. Por lo tanto, juró y prometió que por nada del
mundo dejaría de hacer lo que había proclamado y que se haría

justicia con los transgresores: no habría perdón para los delitos
llevados a cabo bajo su jurisdicción y, aunque estuviese dispuesto
a perdonar algunos hechos cometidos antes de su llegada, sería
implacable con los crímenes perpetrados bajo su mandato; tomaría
las haciendas y las vidas de los ajusticiados y por nada del
mundo dejaría de azotar a dichas mujeres para el escarmiento de
los otros y para los que no tienen temor de Dios; dejaría, en fin,
que Nuestro Señor fuese el que tuviese piedad con ellas en el otro
mundo, pero en éste, él se encargaría de imponer su justicia.
Las personas del lugar se escandalizaron al ver la firmeza
y determinación del virrey y lo juzgaron de cruel, pero muchos
–escribe el cronista– se enmendaron y se lo pensaron dos veces
antes de cometer cualquier fechoría. Dice Correia, que esta actitud
provocó que muchos de los males que había en la India
se frenasen y se pusiese coto a la mucha disolución que había
entre los hidalgos y nobles del lugar (Correia, volumen 2, cap.
1, 819-821):
«E mandou açoutar as molheres dizendo que elle avia de punir
com direita justiça n’este mundo, que Nosso Senhor no outro
teria misericordia com quem a merecesse, e com a tenção que ysto
fazia Deos lhe daria o galardão segundo fosse sua tenção, porque
com todas suas forças avia de punir os máos, porque nom crecessem
os males que fazem os que nom temem a Deos «que nunqua em mym
terão senão toda› crueza e punição ». O povo muyto se escandalizou
do feito d’estas molheres julgando o Visorey por cruel; mas vendo
tanta firmeza d’enxecução lhe overão grande temor, e se cavidarão,
e emendarão muytos males que avia na India, mormente nos fidalgos,
que erão muytos dessolutos em fazer males» (Correia, tomo 2,
cap. 1, 819-821).
Los prometidos de dichas mujeres llegaron a decir al virrey que si
las azotaba ya no se casarían con ellas, pero eso tampoco sirvió de
nada porque, como nos cuenta el cronista Gaspar Correia en sus
Lendas da India, las mandará dar doscientos azotes (Correia, lib.
3, cap. 5, 426). Sólo hace falta imaginarse como puede quedar la
espalda de una persona después de doscientos latigazos para que
además los ingratos que supuestamente las querían por esposas,
después de que estas bravas mujeres hubiesen arriesgado su vida
y hacienda para partir con ellos, las despreciasen. No debemos,
sin embargo, dejar de resaltar que la vida de Vasco de Gama fue
una de las más gloriosas de la historia de Portugal, habiendo sido
la inspiración de Luis de Camões para componer el libro más

famoso de la literatura portuguesa, Os Luisiadas. Ese mismo año
de 1524, el gobernador y virrey, a los tres meses de llegar a Cochín,
contrajo la malaria y adoleció de forúnculos por en todo el
cuerpo. Cuando notó que su fin ya estaba próximo, sintió un gran
remordimiento por lo que había hecho con sus paisanas. En su
lecho de fin, Vasco de Gama dejará escrito en su testamento
dar en secreto cien mil reales a estas mujeres, que terminarán casándose
con buenos maridos «llevando una vida honesta», como
dice la crónica:
«E mandou ás molheres que em Goa mandou açotar a cada
huma cem mil réis, que lhos dessem em muyto segredo, e se os nom
quisegessem tomar dobrados os dessem á casa da Misericordia; as
quaes com este dinheiro acharão bons maridos e forão casadas e
honradas» (Lib. 3, cap. 5, 845).
Ese fue el precio que tuvieron que pagar algunas de las mujeres
que se aventuraron en semejantes viajes transoceánicos.
Una de las injusticias más notorias perpetradas contra mujeres
célebres de los primeros años de la presencia española en las
Américas fue la realizada contra Beatriz de la Cueva, que pasó a
ser gobernadora de Guatemala en 1541 tras la fin de su marido
Pedro de Alvarado, capitán de Hernán Cortés. Esta pobre
mujer fue acusada de «blasfema» por haber pronunciado unas
palabras de desesperación al enterarse de la fin de su marido.
Lo más triste de todo es que ecos de esa condena siguen vigentes
hasta nuestros días (Varner 78). Parece que muchos de sus detractores
no podían ver a una mujer como encargada de la gobernación
de Guatemala. Al final, pudo ser enterrada en camposanto
pese a habérsela hecho culpable de la tormenta y el terremoto que
arrebató la vida a muchos en Santiago de los Caballeros. Pretender
relacionar fenómenos meteorológicos con acciones humanas
no es nuevo, pero recuerda más a una remota mentalidad supersticiosa
e inquisitorial10. Algunos cronistas como fray Antonio de
Remesal (1570-1627 ca.) decían: «Y con todos estos extremos
excedía su ambición a las lágrimas, y el deseo de mandar, a la
falda monjil y pliegues de la toca» (Lib.4, Cáp. 3, 264). Misoginia
descarada que, dicho sea de paso, ha sido habitual hasta hace
relativamente poco tiempo. Dicho autor nos cuenta pormenorizadamente
cómo se originó todo el escándalo y la reacción de
doña Beatriz que, según él, «saltando como una víbora pisada»,
contestó al impertinente fray Pedro Ángulo que insistía en hablar
con ella pese a la negación de doña Beatriz:

«Enojose tanto la mujer con el remate del discurso del padre
fray Pedro, que saltando como una víbora pisada muy encendida
le dijo: Quitaos de ahí padre, no me vengáis acá con
esos sermones. ¿Por ventura tiene Dios más mal que hacerme
después de haberme quitado al Adelantado mi señor? » (Lib.4,
Cáp. 3, 264).
Demasiada franqueza la suya al pronunciar estas palabras que
hirieron en lo más profundo el amor propio de este fraile y que
posteriormente fueron utilizadas en su contra11.
Antonio de Remesal nos da a entender que era el pueblo
quien quedó molesto por haberse afrentado de esa manera
a un miembro de la iglesia, y que por esa razón no quería
que enterrasen a doña Beatriz en «campo santo», sino que
la dejasen donde las fieras pudieran dar buena cuenta de
ella. Finalmente, gracias al obispo, se le pudo dar cristiana
sepultura:
«[Y] echose de ver en esta ocasión el gran respeto que al obispo
se le tenía y lo que era amado de los ciudadanos que atribuyendo
todo [el terremoto y el diluvio] a la blasfemia de la doña Beatriz,
la destrucción de la ciudad, calumnia de que ahora no se limpia si
con todo eso fue sola esta la causa y siendo los más de parecer, que
como el de otra Jezabel le echasen a los perros o en una tabla por el
río abajo para que la comiesen los peces en la mar o los cuervos si
en la tierra se detuviese» (Lib.4, Cáp. 6, 277).
Otro de los cronistas más conservadores y reaccionarios de la
época colonial, fray Jerónimo de Mendieta (1525-1604), haciéndose
eco de la acusación anterior, escribe en su obra Historia
Eclesiástica Indiana:
«La doña Beatriz tenía tan desordenado amor a su marido,
que fue demasiado y excesivo el sentimiento que hizo. Mando
teñir de neցro toda su casa, dentro y fuera; no quería comer,
ni beber, ni recibir consuelo de nadie, ni consejo. Hacía y decía
cosas que ponían espanto a los oyentes. En especial traía en la
boca una blasfemia con que respondía muchas veces a los que la
consolaban, diciendo que ya no tenía Dios más mal que le hacer»
(Cáp., 8, 25-26)12.
Este mismo autor especula con la posibilidad de que esa tormenta
hubiese sido enviada por Dios para que doña Beatriz pudiese
arrepentirse de sus pecados (26; cap. 8).

