El retorno del realquilado

TYRELL

Madmaxista
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El retorno del realquilado



Los supuestos románticos de este reportaje son hombres y mujeres de entre 42 y 59 años. Las circunstancias de la vida, su carácter y educación o una combinación de todo ello les ha llevado a quedarse al margen de la propiedad de una vivienda. A menudo comparten piso para poder asumir los altos alquileres. Y en todos se vislumbra una tercera edad fogueada en la seguridad a corto plazo.

"La seguridad, según lo entendieron mis padres, venía de la cabeza y de ningún otro lugar". "Nosotros somos los románticos. Estudios y libertad, eso nos inculcaron nuestros padres". "A no ser que tuvieras el cerebro más vacío que el trastero de un mono [risas]... Si no, ¿por qué tus padres iban a preocuparse de que tuvieras una propiedad?"

Cuando Jordi, Roger, Ferran o Marie tenían veinte o treinta años se hablaba de "pillar un piso" o "pillar un estudio", con total naturalidad. Las palabras "mobbing" o "burbuja inmobiliaria" sonarían a alguna rompedora performance teatral. Qué decir de "aval bancario de 14.000 euros", a la hora de competir con otros treinta aspirantes para alquilar una vivienda, un derecho señalado por la Constitución, sin distinción de sesso ni edad.

"Cuando yo era pequeño, mi tía de la calle Escudellers alquilaba una habitación a un sastre, y aquel sastre me cosía la ropa a mí". Muchos de ellos guardan estos recuerdos, de finales de los años cincuenta, o de los sesenta; casas en las que existía ese habitante más: la joven empleada que alguna vez había llegado de otra ciudad, el inquilino solterón que se resistía a abandonar la vida de realquilado - con plato de comida - y pasar de una vez por todas por la vicaría y, con ello, a formar el propio hogar. Quienes recuerdan aquellos años hoy son adultos que, de repente, viven un instante de perplejidad: "A lo mejor, es que yo no me lo he montado bien en la vida".

Xavi tiene 43 años, un negocio propio y, como todos los hombres de este reportaje, responde con un enérgico "¡No!" a la pregunta de si se veía, hace veinte años, compartiendo piso o alquilando una habitación.

Cuando Jordi tenía veinte años, pensaba que a los 42 que hoy tiene sería esposo y padre. En cambio, su mundo hoy es esta luminosa y serena sala de estar, sembrada de objetos escogidos, buscados, incluida la antigua jaula en un rincón. Un mundo que abrió sus puertas hace medio año a Roger, de 47 años. En su cuarto, las corbatas anudadas, una de ellas regalo de su ex suegro (los objetos de todos hablan de historias sentimentales, de otras vidas, o de paternidad y maternidad, o de antiguas costumbres), sus relojes, su bola de la época de bowling en Calella... Y el preciado mundo de Jordi se ha extendido a la sala. Junto a sus frascos de pigmentos, está la colección de discos de Frank Sinatra, que comenzó a los catorce años. Suena un disco, y Jordi descansa de los abrumadores exámenes de electrónica. Cuando los apruebe se dedicará a algo que ya ha creado a su alrededor: energías alternativas. Energías que circulan allí mismo, en el modo en que Roger corre una cortina o acomoda un mueble para la foto, con el cuidado de alguien que no se comporta así por respeto al inquilino titular, sino con sincera meticulosidad, la misma que emplea para limpiar su moto de coleccionista, en la terraza, bajo un esplendoroso jazmín que se sostiene alto y fuerte, aunque parezca inaudito, gracias a unas ramas aparentemente secas y raquíticas.

Un mundo secreto
En cambio, el mundo de Javi, de 49 años, no puede ser visitado. Es un mundo calmo y silencioso, al que llegó después de su separación. Una noche estaba mirando el fútbol en su bar habitual, en El Clot, y se enteró de que Martín - de 63 años, divorciado -, alquilaba una habitación en su piso, en el mismo barrio. Pero el propietario "no debe saber" que Martín ya no vive solo. Es el mismo caso de Xavi, a quien su propietario ha acusado de encubrir un negocio. Sencillamente, argumenta Xavi, cómo es posible afrontar un alquiler de mil euros si no a medias, o entre tres. Muchos administradores reprueban - a no ser que se trate de novios o novias, o de familiares - que se comparta un piso. ("¿O sea que si no me acuesto con mi compañera de piso - exclama por su parte Peter, de cincuenta años -, resulta que estoy haciendo algo ilegal?")