Unas líneas más adelante, Mendieta, tras reflexionar y recapacitar
sobre sus propias preguntas, termina por disculpar a
doña Beatriz.
«Mayormente que la doña Beatriz (que tuvo menso tiempo y
no se pudo confesar) se dice era tenida en reputación de muy buena
cristiana y muy honesta y virtuosa señora, y aquellos extremos que
hizo de blasfemia que dijo, pudieron ser fuera de su entero juicio,
como hemos visto perderlo por algún espacio a personas cuerdas
con sobrada y repentina pena, y en volviendo en sí luego se arrepienten
de lo que han dicho o hablado» (25-26; cap. 8).
Semejante forma de pensar –entiéndase poco abierta– ha existido
siempre. Ayer, hoy y mañana habrá gente que disculpe las
acciones del pasado diciendo que «era un hombre de su tiempo».
No en vano, si miramos cualquier periódico de «nuestro tiempo»
veremos como la xenofobia, el racismo, la intolerancia religiosa
o la explotación física y sensual de las personas sigue existiendo
en muchas esquinas de nuestro planeta. Afortunadamente, en
el caso que nos ocupa de mediados del siglo XVI, historiadores
con mayor claridad mental y menor dependencia religiosa dan
otra perspectiva de la que fuera segunda gobernadora del Nuevo
Mundo13. Si nos remontamos a las fuentes de esta información,
podemos observar que ni Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-
1557), Francisco López de Gómara (1511-1559) o Fray Toribio
de Benavente (1499 ca.-1569) se atreverán hace casi 500 años a
emitir un juicio condenatorio a esta mujer cuando explican los
hechos ocurridos; más bien al contrario, la disculparán de sus
acciones y palabras diciendo que fueron dichas «sin corazón ni
sentido». Escribe Gómara:
«Hizo doña Beatriz de la Cueva grandes extremos, y aun
dijo cosas de loca, cuando supo la fin de su marido. Tiñó de
neցro su casa por dentro y fuera. Lloraba mucho; no comía, no
dormía, no quería consuelo ninguno; y así, diz que respondía á
quien la consolaba, que ya Dios no tenía más mal que hacerle;
palabra de blasfemia, y creo que dicha sin corazón ni sentido»
(vol. 22, 286).
Más adelante, durante la espantosa tormenta que azotó Guatemala
en 1541 y en la que murieron 600 personas, entre ellas Beatriz
de la Cueva, Gómara se lamentará de la fin de esta mujer, que
tuvo la oportunidad de haberse salvado si no hubiera salido de su
habitación:

«Levantóse al ruido la doña Beatriz, y por devoción y miedo entróse
á un oratorio suyo con once criadas. Subióse encima del altar,
abrazóse con una imagen, encomendándose á Dios. Cargó la fuerza
del agua, y derrocó aquella cámara y capilla, como á otras muchas
de la casa, y ahogólas: fue muy gran desdicha; porque si ella estuviera
queda en la cámara donde dormía, no muriera» (Gómara 286).
Cuenta Gómara que mientras duró la tormenta, se escucharon
todo tipo de historias. Durante la riada se vio pasar una vaca con
una soga y un «neցro no conocido» que unos dijeron que era el
diablo y que la vaca era la hija de una «que por hechicera y alcahueta
azotaron en Córdoba» (286). Frente a todo esto, Gómara
mostrará en su narración una mentalidad mucho más moderna:
«También cuentan que vieron por el aire y oyeron cosas de gran
espanto. Pudo ser; empero con el miedo, todo se mira y piensa
al revés» (286)14. Aunque la superstición fue un factor a tener en
cuenta, también hubo otro digno de consideración, como es el de
la envidia que muchos tenían a Beatriz de la Cueva por convertirse
en gobernadora15. Por su parte, Gonzalo Fernández de Oviedo
nos relata su versión de los hechos, presentando una visión humanizada
de la desconsolada Beatriz para la que no escatimará en
adjetivos laudatorios, absolviéndola porque «Dios es misericordioso,
[y] no se debe sospechar que miraría su flaqueza y malas
palabras». Escribe Oviedo:
«Llegada la nueva de su fin del adelantado á Guatimala,
donde su muger doña Beatriz de la Cueva estaba, é no con más
ventura que su marido, ella hiço el sentimiento que suelen haçer
las buenas é generosas mugeres sus semejantes, é aun excediendo en
desatinadas palabras que con el extremado dolor dixo, como lastimada
é fuera de sentido (Historia general y natural de las Indias,
Tomo 4, Lib. 41, Cáp. 3, 26).
En la descripción de la tragedia, el historiador madrileño no sólo
muestra clemencia para con la viuda de Alvarado, sino también
ternura y compasión:
«[É] con muchas lágrimas [doña Beatriz], abraçándose con un
cruçifixo que estaba en el altar, é teniendo á par de sí una niña hija
del adelantado, llegó la tormenta de piedra á dar derechamente en
la capilla con tan grandíssimo ímpetu, que del primero golpe cayó la
pared é tomólas á todas debaxo, donde juntas dieron las ánimas á su
Criador, encomendándose a él; y assi se debe creer que las recibió é las
tiene en su reposso é graçia» (Tomo 4, lib. 41, cáp. 3, 27-28).

Fray Toribio de Benavente (Motolinia) dirá: «De creer es piadosamente
que Dios había merced de su ánima, ca era tenida por buena
cristiana, y muy honesta y virtuosa señora» (Memoriales e Historia
de los Indios de la Nueva España, t. 140, 122). En la colección Mu-
ñoz de la Real Academia de la Historia se encuentra la copia de una
carta escrita por el obispo de Guatemala, don Francisco Marroquín,
testigo presencial, que igualmente y con no excesiva claridad,
cuenta como doña Beatriz y sus doncellas murieron en una capilla,
incluyendo en este grupo a una esclava blanca (Real Academia de
la Historia, Colección Muñoz, A/109, fols. 237r-237v)16.
Beatriz de la Cueva hizo nombrar teniente de gobernador a
un primo suyo, Francisco de la Cueva, y algunos dicen que en la
sesión de investidura a la hora de firmar el acto doña Beatriz lo
hizo como «La Sin Ventura», Doña Beatriz (Remesal 430). Un
siglo más tarde, Fray Francisco Ximénez (1666- 1722) no tendrá
palabras piadosas para la que fuera primera gobernadora de Guatemala:
«pero en medio de aquellos llantos y tristezas entró en el
regimiento y se hizo jurar por gobernadora (desvarío y presunción
de mujer y cosa nueva entre españoles de Indias)» (Ximénez
Libs. I y II, Cáp. XVIII, 248). Francisco Antonio de Fuentes y
Guzmán, en el Libro IV, Capítulo VII, de su Historia de Guatemala
o Recordación Florida, defendiendo a Beatriz de la Cueva
de las críticas de muchos que no querían ver a una mujer en un
puesto de tanta autoridad, compara la gobernación de Guatemala
con algunas de las nacientes monarquías europeas:
«Y sin en tan antiguos reinos, a donde sobran hombres, y
hombres que llaman grandes, gobernaron mujeres tan altas, ¿Qué
mucho que en Goathemala, Reino recién fundado, gobernara una
mujer que no era de la menor esfera?... Y, en fin, a veces es mejor
ser gobernado de una mujer heroica, que de un hombre fistro y
flaco» (Fuentes y Guzmán, Lib. 4, Cáp. 7, p. 286).
III
Porque a quien dices el secreto, das tu libertad.
La Celestina, Acto II, 35.
Hernando Colón, el hijo cordobés de Cristóbal Colón, nos relata
en su Historia del Almirante las experiencias que su padre vivió
durante los años que pasó en Portugal, donde fue bien arropado
por sus paisanos genoveses residentes en este reino y, lo que más