En su cuarto, Javi tiene una foto de sus padres. "Mi progenitora sí me insistía en que lo importante era que pudiera comprarme una casa. Pero yo nunca he ahorrado y he vivido siempre al día. Yo siempre fui una cabra loca". Cabra loca, "golfo sano", a Javi siempre le gustó la noche. Ya no. Ahora, cuando tiene días libres en el trabajo, se dedica a dormir. "Uno ya está mayor". Pero en su cuarto, además de la foto de sus padres, hay un cuadro que le dedicaron hace unos quince años. En él, se ve a Javi cantando en un karaoke. Una obra pintada al óleo que lo representa en los tiempos en que con su esposa tuvo un bar, y se sucedían las noches felices. Las noches de Javi hoy son diferentes. Con Martín no se encuentran mucho en el piso. Pero mantienen buena comunicación en el bar, delante del televisor y con el partido del Canal Plus. Allí está la verdadera sala de estar de la convivencia de los dos.

Ferran fue de esos golfos que nunca acudieron tarde al trabajo. Desde que en 1968 llegó a Barcelona, desde su pueblo de la Terra Alta, fue escalando posiciones en el mundo de la hostelería. Y también en un mundo ganado a pulso y a lo largo de los años: el Zeleste, el London, el Zócalo, El Nus... La enumeración de bares es más importante que la de las casas en las que ha vivido. Los amigos de la noche han sido más hospitalarios que el costoso y minúsculo piso en la Barceloneta en que paraba para dormir, o la habitación en casa de una dama pizpireta de la que sólo recuerda con nostalgia al gato. Ferran cerraba la puerta y de todas formas era imposible eludir la telebasura que imperaba en la sala. Gran lector - se licenció en Sociología -, alguna vez tuvo que rescribirle una carta plagada de faltas. Su casera no dejó de ser iletrada durante el tiempo en que Ferran vivió allí. En cambio, gracias a él y a otro realquilado - trabajador de la construcción -, pudo comprarse una tele más grande y mejor.

Durante aquel tiempo, Ferran retrasó cada día el regreso a casa después del trabajo, andando por sus bares de siempre. Pero el piso noble, enorme y con grandes librerías en el que hoy vive, es una casa de verdad. Es su casa, aunque no conste de ninguna forma legal y no sea él el titular, sino el antiguo inquilino.

En su habitación, desde la mesa hasta el centro de la cama se precipitan como en un alud diversos libros. Desde las memorias de Churchill a La joya de la corona, de Paul Scott. Un gran manual de cocina italiana en bellísima edición, Pessoa en su idioma original, un libro de cocina argentina, ejemplares del Selecciones de los años setenta... Ni Ferran ni Yolanda (de 38 años, estudiante de cine) responden al perfil de personas que tienen que agradecer el "derecho a cocina" o "derecho a lavadora", como suele leerse en los anuncios de "alquilo habitación". Aquí quien sabe cocinar de verdad es Ferran, que, además de sus libros, dedica tiempo a la lectura de los guiones de Yolanda. Tiempo y críticas, despiadadas. Los dos perros Labrador, infinitamente cariñosos, van de un lado a otro, seguros y calmos, unos señores burgueses e ignorantes del incierto futuro: los bellos pisos de renta antigua siempre están en el punto de mira de un poder superior.

Ligera de equipaje
Marie va por la calle sin bolso, libre y ágil. Solamente se la ve cargada cuando se dirige a Gracia a canjear sus lecturas en inglés. Porque ni acumular libros le interesa. Le interesa leerlos.

Ferviente admiradora de Frederic Forsythe y John Le Carré, Marie es francesa y llegó a esta ciudad en los años ochenta. Hoy su casa es esta habitación. Su vida y su personalidad están en las paredes de este cuarto en donde estallan los colores. Gran parte de sus efectos personales fueron a un guardamuebles. "Deshacerse de cosas es, sentimentalmente, difícil". Tiró muchas, y guardó ropa de su progenitora, manteles bordados y exquisita ropa de cama.