interesa en el presente trabajo, su matrimonio con Felipa Muñiz
(o Moñiz). Con dicha mujer se fue a vivir a la isla de Puerto Santo,
en el archipiélago de Madeira, donde su suegro, Bartolomé
Perestrello, había sido gobernador. Durante este tiempo en la isla,
Felipa y él se quedaron a vivir en casa de su suegra. Isabel Muñiz
había sido la tercera esposa de Bartolomé Perestrello que había
estado casado anteriormente con una mujer involucrada en el
mundo de la navegación: Beatriz Furtado de Mendoza (D’Armada
70). Hernando Colón cuenta en su Historia, que esta mujer le
contó al almirante que Bartolomé, su difunto marido, había sido
un gran hombre de mar. Según Isabel Muñiz, en cierta ocasión,
su marido, junto con dos capitanes y el beneplácito del rey de
Portugal, navegando hacia el Sudoeste, llegaron a la isla de Madera
y de Puerto Santo, lugares hasta entonces no descubiertos.
Como premio a su descubrimiento, Enrique el Navegante otorgó
al suegro de Colón, personaje importante en la corte portuguesa,
la gobernación hasta su fin de la isla de Puerto Santo. Viendo
la suegra de Colón el entusiasmo que ponía su yerno en todas las
historias de navegaciones, le pasó todos los secretos que su marido
había acumulado hasta entonces. Escribe Hernando Colón:
«[L]e dio las escrituras y cartas de marear que habían quedado
de su marido, con lo cual el Almirante se acaloró más, y se
informó de otros viajes y navegaciones que hacían entonces los portugueses
a la Mina y por la costa de Guinea, y le gustaba tratar
con los que navegaban por aquellas partes. Y para decir verdad,
yo no sé si durante este matrimonio fue el Almirante a la Mina o a
Guinea, según dejo dicho, y la razón lo requiere; pero sea como se
quiera, como una cosa depende de otra, y otra trae otras a la memoria,
estando en Portugal empezó a conjeturar que del mismo modo
que los portugueses navegaban tan lejos del Mediodía, igualmente
podría navegarse la vuelta de Occidente, y hallar tierra en aquel
viaje» (Hernando Colón 61, cap. 5).
Si este testimonio de Hernando Colón es veraz, la génesis del
descubrimiento de América la encontraríamos en la generosidad
de una mujer que ofreció la información cuidadosamente guardada
de su marido a las ambiciosas manos de su yerno, que acabó
por ser el descubridor oficial de América. Podemos dudar de la
información que de su padre nos da Hernando Colón y especular
sobre la importancia e influencia que tuvieron otros factores en
dicho descubrimiento, pero lo que está claro es que la cercanía
con la familia Moñiz Perestrello (o Muñiz) y las amistades y con-

tactos que el almirante hizo con hombres de mar y cartógrafos
en la corte de portuguesa, le permitieron vender en otros países
como suya la idea de que había un camino hacia el oeste para
llegar a la tierra de las especias. Poco años después de la fin
del almirante, observaremos como su familia era parte ya de la
aventura americana. Su hijo Diego, junto con su esposa María de
Toledo, «primera virreina de las Américas», serán los que pongan
los cimientos de la presencia española en el Caribe17. Incluso una
cuñada de Cristóbal Colón, Briolanga Muñiz, tía de su hijo Diego
Colón, residente en esos momentos en «las casas del Almirante
mayor de la isla Española», también estaba involucrada en la
compra de bienes suntuarios18.
Si hacemos un breve repaso cronológico de las primeras exploraciones
ultramarinas de los portugueses por el Atlántico y
las costas occidentales africanas nos daremos cuenta que ya desde
1420 los monarcas lusos serán los impulsores de una política
transoceánica que se llevó en el mayor secreto hasta el descubrimiento
oficial de América en 1492, esto es, hasta la revelación
de esos secretos de su marido Bartolomé Perestrelo que Isabel
Moñiz dejó en manos de su yerno. Un marido lo suficientemente
ambicioso e importante como para mandar de emisario a Roma
a un tal Jerónimo Bonesene pidiendo en su nombre el uso del
hábito de la Orden de Cristo o la cruz de Santiago19.
En un excelente trabajo sobre los viajes que llevaban a cabo
los portugueses desde Guinea hasta Portugal, así como de las corrientes
y vientos atlánticos, Jaime Cortesão nos hace reflexionar
sobre la gran posibilidad de que en alguno de los hasta cinco mil
viajes calculados para el periodo 1418-1492 entre África y la península,
alguna de esas embarcaciones se desviase de su rumbo
hasta las costas brasileñas: «[P]odemos calcular que até à data da
primeira viagem de Colombo à América os navios portugueses
cruzaram por 4000 ou 5000 vezes as paragens em que podiam
ser impelidos pela força besugo o normal dos ventos e das corrientes
para as costas americanas» (138).
No se debe silenciar tampoco que los portugueses contaron con
una importante base científica –cartográfica y astronómica– aportada
por cartógrafos judíos mallorquines como Abraham y su hijo Jehuda
Cresques, este último jefe de los cartógrafos portugueses.
En conclusión, podemos afirmar que la importancia de la
participación femenina desde los primeros años es patente a todos
los niveles y en todos los órdenes, incluyendo a las mujeres
de los personajes más notorios de estos primeros viajes20.

NOTAS
1 Quiero agradecer una vez más a María José Luna, del Instituto
Hispano-Cubano de Historia de América, de Sevilla, su
apoyo documental durante todos estos años.
2 Véase, Clara Estow, «Leonor Lopez de Cordoba: Portrait of
a Medieval Courtier». Fifteenth Century Studies 5, Michigan
(1982), pp. 23-46.
3 Como ya escribí en un artículo en 1996: «La épica olvidada
de la conquista de México: María de Estrada, Beatriz Bermú-
dez de Velasco y otras mujeres de armas tomar».
4 También encontramos el mismo mensaje en el acto noveno
de La Celestina: «[L]as obras hacen linaje, que al fin todos
somos hijos de Adán y Eva. Procure de ser cada uno bueno
por sí, y no vaya a buscar en la nobleza de sus pasados la
virtud» (Acto noveno, 88). Cervantes sabrá buen provecho
de este adagio en dos capítulos del Quijote: «Cada uno es
hijo de sus obras» (Quijote I, cap. 4 y cap. 47).
5 Véase también, Fina d’Armada, Segredo da Rainha Velha,
Lisboa, Esquilo, 2008, también de la misma autora, Beatriz
- A Mulher Que Liderou os Descobrimentos: Lisboa, Esquilo,
2013.
6 Gracias a la investigación de Alice Gould y la corroboración
de investigaciones recientes. Véase mi artículo, «Primeras
señoras y esclavas españolas en las Américas: el caso de
Isabel de Bobadilla y su esclava blanca Isabel». En Cuadernos
Hispanoamericanos 769-770 (2014), pp.78-88.
7 Véase, Carsten Wilke. Historia dos judeos portugueses.
8 Garcia de Resende. Chronica dos valerosos e insignes
feytos del Rey Dom Ioam II. Lisboa, Na officina de Manuel
da Sylva, 1752.
9 Véase la relación del piloto anónimo de la carrera de Santo
Tomé fechada entre 1534 y 1541 (Albuquerque 7-40).
10 La equivalencia entre sentimientos del hombre/voz poética
y la naturaleza, «falacia patética», fue muy común en romances
medievales y más tarde en el Romanticismo.
11 Merece la pena leer la definición de «mujer» que aparece
en el diccionario de Covarrubias. (Covarrubias 117).
12 Sin embargo, en la etiqueta borgoñona, imperante en ese
momento en España, quedaba bien estipulado que se cubriesen
de neցro las cámaras a la fin del marido, tal
como hizo Leonor de Poitiers dama al servicio de maría de
Borgoña entre 1465 y 1482. Tras el matrimonio de Felipe
el Hermoso con Juana de Castilla en 1496, se convierte en
dama de honor de la princesa: «Y todos deben saber que la
cámara de la reina debe estar toda cubierta de neցro, y las
salas tapizadas de paño neցro, como corresponde» (cap.
14, 113). Véase, Jacques Paviot, «Éléonre de Poitiers; Les
États de France (Les Honneurs de la Cour)».
13 La primera fue Isabel de Bobadilla en Cuba. También encontramos
posturas tibias e intermedias como la siguiente
de Juan de Torquemada: «Si este caso fue castigo que Dios
quiso hacer en esta mujer (como por entonces se platicaba
entre todos los que quedaron vivos) no lo sé, porque como
Dios no nos da razón de sus juicios no tenemos nosotros licencia
de juzgarlos». Juan de Torquemada, Monarquía Indiana
(6 vols.) vol. 1, 445.
14 Recordemos las siguientes palabras del Quijote: «“El miedo
que tienes”, dijo don Quijote, “te hace, Sancho, que
ni veas ni oyas a derechas. Porque uno de los efectos del
miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan
lo que son. Y si es que tanto temes, retírate a una
parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte
a quien yo diere ayuda”» (128; lib.1, cap. 18).
15 También recibió una buena herencia de su padre Don Luis
de la Cueva. Archivo General de Simancas, Guerra y Marina,
Legajo 3, Doc. 228.
16 Véase mi artículo sobre esclavas blancas: «Esclavas espa-
ñolas en el Nuevo Mundo: una nota histórica».
17 Se conserva abundante cantidad de documentos sobre las
transacciones de Diego Colón y de su mujer María de Toledo
en esos primeros años. «Catalina Alvarez, criada de
la marquesa de Montemayor, que es en el reino de Portugal,
y Antonio Cereroles, albacea testamentario de Evaldo
de Avellaneda, otorgan carta de pago al Almirante D. Diego
Colón, como heredero de D. Cristóbal Colón, por 4.230 maravedís
en que fueron tasadas las cosas que Evaldo de Avellaneda
dejó por memoria que dio al dicho señor D. Cristó-
bal Colón, según constaba en su testamento». AHPS: Libro
del año: 1509. Oficio XV. Libro I. Escribanía: Bernal Gonzá-
lez Vallesillo. Folio: Primer tercio del legajo. Fecha: 17 de
abril. Citado en el CFAAPS, tomo. 1, n. 633, p. 160.
17 Asunto: «Briolanga Muñiz [hermana de la mujer de Cristóbal
Colón], estante en las casas del señor Almirante mayor de la
isla Española, se obliga a pagar a Batista Cataño, mercader genovés,
22 ducados de oro por cierto raso que compró y que
le había de ser pagado en el puerto de Santo Domingo, en la
isla Española, por Diego Méndez, criado de dicho almirante»..
AHPS: Libro del año: 1509. Oficio V. Libro único. Escribanía:
Francisco Esquibel. Folio: Primer tercio del legajo. Fecha: 9 de
marzo. Citado en el CFAAPS, tomo. 1, n. 602, p. 152.
19 AHPS: Libro del año: 1508. Oficio XV. Libro II. Escribanía:
Bernal González Vallesillo. Folio: Primer tercio del legajo.
Fecha: 21 de agosto. Citado en el CFAAPS, tomo. 1, n.
441, p. 115.
20 Mujeres de casi todos los hombres célebres de estos primeros
años como Cristóbal Colón, Diego Colón, Juan de la
Cosa, Vicente Yañez Pinzón, Francisco de Garay, Hernán
Cortés, etc., etc., aparecen una y otra vez en documentos
protocolarios del Archivo Histórico de Protocolos de Sevilla.
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1983.
· Wilke, Carsten. Historia dos judeos portugueses. Lisboa,
Edições 70, 2009.
 
Última edición:
Como se pasen los atiquenses por aquí te van a desmentir todo, añadiendo que la mujer española ajena a su propio linaje (el del atiquense, claro) nunca ha valido para nada, al contrario que el hombre español, que lo merece todo por el mero hecho de haber nacido.

Espero que haya más personas que se tomen la molestia de leérselo entero antes de soltar tonterías.
 
Por Blanca López de Mariscal

«HABÍA MUCHA FALTA
de tales mujeres de Castilla»

El título de este artículo está tomado de Historia General y
Natural de las Indias, Islas y tierra firme del Mar Océano, de
Gonzalo Fernández de Oviedo.
Con ella, el cronista de Indias
nos hace reflexionar sobre el viaje de las primeras mujeres espa-
ñolas que llegaron al Nuevo Mundo y lo que pudo haber sido
enfrentarse a los peligros de surcar el océano en busca de una
vida mejor. Ya desde las primeras flotas que llegaron a las islas
del Caribe tenemos noticia de que los conquistadores viajaron
acompañados de sus mujeres. Posiblemente, las primeras que
vinieron formaban parte de la expedición de Nicolás de Ovando,
que llegó a la Española en 1502. Posteriormente, el mismo
Fernández de Oviedo da noticia de la llegada en 1509 de la virreina
Doña María de Toledo, esposa de Don Diego Colón, que
había sido designado como virrey. Con ellos llegaron también
algunas mujeres:
«[…] dueñas é doncellas hijasdalgo, é todas ó las mas dellas
que eran moças se casaron en esta cibdad y en la isla con personas
principales é hombres ricos de los que acá estaban, porque en la
verdad abia mucha falta de tales mugeres de Castilla» (97).
Estas mujeres que acompañaron a Doña María de Toledo hicieron
el viaje en compañía, ya fuera de sus propios maridos, ya
como damas de la virreina que posteriormente habrían de desposarse
con los conquistadores recientemente establecidos en el
Nuevo Mundo. A partir de las cifras que maneja Georges Baudot,
la proporción de mujeres españolas que llegaron a América suele
reportarse con números muy bajos, pero crecientes. Así, mientras
que en el período que va de 1493 a 1519 solamente el 5,6% de los
viajeros registrados eran mujeres, entre 1520 y 1539 el porcentaje
aumentó al 6,3%, alcanzando el 16,4% en el período que va de
1540 a 1559 (Baudot 20).



A los responsables de la colonización les interesaba la situación
en la que vivían los pobladores de las nuevas tierras, de
tal forma que se promulgaron leyes y se dictaron disposiciones
que obligaban a los colonos a viajar con sus esposas o mandar
traer a las que se habían quedado en España1
. Asimismo, son
frecuentes los intentos de la Corona por mantenerse informada
sobre el número de habitantes que había en los virreinatos, así
como por el estado en que estos vivían. Se ve también un especial
interés por fomentar los matrimonios entre los conquistadores
y las mujeres españolas. Es por eso que, de las mujeres
que llegaron con María de Toledo, varias habrían de desposarse
con los protagonistas de la conquista y la posterior colonización,
caso de Catalina de Juárez, que se casó con Hernán Cortés,
o de María de Cuellar, quien fuera esposa, por un brevísimo
período, de Diego Velázquez, ya que ella murió seis días después
de la ceremonia matrimonial.

Las Virreinas y sus damas viajaban con relativa comodidad
y bien abastecidas. Sus provisiones les permitían apoyar a los más
necesitados, que se embarcaban en la misma flota. Fray Tomás
de la Torre, uno de los dominicos que acompañaron en su viaje a
Chiapas al Obispo Bartolomé de las Casas, consigna en su diario
de viaje Desde Salamanca España, hasta Ciudad Real Chiapas:
Diario de Viaje 1544-1545, una valiosa información sobre la flota
en la que viajaron: «Iban veintiséis navíos, entre naos y gruesas
carabelas y un galeón de armada». En él viajaba, entre otras, la
viuda de Diego Colón, virreina de la Isla de Santo Domingo (Torre
69). A lo largo de la descripción del viaje, el dominico nos va
dando una serie de pistas a partir de las cuales se puede inferir
la forma de viajar de los poderosos. Nos informa, por ejemplo,
que la virreina pidió «importunamente que dos sacerdotes fuesen
a su navío» (Torre 70). Es de suponer que los pedía para que
celebraran cada día, en privado, oficios y maitines, y, aunque el
fraile califica de importuna la petición de la virreina, lo cierto es
que cada vez que el grupo se encontraba en aprietos era a ella a
quien acudían para que mediara entre las partes y les consiguiera
lo que habían menester. Por ejemplo, cuando llegaron a Canarias:
«fueron a suplicar a la condesa nos mandara aposentar», y posteriormente
informa que «la virreina nos enviaba cada día un carnero»,
o que «la virreina juraba devolverse a España y quejarse del
capitán al rey por ver cómo nos trataban», y cuando los frailes se
encontraban en aprietos por falta de dinero: «la virreina se ofrecía
a pagarle» (Torre 80-82). De tal forma que el haber viajado en la