En la habitación de Marie hay señales de su vida de gran viajera: México, Canadá, Asia, India, Australia... Su hija de veinte años, adoptada en la India, resalta en primer plano. Pero hay muchas, muchas otras fotos que Marie no me mostrará. Están en un rincón, bajo una mesa cercana al tapiz de Afganistán. Marie sigue posponiendo el día en que abrirá aquella caja. Allí le aguardan todos sus viajes. El día que se decida a ordenar todo el material, no le importará desprenderse de los espacios físicos. Los paisajes y los lugares - y las casas; incluida la suya, porque Marie fue y vivió como propietaria -, pueden encontrarse en cualquier postal. Las personas, en cambio, todas las personas que le gustaría volver a ver a lo largo y ancho del mundo, no. Marie es amiga de sus amigos y suele ir a sus casas a regalarles algo de su saber culinario. Cada mañana se levanta pronto y va al club.

Renunciar a mucho, menos a vivir
En la casa de Pepe el orden consiste en que siempre aparece una mano resolviendo un problema de último momento. Si el conejo Pinki ha hecho sus necesidades en el sofá, una mano - la de Fran -, al cabo de un momento ya ha recogido y cambiado la manta. Si la foto necesita una iluminación más cálida, aparece Núria que, no se sabe de dónde, ha cogido una tela con la que envuelve la lámpara.

A Pepe, empleado de Correos de 47 años, un día su padre le dijo: "Tú, el mayor, a currar." El padre de Pepe había prosperado en París como carpintero y, al regresar a España, llamó al resto de la familia, desde el pueblo de Córdoba. Y desde entonces Pepe tuvo claro lo del curro, tuvo un matrimonio y dos hijos, un divorcio amistoso y una vida en la que se puede renunciar a mucho, menos a vivir (y a la siesta andaluza) "para pagar el puñetero piso". En cambio, su casa ha estado siempre abierta y así ha ganado amigos, incluidos los de hoy. Fran, licenciado en Filosofía, trabaja también en Correos. Núria, su novia, es socióloga y trabaja en temas de juventud. Y la juventud a los tres les desconcierta: ¿Por qué luchan los jóvenes hoy? ¿Por tener una casa? Pepe ironiza sobre los niñatos a los que ahora sus padres les compran un piso "y ya lo tienen todo resuelto".Me señala el mural pintado por dos viejas amigas-inquilinas. "Fue durante alguna de esas comidas en que el aperitivo se alarga hasta la madrugada". Al propietario del piso, curiosamente, le gustó.

La vivienda se ha convertido, en palabras de Adoración Garmón, trabajadora social del distrito de Gràcia, "en una de las principales razones de exclusión social". Cuando se trata de personas en la tercera edad, es difícil para ellos concebir que, tal vez, una buena ayuda cada mes sería una persona a la que alquilarle una habitación. "Para estas personas mayores, esto supone una revisión de sus creencias. Han sido educadas toda su vida en la idea de un lugar privado, sea de propiedad o no".

En cambio, un día Roger se irá a su pueblo de Lleida a jugar a la botifarra en el casal, y a convivir con otros de su edad. Más cerca en el tiempo, Jordi aprobará los exámenes y hará algo para él trascendental: rellenar la jaula que hay en la sala con plumas de ganso, ponerle una bombilla y colgarla en un rincón. La jaula, me explica, emitirá una luz imprevisible y entrecortada. Como las vidas de todos nosotros. Un día, cuando se acabe el antiguo contrato de alquiler, Ferran se irá a su pueblo de la Terra Alta y, como Roger, convivirá con otros veteranos. O a saber qué pasará. Pero no hay duda de que en todos ellos se vislumbra una futura tercera edad fogueada en la seguridad a corto plazo. Tan corto como mañana, cuando la propietaria del piso de Marie vuelva a mirar por su balcón en el Born, preguntándose cuánto durará esta vez esa nueva tienda de diseño, la que acabó con el colmado de siempre, o con la vieja verdulería. Y esta joven casera -palabra de otro tiempo - abrazará a Marie como lo ha hecho durante la sesión de fotos, demostrando que esa dama ligera de equipaje es lo más sólido y consistente a su alrededor, mientras todas las casas y todos los pisos -por qué no, un día también el suyo - se convierten en quimeras al servicio del mejor postor.

No son románticos. Son ramas imprevistas de un guión que alguna vez se llamó "estabilidad". Son quienes sostienen el poderoso jazmín que reina en la terraza de Jordi y Roger. Ramas secas y algo solitarias, al menos aparentemente, en las que Jordi confió - y no cortó -, porque al fin fueron ellas las artífices de un modo de vida no tipificado, y tampoco contemplado por la Constitución.
 
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