misma nave de la virreina y proveerla en todo lo necesario para
la edificación de su alma redundó en una serie de beneficios para
los frailes que acompañaban al obispo Las Casas.
Ahora bien, no todas las mujeres tuvieron la fortuna de viajar
acompañadas de un séquito y muchas de las que emprendieron
la travesía tuvieron que hacerlo solas o acompañadas de algún
pariente. De ello nos dan cuenta las cartas de «llamado» que
Enrique Otte publicó en 1988, en un volumen titulado Cartas
privadas de emigrantes a Indias 1540-1616. En ellas, el familiar
que ya se había establecido en los territorios conquistados por la
Corona reclamaba la presencia de su esposa, progenitora o hermana
para que viajara al Nuevo Mundo, en donde le prometía una vida
mejor a la que llevaba en la península –«Mira que habéis de ser en
esta tierra querida y servida» (Otte 112), le escribe Juan Díaz de
Pacheco a su mujer, mientras que Cristóbal Moreno le asegura a
la suya que «esta tierra es buena para ganar de comer» (Otte 75)–.
En ellas encontramos disposiciones de parte de los remitentes
para que la mujer no viaje sola, pues el gran peligro es que en la
mar se puede perder la honra, dado que «es viaje largo, y la gente
del navío es ruin» (Otte 194). Por ello, en algunas ocasiones se
sugiere la compañía de un religioso conocido de la familia –«y
escribo al padre Diego Sánchez que venga contigo, y sí no, un
clérigo deudo de mi señora Doña Isabel» (Otte 195)–, aunque es
más frecuente que se les pida que se acompañen, o con otras mujeres
que como ella han sido reclamadas por sus maridos, o por
sirvientes o esclavas que harán el trayecto menos perversos
: «acá
viene la mujer de Delgado, y la de Hernán González Barrocal,
todas os podéis venir juntas como hermanas» (Otte 62).
Además, se les aconseja tomar una cámara y no salir de ella a
lo largo de toda la travesía, ya que con esa precaución se aseguran
de no ser violentadas por alguno de los pasajeros o de los marineros.
«No salgáis vos ni vuestras hijas, burlando ni de veras, de
la cámara, porque conviene así» (Otte 112), le pide el marido de
Ana García Roldán a su señora. Aquí vale la pena apuntar que las
cámaras amplias no solían tener más de dos metros de ancho por
dos y medio de largo. Queda claro, entonces, que la responsable
de guardar el honor es la mujer misma, y que los menos pudientes
no tienen más que confiar en sus esposas, como Sebastián de
Montes de Oca, quien sugiere a la suya que «busque compañía
con quien venga, y si no la hallare, venga sola, que mujer es para
mirar por su honra» (Otte 44).
Y es que era importante cuidar la
honra de la mujer, pues de ella dependía la honra de los hombres

de la casa –padre, hermanos, marido e incluso hijos–. En este sentido,
Rodrigo Prado dice en una de las cartas a su hermano:
«[…] mirar por vuestra hermana, y que se os ponga por delante
que es mujer y que su honra es la mía y vuestra y de todos […]
dígolo porque sé muy bien, como hombre que lo he visto por mis
ojos […] Dende que os embarquéis con vuestra hermana hasta que
salgáis acá en San Juan de Ulúa, si fuese posible no os apartéis de
ella» (Otte 49).
En las cartas publicadas por Otte encontramos información valiosa
sobre los preparativos para emprender la travesía y los peligros
que el viaje podría deparar. Los hombres, además de enviar
dinero para solventar el viaje, aconsejan a sus mujeres sobre
muy diferentes materias, sobre todo aquellas relacionadas con el
avituallamiento, que seguramente no debería de ser económico.
Había que pensar en todo, desde los alimentos que se consumen
a lo largo del traslado, hasta algo tan elemental como el agua, que
por lo demás podría acedarse a lo largo del camino. Afortunadamente,
antes de internarse en la «mar tenebrosa», se hacía una
escala en las Islas Canarias, en donde se reabastecían de todo lo
que fuera necesario. Los más acomodados llevaban entre sus provisiones
pescado, carne, ovejas, tocino, jamones, gallinas, vinos,
barriles de galleta blanca, cajones de frutas secas (higos y pasas),
aceitunas, alcaparras, limones, naranjas, confites, dulces, conservas,
mermeladas y toda especie de jaleas de Portugal. Al menos
así queda asentado en la factura de lo que habían comprado para
consumir a bordo un grupo de religiosos dominicos con los que
viajó Thomas Gage.
En el caso de las mujeres, el vestido y la ropa de casa son un
renglón fundamental en los preparativos del viaje. Había de ser
abundante, lujoso y, sobre todo, apropiado para la nueva vida que
habrían de llevar en el Nuevo Mundo. Todos coinciden en que el
precio de los lienzos y la ropa ya confeccionada es siempre menor
en la península, motivo por el que conviene que las mujeres vayan
bien aprovisionadas. Al hilo de esto, en 1566, Antonio de Blas envió
a su mujer trescientos pesos, y en la carta le da instrucciones
sobre la manera en que ha de emplearlos: lo primero es comprar
«una negra, para que os sirva por el camino»; además, la mujer y
el hijo han de vestir muy bien «porque acá vale todo muy caro», y
no sólo ha de llevar todo el lienzo que pueda traer, sino que ha de
comprar ropas lujosa para el marido que la espera: «Para mí me
trae para un vestido para sayo y capa y calzas, neցro, y raso para

mi jubón, y si pudiéredes traer un pedazo de paño de Perpiñán,
ha de ser de lo muy bueno, porque para vestidos será bueno acá»
(Otte 50). También Andrea López pide a sus hermanas de Jerez
de la Frontera que las ropas y las sayas sean adornadas: «con pasamanos
de oro [y] con tres franjas de oro»; además, han de traer
«un manto de lustre, para cada una y no han de olvidar camisas,
gorgueras y tocas» (Otte 78). Es por tanto un denominador común
que en las cartas de «llamado» los remitentes insistan a sus
destinatarias que los vestidos que han de traer «sean honrosos,
de seda y oro, porque conviene así» (Otte 230). Queda claro que,
una vez que se pedía a la mujer, esposa o hermana que realizara la
travesía, era porque el colono ya había conseguido tener un lugar
acomodado en la nueva sociedad y deseaba demostrarlo ostentando
una nueva forma de vestir.
La ropa interior y la ropa blanca son un factor importante a
la hora de realizar los preparativos. En las cartas de «llamado» solemos
encontrar indicaciones como: «traeréis la más ropa blanca
que pudiéredes» (Otte 107). Esto seguramente se debía a que el
baño resultaba imposible durante la larga travesía, que solía durar
entre once y doce semanas para llegar hasta San Juan de Ulúa. Sin
embargo, con una dotación abundante de camisas y gorgueras, la
carencia de baño no presentaba un inconveniente mayor, ya que
en el siglo XVI los baños no formaban parte del ritual diario de
aseo. La costumbre indicaba que bastaba con mantener limpia la
camisa y la ropa que estaba en contacto con el cuerpo para que
fuesen estas prendas las encargadas de remover las impurezas de
la piel.
Se encargaba también a las mujeres llevar consigo aquellos
utensilios o implementos que eran difíciles de adquirir en el Nuevo
Mundo, desde azafrán, vino y aceite «porque al presente valen
mucho en esta tierra» (Otte 101), hasta herramientas propias del
oficio, como tijeras, espejo, pentinol y escarpidor para un barbero
o «una espada y daga, con sus vainas de terciopelo» (Otte 107)
para otro elegante caballero.
La travesía marina y sus peligros están también presentes en
las cartas de «llamado». Lo primero con lo que se enfrentan las
mujeres que viajan es el mareo, ya que no están acostumbradas
al movimiento de las embarcaciones en alta mar, algo que, por
lo demás, afecta también a los hombres, tal y como demuestra
el relato de Fray Diego de Ocaña, para quien los primeros días
de travesía se convirtieron en una verdadera pesadilla: «En estos
siete días no me levanté de la cama, de mareado que estaba. No

podía comer y lo que comía no lo podía retener en el estómago,
hasta que a los seis días hice unos vómitos de cólera y luego comencé
a estar bueno» (Ocaña 72). Conocedor de estos lances, en
1574 Melchor Valdelomar trata de disuadir a su suegro de realizar
el viaje, hablándole del «mucho trabajo y peligro que en el
camino hay, que es el mayor que se puede imaginar» (Otte 86),
y lo mismo sucede con Beatriz de Carvallar, quien le dice a su
padre que «padécese tanto en la mar que no me he atrevido a
enviarlo llamar, y también no hay flota que no de pestilencia, que
en la flota que nosotros venimos se diezmó tanto la gente, que no
quedó la cuarta parte» (Otte 85). Esta información –la que revela
que un alto porcentaje de los que emprendían la travesía no llegaban
a su destino con vida– está presente tanto en las cartas, como
en los relatos de viaje. Los peligros del mar estaban relacionados
tanto con las condiciones climáticas –«por causa de las grandes
tormentas de ella» (Otte 89)– como con las condiciones de las
embarcaciones, «porque se han perdido muchos navíos, y se ahogó
en ellos mucha gente, así le ruego que si hubiesen de venir que
miren en qué navíos vienen, que no sean podridos, porque no les
acontezca alguna desventura» (Otte 67).
Una vez que se llegaba a alguna de las islas del Caribe, quedaba
aún un largo trecho para alcanzar el puerto de San Juan de
Ulúa. Surcar el Golfo de México no estaba exento de peligros:
la navegación podía tomar entre veinticuatro y treinta días dependiendo
de los vientos y de las corrientes, que suelen ser contrarios
en esta parte del recorrido. En varios de los textos, los
viajeros hablan de las prolongadas horas en las que el viento no
sopla: «estando la mar tan en calma que en el espacio de ocho
días no avanzamos siquiera media legua por falta de viento»

(Gage 63). Gage narra cómo en estos períodos de calma el calor
resulta insoportable: «La refracción de los rayos de sol en el agua
nos abrasaba, la brea se derretía, y sudábamos de tal manera que
nos veíamos en la necesidad de aligerarnos de la mayor parte de
nuestra ropa» (Gage 63). La única forma de refrescarse era echarse
a nadar cerca de la embarcación, pero el nadador se exponía
al ataque del «pescado monstruoso llamado tiburón». Claro está
que estos alivios, aligerarse de las ropas o nadar, estaban vedados
a las mujeres honradas.
Tampoco resultaba extraño que, estando ya muy cerca de
Ulúa, se desatasen fuertes tormentas con vientos del norte. A
veces eran de tal magnitud que obligaban a las embarcaciones a
retirarse mar adentro, para evitar ser azotadas contra la costa. De

hecho, eso fue lo que le sucedió en enero de 1556 a la flota en la
que viajaban un grupo de ingleses, siente de cuyas ocho embarcaciones
estuvieron luchando contra el mal tiempo e intentando
sobrevivir durante los diez días que duró la tempestad. Uno de
los barcos, concretamente en el que venían dos ingleses de apellido
Tomson y Field, sufrió graves averías –se le abrió la popa– y
la tripulación y los pasajeros no tuvieron más remedio que echar
al mar todas sus pertenencias, incluso cortaron el árbol mayor
y arrojaron al agua toda la artillería, «excepto una pieza la cual
disparamos una mañana que pensamos irnos a fondo» (Tomson
64). La detonación sirvió para que una de las naves de la flota se
acercara a auxiliar a los pasajeros, quienes no sin grandes dificultades
transbordaron. En este punto Tomson nos brinda uno de
los testimonios más asombrosos sobre las desgracias a las que las
mujeres se podían ver expuestas:
«Quiso Dios […] que el viento amainase un poco, de suerte
que a las dos horas pudo el otro buque abordarnos, y nos pasó en
sus botes a hombres, mujeres y niños, aunque muchos desnudos y
descalzos. Acuérdome que la última persona que salió del buque fue
una negra, que al saltar al bote, con un niño de pecho en los brazos,
tomó mal la distancia y cayó al mar. Estuvo harto tiempo debajo
del agua, antes que el bote viniese a darle auxilio; mas con el aire
que cogieron sus ropas volvió a salir a flote, y asíendola del vestido
la metieron en la embarcación, siempre con el niño bajo del brazo,
ambos medio ahogados, y con todo ello, el amor natural a su hijo le
hizo no soltarle. Y cuando entró en el bote tenía todavía tan apretado
al niño con el brazo que difícilmente pudieron quitárselo dos
hombres» (Tomson 64-69).
Fue así como, tres días después, lograron desembarcar en San
Juan de Ulúa, casi desnudos y habiendo perdido todas sus pertenencias.
Afortunadamente, fueron recibidos en casa de Gonzalo
Ruiz de Córdoba, un comerciante español que los proveyó
de todo lo necesario para la jornada a México. Sin embargo,
cuando finalmente llegaban a la Villa rica de la Veracruz, se
veían expuestos a los peligros causados por las condiciones de
la naturaleza y las propiedades geológicas del trópico, «porque
es tierra enferma» (Otte 129) o, lo que es lo mismo, porque «los
serenos de esta tierra son muy malos, que en verdad me quitaban
los días de la vida» (Otte 72). La costa del Golfo de México
estaba considerada malsana y los viajeros que venían debilitados
por la larga travesía se veían expuestos a «las enfermedades

de la tierra», tanto «que en la flota en que venimos murió las dos
partes de la gente que vino» (Otte 86). Por ello, en muchas de
las cartas de «llamado» encontramos la recomendación de no
permanecer en el Puerto e iniciar el camino hacia Xalapa, ya
que las tierras altas contaban con mejores condiciones climáticas
y en ellas no se corría el riesgo de contraer las enfermedades
propias del trópico.
Siguiendo este consejo, varios de los
remitentes de las cartas ofrecen a las mujeres la posibilidad de
esperarlas en San Juan de Ulúa o en Veracruz, con las cabalgaduras
necesarias para emprender el viaje a la Ciudad de México:
«yo he de estar con ayuda de Nuestro Señor en el puerto
aguardándoos […] para regalaros y serviros, porque no es otro
mi propósito» (Otte 110). Uno de estos hombres fue Alonso
Ortiz, quien le promete a su mujer que si viene él estará «ya en
el puerto esperándola con caballos y todo recado […] aunque
hay desde México al puerto sesenta leguas, y aunque hubiere
ciento me parece que no había menester comer para andarlas, y
que fuera volando» (Otte 79).
Cuando iniciaban el desplazamiento terrestre, habían de recorrer
el camino que va del puerto a la ciudad de México Tenochtitlán,
una vía muy transitada por los antiguos mexicanos que
se interna en el Altiplano Central y la que se suben 2.250 metros
a lo largo de unos 400 kilómetros. No existen indicios de que las
mujeres viajaran en carruajes o en literas, como solían hacerlo en
España, pues todos los remitentes de las cartas hablan de esperar
a sus mujeres con mulas y caballos. Por lo tanto, se infiere que el
trayecto entre Veracruz y México se hacía de este modo, algo que
parece confirmar una carta de Francisco Ramírez Bravo, un rico
minero de Taxco que pide comprar dos sillones y unas angarillas
en Sevilla para su hija y la dama que la habría de acompañar: «El
sillón para mi hija ha de ser de terciopelo guarnecido […] porque
así se usa acá, la gualdrapa de terciopelo, con su fleco de seda
y la guarnición de hierro pavonado toda ella» (Otte 193). Las angarillas
estaban destinadas a la moza de servicio; así lo indica Ramírez
Bravo en otra carta dirigida a su hija, en la que encontramos
que el término ya se utiliza con su acepción novohispana y en
singular: «un par de varas de que tira una bestia por un extremo
y que por el otro arrastra para aligerar la carga» (Santamaría 67).
Como se ha dicho, no era extraño que los recién llegados
enfermaran en el trayecto, presentando fiebres agudas acompa-
ñadas de escalofríos y temblores, al grado que en ocasiones el
enfermo no podía sostenerse por sí mismo sobre su cabalgadura.

En ese caso, había que completar el viaje entre Veracruz y México
de una forma un tanto particular, concretamente a «lomo de
indio», tal y como se ilustra en los códices postconquista o como
lo consigna Tomson en el relato de su viaje: «A las dos jornadas
de camino al interior, caí con una enfermedad que al día siguiente
no me dejó montar a caballo, sino que fue preciso llevarme desde
allí hasta México en hombros de indios» (Tomson 72). Lo más
común era que enfermaran de fiebre amarilla o vómito neցro, a
consecuencia de la cual muchas veces morían tanto los hombres
como las mujeres al llegar a la Ciudad de México. Esto nos lleva a
otra de las grandes calamidades que solían enfrentar las mujeres:
la viudez. Cuatro de los ocho ingleses que venían en el grupo de
Tomson, incluyendo al mismo Field y uno de sus hijos, murieron
a pocos días de su arribo a la Ciudad de México. Con lo cual la
mujer de Field, a escasos diez días de haber llegado a su destino,
se encontró, como muchas otras españolas que habían realizado
la misma travesía, enfrentando su desamparo. El caso de María
Díaz es otro ilustrativo ejemplo:
«y luego que llegamos, a cabo de quince días tornó a recaer de la
propia enfermedad, de la cual fue Dios servido de llevárselo. Y cierto
que fuera para mí, harto más contento que juntamente con él aquel
día me enterraran, para no verme viuda y desamparada a tan lejos
de mi natural, y en tierra donde no me conocen» (Otte 97).
Este tipo de relato en el que la mujer habla de la pérdida del
marido se repite una y otra vez en las cartas en las que el remitente
es una mujer –«mi marido es muerto y estoy me viuda»
(Otte 43); «quedo con mucha salud y viuda y con un hijo»
(Otte 89); «no podré yo contar de [esta tierra] ningún bien,
pues perdí en ella a mi marido» (Otte 101)– con lo que se hace
evidente el incierto destino que les esperaba a aquellas que osaron
emprender la ruta hacia una tierra en la que se les auguraba
una vida mejor. Pero en los relatos de los cronistas también
nos encontramos con el caso contrario: el de los hombres que
enviudaban cuando sus mujeres españolas, al poco de llegar
al Nuevo Mundo, perdían la vida en la aventura de la colonización.
Algunas son tomadas prisioneras por los indígenas o
mueren en la batalla, como las que llegaron con el grupo de
Narváez, quien se había tenido que quedar en Tustepeque porque
algunos de ellos estaban enfermos. Bernal Díaz del Castillo
relata su trágico fin y cómo fueron sitiados en un cerro «que era
adoratorio de ídolos, adonde se habían hecho fuertes cuando

les daban guerra, y allí los cercaron, y de hambre y sed y de
heridas les acabaron las vidas» (Díaz del Castillo 585). Bernal
habla también de la fin causada por las inclemencias de las
extremosas tierras americanas y menciona a Doña Francisca
de Valterra, esposa de Pedro de Guzmán, uno de los hombres
de Cortés. Ambos esposos se fueron al Perú «e hubo fama que
murieron helados él y la mujer y un caballo» (Díaz del Castillo
857). Pero además de por las enfermedades, el clima o los enfrentamientos
con los nativos, algunas de las primeras mujeres
que viajaron al Nuevo Mundo también pierden la vida a manos
de sus propios esposos: Juan Pérez mató a su mujer, dice Bernal
Díaz, y aparentemente sin recibir por esto ningún castigo, pues
en el transcurso de la narración nos enteramos que el dicho
Juan Pérez «murió de su fin» (854), lo mismo que un tal
Xuárez «el viejo», que mató a su mujer con una piedra de moler
maíz y también «murió de su fin» (855) o uno de los Monjarraz,
quien había dado de baja de la suscripción de la vita a su mujer «muy honrada buena y
hermosa, sin culpa ninguna» y que buscó testigos falsos que
juraron «que le hacía maleficio» (427).
Decidirse a hacer la travesía marítima y posteriormente a
adentrarse en los territorios recientemente conquistados no era
entonces una aventura atractiva. Sin embargo, el número de mujeres
que llegaron a tierras novohispanas fue siempre creciente
durante los primeros cien años que siguieron a la conquista. Existe
un pasaje en el texto de Bernal Díaz –tachado en el manuscrito
de Guatemala– que nos da información sobre los nombres y las
características de las primeras mujeres españolas que llegaron a
México. Es una descripción de la fiesta que se llevó a cabo tras el
triunfo definitivo de los españoles, con el que se logró la sujeción
de los mexicas y el control de la ciudad:
«Pues ya que habían alzado las mesas, salieron a danzar las
damas que había, con los galanes cargados con sus armas, que era
para reír, y fueron las damas que aquí nombraré, que no había
otras en todos los reales ni en la Nueva-España; primeramente la
vieja María Estrada, que después casó con Pedro Sánchez Farfán,
y Francisca de Ordaz, que se casó con un hidalgo que se decía Juan
González de León; la Bermuda, que se casó con Olmos de Portillo,
el de México; otra señora mujer del capitán Portillo, que murió en
los bergantines, y ésta por estar viuda, no la sacaron a la fiesta; e
una meretriz Gómez, mujer que fue de Benito de Vegel; y otra señora
hermosa que se casó con un Hernán Martín, que vino a vivir a
Oaxaca; y otra vieja que se decía Isabel Rodríguez, mujer que en

aquella sazón era de un fulano de Guadalupe; y otra mujer algo
anciana que se decía Mari Hernández, mujer que fue de Juan de
Cáceres, el Rico; y de otras ya no me acuerdo que las hubiese en la
Nueva España» (Díaz del Castillo 557).

La enmienda es comprensible –independientemente de que esta
provenga de la voluntad del autor o de la censura en años posteriores–,
ya que lo que se describe en ese pasaje resulta y resultó
ridículo, tanto para los ojos del lector del siglo XVI como para el
narrador que, con exceso de pudor, introduce el período diciendo:
«y valiera más que no se hiciera, por muchas cosas no muy
buenas que en él acaecieron» (Díaz del Castillo 557). Y es que
no solo las mujeres –viejas y jóvenes– bailaron con los soldados
que aún llevaban puestas sus armaduras, sino que también corrió
en la fiesta de Coyoacán «mucho vino de un navío que había
venido al puerto de la Villa Rica […], tanto que hizo a algunos
hacer desatinos, y hombres hubo en él que anduvieron sobre las
mesas después de haber comido que no acertaban a salir al patio»
(Díaz del Castillo 557). Queda preguntarnos las razones por
la que el texto fue enmendado. Es muy posible que se deba a la
descripción de un cuadro ridículo que desdora la celebración de
un evento de tanta importancia para la Corona española, protagonizado
por una serie de figuras que, debiendo ser heroicas, no
«aciertan a salir al patio» henchidos por el mucho vino y los cerdos
traídos de Cuba. Las mujeres no quedan mejor libradas, ya
que de las nueve que participan en la fiesta de Coyoacán, tres son
viejas, una es viuda y a otra se refiere como una «meretriz», término
que en el siglo XVI, como ahora, tiene una profunda carga despectiva
y se utiliza para suplir el nombre de alguna persona que
se desconoce o que no tiene importancia. De otra más, de la que
no recuerda el nombre, es de la única que el cronista dice que era
hermosa y, por último, hay una a la que se refiere por el apodo de
«la Bermuda». Sin embargo, aunque fuesen viejas, antiestéticas o de poca
importancia, todas ellas terminan esposándose con los mismos
conquistadores: María Estrada lo hace dos veces, como ya vimos
más arriba, y es que, para el peninsular, la mujer de su raza va a
constituirse no solo en un símbolo de estatus, sino también en
un medio para dar continuidad a una raza que permanezca leal
a la corona, ya que, como Cortés le dijo a Alonso de Ávila «las
mujeres han nacido y paren en Castilla soldados», a lo que Ávila
responde «que soldados y capitanes e gobernadores...» (Díaz del
Castillo 363). Existe, a este respecto, otro interesante pasaje en el

que Bernal Díaz, al escribir sobre la ciudad de Guatemala, afirma
que «en naciendo los hijos de los conquistadores tienen escritos
en el pecho y en el corazón la lealtad que deben tener a nuestro
rey y señor» (Díaz del Castillo, Ed. Pedro Robredo 282)2

.
Muchas de ellas sí se aposentaron con éxito en la Nueva España
y tomaron parte activa en la construcción de la nueva sociedad.
Al mismo tiempo que comienza la reconstrucción de la
Gran Tenochtitlan, los hombres de Cortés hacen venir poco a
poco a sus parientes –madres, esposas, hermanas e hijos– para
empezar a formar el núcleo familiar en la nueva tierra. Tenemos
como ejemplo a un Orduña «el viejo», vecino de Puebla, quien
«después de ganado México trajo cuatro o cinco hijas que casó
muy honradamente» (Díaz del Castillo 464), o al comendador
León de Cervantes, que hizo lo propio «después de ganado Mé-
xico» (Díaz del Castillo 421). Otro buen ejemplo puede ser Cristóbal
de Olid, quien se encontraba en territorios de Michoacán
«y, como era recién casado y la mujer moza y hermosa, apresuró
su venida» (Díaz del Castillo 585); o el caso de Narváez, que solicita
a Cortés, por boca de Garay, que le «diese licencia para volver
a la isla de Cuba con su mujer, que se decía María de Valenzuela»,
de la que el cronista puntualiza que «estaba rica de las minas y de
los buenos indios que tenía» (Díaz del Castillo 606).
Una de las primeras esposas que llegaron a la Nueva España
fue Catalina de Juárez, «la Marcaida», quien, como dijimos antes,
vivía en Cuba. Según el texto bernaldino, Hernán Cortés había
enviado a Catalina y a su hermano Juan una carta con los hombres
de Narváez que solicitaron permiso para regresar a Cuba
«y les envió ciertas barras y joyas de oro, y les hizo saber todas
las desgracias y trabajos que nos habían acaecido, y cómo nos
echaron de México» (Díaz del Castillo 421). Catalina se embarcó
unos meses después, se presentó sorpresivamente en las costas
mexicanas «y cuando Cortés lo supo, dijeron que le había pesado
mucho de su venida» (Díaz del Castillo 592). La esposa del
conquistador venía acompañada de su hermano Juan Juárez y de
otras señoras, entre las que se encontraba su hermana y la mujer
de un Villegas a la que llamaban «la Zambrana», así como sus
hijas y aún la abuela «y otras muchas señoras casadas»; y aun
me parece –dice el texto bernaldino– «que entonces vino Elvira
López “la Larga”, mujer que entonces era de Juan de Palma»
(Díaz del Castillo 591).
De la misma forma, los cronistas nos reportan la llegada de
las mujeres de los principales hombres de Cortés. Con el correr

de las páginas nos vamos dando cuenta de cómo Pedro de Alvarado
llega en el año treinta y nueve con su segunda esposa, Doña
Beatriz de la Cueva, «que consigo llevaba é con su casa á Guatimala»
(Fernández de Oviedo 218). Esta Beatriz de la Cueva es la
misma de la que posteriormente se narra su fin en la Relación
del espantable terremoto que aconteció en la ciudad de Guatemala.
Otra Beatriz, en este caso de Herrera, llegó en busca del adelantado
Montejo, con quien se había casado clandestinamente en
Sevilla, porque según Landa, decían «algunos que la negaba, pero
Don Antonio de Mendoza, Virrey de la Nueva España, se puso
de por medio y así la recibió» (Landa 31). Muchos otros trajeron
a sus hermanas o hijas para casarlas después con sus colegas conquistadores.
Así y con base en el texto de Bernal Díaz del Castillo,
sabemos que una de las hijas de Orduña se casó con Jerónimo
Ruiz de Mota (464) y otra con Pedro de Solís «tras de la puerta»
(851). Por su parte, Solís «el de la huerta» lo hizo con una hija
del Bachiller Ortega (423) y un tal Vargas fue suegro de Cristóbal
Lobo (422); Francisco de las Casas se casó con una hermana de
Hernán Cortés (Fernández de Oviedo 188), Alonso Romero y
Niño Pinto eran cuñados, y Álvaro Gallegos fue cuñado de unos
Zamora. La lista de conquistadores que emparentan, reportados
solo por Díaz del Castillo, puede prolongarse de forma impresionante.
De su lectura va quedando muy claro, por un lado, la
persistente llegada de las mujeres españolas y, por otro, la red de
parentesco que se va formando entre los hombres de Cortés sobre
los que recaerá el gobierno de la Nueva España y, por tanto,
el poder en la colonia. Es así es como en la Nueva España se tejen
y destejen alianzas, y como se va formando una red poderosa de
familias de conquistadores que durante tres siglos va a dominar
los territorios conquistados. Y es también así como las mujeres
españolas de ultramar se convierten en un importante factor para
que se establezcan las relaciones de poder en el nuevo Mundo.


NOTAS
1 «Carlos V llegó incluso a prohibir oficialmente trasladarse a
América a los hombres casados que pretendieran partir sin
sus cónyuges. En 1554, el mismo Emperador, dictó nuevamente
disposiciones que ordenaban a las administraciones
de los territorios americanos vigilar que todo español casado
regresara a buscar a su esposa en la metrópoli» (Baudot
19).
2 Esta cita no proviene, como las demás, de la edición de
Sáenz de Santa María, sino del capítulo CCXIV de la edición
de Pedro Robredo. La edición de Sáenz de Santa María termina
en el capítulo CCXII.
BIBLIOGRAFÍA
· Baudot, Georges. La vida cotidiana de la América española
en tiempos de Felipe II; siglo XVI. Fondo de Cultura Econó-
mica, México, 1983.
· Díaz del Castillo, Bernal. Historia verdadera de la conquista
de la Nueva España. Ed. Joaquín Ramírez Cabañas. México,
Pedro Robredo, 1939.
– Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.
Edición, índices y prólogo de Carmelo Sáenz de Santa
María. Editorial Patria, México, 1983.
· Fernández de Oviedo, Gonzalo. Historia General y Natural
de las Indias, Islas y tierra firme del Mar Océano. Imprenta
de la Real Academia de Historia, Madrid, 1851-1855.
· Gage, Thomas. Nuevo reconocimiento de las Indias Occidentales.
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1994.
· Ocaña, Diego de. Viaje por el Nuevo Mundo: de Guadalupe
a Potosí, 1599-1605. Edición crítica, introducción y notas
de Blanca López de Mariscal y Abraham Madroñal. Ed. Iberoamericana
/ Vervuert / Bonilla Artigas, Madrid / Frankfurt /
México, 2010.
· Landa, Fray Diego de. Relación de las cosas de Yucatán.
Ediciones Dante, Mérida, 1983.
· Otte, Enrique. Cartas privadas de emigrantes a Indias,
1540-1616. Fondo de Cultura Económica, México, 1996.
· Santamaría, Francisco Javier. Diccionario de Mejicanismos.
Porrúa, México, 1978.
· Tomson, Robert. «Viaje de Roberto Tomson, comerciante, a
la Nueva España, en el año de 1555». En Obras, Joaquín
García Icazbalceta, tomo VII, Opúsculos Varios IV. Agüeros
editor, México, 1898. 55-88.
· Torre, Fray Tomás de la. Desde Salamanca España, hasta
Ciudad Real Chiapas: Diario de Viaje 1544-1545. (Ed.
Franz Bloom). Editorial Central, México, 1944.

Es una cuestión de perspectiva. Obviamente una sociedad necesita del aporte de todos y las mujeres a lo largo de la historia han aportado algo más que cocinar, coser, lavar, planchar, barrer, fregar y criar a los hijos.

Nunca habrá dejado de haber mujeres bravías como Catalina de Eraúso o Inés de Suárez. Pero no nos engañemos, siempre fueron las menos, y por muy buenas razones.
 
Última edición:
....dueñas é doncellas hijasdalgo, é todas ó las mas dellas
que eran moças se casaron en esta cibdad y en la isla con personas
principales é hombres ricos de los que acá estaban
...

Españolas sin duda, antes como ahora.

...Las Virreinas y sus damas viajaban con relativa comodidad
y bien abastecidas. Sus provisiones les permitían apoyar a los más
necesitados
, que se embarcaban en la misma flota.


Isabel Barreto, esposa de Mendaña, sería la excepción a esa regla...
 
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